jueves, 18 de febrero de 2010

CUENTO - "DOS MINUTOS PARA DORMIRSE"

Pesca de noche


José Leandro Urbina- Tiene publicado su libro "Las Malas Juntas" (Canadá 1978 y Santiago 1986). Reside en Canadá donde dirige las Ediciones Cordillera. Ha publicado cuentos en diversas antologías de Europa y EE.UU. Texto incluido en la Antología Joven Narrativa Chilena-, “Contando el Cuento”,  Destaca también su trabajo como guionista de cine, y en 1986 dirigió su primera película, "Trinidad". Tiene inéditas dos novelas: "El pasajero del aire" y "Homo Eroticus".

Nadie le conoció debilidades, hasta el día en que fuimos puestos en libertad condicional. Ese día le vimos llorar sobre el hombro de su mujer, tan vieja como él, que lo esperaba en la puerta del Estadio. No más que unos lagrimones. Antes se mantuvo siempre firme, plantado como un roble, siempre en las graderías con las manos y la barbilla apoyadas en el mango labrado de su bastón. Para su pellejo no existían ni el frío ni el calor. Cuando picaba desde el cielo el sol de la primavera, no sudaba; cuando las noches rechinaban de hielo en el fondo de los camarines, no temblaba. Era como la estatua de la dignidad.
Tenía un hijo, un obrero joven y taciturno. Vestía el overol de la Siam di Tella, así lo trajeron de la fábrica. Estuvieron algún tiempo juntos y se trataban con respeto.
Había tantos, y sin embargo llamaban la atención esa firme tranquilidad que irradiaban, sobre todo el viejo. Todos tienen que reconocer lo bueno que fue tenerlo entre nosotros, porque no bien entró en confianza tomó el toro por las astas en la escotilla. Si alguien se desmoronaba o percibía una pizca de abatimiento en el grupo, repicaba con su voz de zorro recorrido .
Escuchen, compañeros, este viejo que tienen aquí estuvo dos veces en Pisagua acusado de ser rojo. Allá sobrevivimos con la frente siempre en alto. Aquí estoy a mi edad, otra vez acusado de ser rojo, y la frente sigue en alto. El que nació chicharra debe morir cantando. Me gusta la vida, pero si van a matarme no les daré el placer de verme arrastrado.
Repetía lo mismo cada vez y se fue ganando nuestro cariño. Era el macho anciano que se enfrentaba con el mundo apoyado eternamente en su bastón.
Al hijo parecía no gustarle mucho el asunto. Creía que el viejo era un figurón y él se avergonzaba y le huía, aunque por las tardes, a la hora del encierro, invariablemente se le ponía cerca.
Uno de la construcción, que había podido salvar el reloj de la rapiña, fue el que informó que las descargas comenzaban a las tres de la mañana. A esa hora la mayoría no lograba conciliar el sueño y los que dormían se despertaban sobresaltados. Hubiera sido necesario mucho agotamiento para descansar sobre el piso húmedo y frfo de baldosas, arropados con sólo una frazada, la ropa hecha a jirones por la concienzuda revisión a cuchillo. Qué más entonces que abrir las orejas a los fusilamientos que iban sacando muescas en las palmas de nuestras manos.
Las tres.
¡Atención!
Primera descarga.
Los hombres jóvenes, en un acto reflejo, nos apretujába mos como ovejas temerosas. Los de más edad se pasaban la mano por la frente y adoptaban una actitud de meditar.
Ya no me acuerdo ni cuál noche, en medio de la balacera, el viejo, sentado junto a la puerta, extrajo dos cigarrillos del bolsillo superior de la chaqueta y se metió derecho en el pantano de las prohibiciones. Alguien habló de sanciones y el viejo respondió con fuerza: "Acaso no escucha las balas compañero, aquí, para ellos, somos delincuentes. Estamos al margen de la ley y un cigarrillo no le saca ni le pone. Lo importante es que fumar relaja los nervios". Dos bracitas rojas corrieron desde entonces, como culebras subrepticias por entre las bocas, y eran un milagro. Terminadas, batíamos con lentitud las frazadas para despejar el aire. El humo se filtraba hacia las galerías.
El de la construcción dijo que eran las dos y cuarenta de la mañana, cuando vinieron a llevarse al primer preso de nuestra escotilla. Aún los cigarros no salían del bolsillo del viejo.
Entró un capitán de pelo rubio con una lista.
—Sotomayor, Emilio— gritó, y el hombre se puso de pie, confundido.
—Acompáñeme— dijo el capitán.
—Ya me interrogaron, señor— dijo el hombre, y estaba pálido.
—Camina, mierda— ordenó el capitán desenfundando su Luger.
—Pero si me interrogaron, señor. Por Dios que no tengo que ir.
—Sargento, sáqueme a este maricón de aquí— gritó el capitán.
Un sargento y dos soldados lo agarraron de los brazos y el pelo, y lo arrastraron hacia la puerta.
—¿No eran tan machitos? No iban a hacer la revolución?— decía el capitán desde la escala, y su sombra se proyectaba sobre nosotros. —Dos minutos para dormirse.
—Tengo un hijo— venía la voz del hombre retumbando por los pasillos de cemento.
El viejo, entonces, encendió un cigarro y cuando rugió la primera descarga, se puso a cantar mirando hacia el techo. Era un tema antiguo, "Ramona", y él tenía una voz agradable, un poco exagerada para dar la impresión de las discorolas de antes. Un murmullo pesado recorrió la escotilla.
—Cállese, padre, por la chucha— se oyó desde un rincón. Pero el viejo seguía cantando.
—Convide cigarrillo, viejo, me tentó con el olorcito— dijo alguien, y otra vez la brasa circuló entre los dedos.
Algunos se tendieron de espaldas y escuchaban "Ramona" con los ojos abiertos. A pesar de las balas la tensión fue disminuyendo.
Sin darnos cuenta, con el correr de los días, las canciones fueron una solicitud apremiante.
—Métale con "Vanidad", don Gabriel, "Bésame mucho", don Gabriel.
El viejo las sabía todas y las interpretaba.
Un dirigente metalúrgico sabía versos y recitaba entre tema y tema. Pero una noche en que quiso apagar con poesía el estruendo de las tres de la mañana, entró violentamente la guardia a cargo de un subteniente.
—¿Y esta casa de puta? ¿Quién aullaba? Treinta segundos para presentarse el que aullaba. El viejo se incorporó apoyándose en su bastón.
—Usted, su porquería, no sabe que debe guardar silencio. Se le olvidó su condición de prisionero de guerra— dijo el subteniente amenazándolo con una metralleta.
El viejo miró desde sus años a aquel joven que lo increpaba. Suavemente, con la yema de los dedos, retiró hacia un costado el cañón que lo apuntaba y dijo: "No puedes hablar así a quien tiene edad para ser tu abuelo".
—Yo no tengo abuelos piojosos— dijo el subteniente con la voz desinflada.
—Si este piojoso fuera tu abuelo...— enrojeció el viejo e intentó levantar el bastón, pero el subteniente pasó la bala.
— ¡Al bastón! ¿Quién ha permitido que retenga ese bastón? Conscriptos infelices, si confiáramos en ustedes estaríamos todos muertos. Rompan ese bastón.
Un conscripto lo arrebató partiéndolo en dos con su rodilla. El viejo intentó un paso tambaleante y dos compañeros echaron el cuerpo al frente. Los conscriptos apuntaron.
Entonces entró el mayor a cargo de la sección. Sus movimientos eran flemáticos, la luz amarilla demacraba su rostro.
—¿Qué sucede?— preguntó.
—Estaban alborotando, mi mayor— dijo el subteniente.
—Este es el cabecilla.
—Yo cantaba, mayor, y se me subió la voz— dijo el viejo.
—¿Cantaba marchas subversivas?— preguntó el mayor.
—No— dijo el viejo. —Boleros de Leo Marini. Eso cantaba. Usted sabe que a mi edad cuesta dormirse.
—Además tenía un bastón— dijo el subteniente.
—Necesito bastón mayor, mis piernas lo necesitan.
—Salga de aquí, subteniente — dijo el mayor. —Y ustedes también.
El subteniente y los conscriptos volvieron al pasillo. El mayor recogió ios pedazos del bastón.
—Quiero conservar el que tiene mango, mayor— dijo el viejo.
—Positivo— dijo el mayor, y fue hasta la puerta. —Además si quiere cantar hágalo, pero sin subir el volumen. Cantar le hace bien al espíritu.
— ¡Fíjense! Este quiere ser un buen ángel con Gabriel Rebolledo, pero es de la misma calaña que los otros— dijo el viejo.
—El muchacho era torpe como muchacho, éste no lo es. Bajo esa gorra se incubó un golpe mis amigos. Aprovecharé su permiso, mayor.
Y ante el estupor del respetable público, con un taconeo cadencioso inicia un número asombroso.
De acá para allá lo llevan sus pasos faltos de apoyo, con el trozo de bastón aleteando como un pájaro atrapado en sus manos, jugueteando con un sombrero imaginario, chapurreando una canción en francés:
Cecibon tu le mon tu le mon puteando por París con tu viejo cabrón.
A todos se nos atragantó una carcajada estrepitosa.
—Viva don Maurice Chevalier— dijo alguien, y cuando el viejo calló y fue de vuelta a su lugar, muchas manos lo zamarrearon con alegría.
Entonces fue don Maurice Chevalier, hasta la noche en que regresó a la escotilla el capitán rubio con su lista.
—Rodríguez, Francisco.
—Rebolledo, Juan— dijo.
Nadie contestó.
—¿Están sordos?— gritó el capitán y repitió los nombres.
—Aquí no se hallan los que usted dice —respondió un joven.
—Eso lo sabremos de inmediato— lo miró el capitán.
—Todos con la célula de identidad en la mano.
—Nos quitaron los documentos— dijo el joven.
—Vamos a revisar. El que tiene documentos y los niega, no verá el día de mañana. Le adelantaron cuatro células.
—¿Nadie más?— dijo el capitán. —Veamos esas. Una tembló en el aire y cayó al suelo, a sus pies. Era la de Rodríguez.
—Conque no estaban por aquí— dijo el capitán, mirando al joven. —El inteligente el que cree poder engañar a la autoridad. Ponte al lado de Rodríguez, carajo.
El hombre caminó cabeza gacha. El capitán desplegó su sonrisa irónica.
—Y ahora, Rebolledo— dijo. —O Rebolledo, o tres de ustedes.
—Yo soy Rebolledo— dijo el viejo.
—¿Obrero de Siam di Telia?— preguntó el capitán recorriéndolo con la mirada.
—Sí señor— dijo el viejo.
—Y tu overol. Los que trajimos venían con overol.
—Me lo saqué en el trayecto...
—Dígame, don Juan: ¿Conoce a ese que está ahí?
—Es mi hijo, Gabriel Rebolledo.
—Perfecto don Juan, entonces nos llevamos a Gabriel Rebolledo, usted puede morirse de viejo.
—No señor, usted busca a Juan Rebolledo— gritó el viejo intentando alzar el trozo de bastón.
—Me cree idiota, viejo— gruñó el capitán y de un tirón le arrancó el madero de la mano.
El viejo trastabilló y su espalda buscó apoyo en la pared.
—Llévenselos— dijo el capitán.
—Cariños a Rosalía, padre— sollozó el joven Rebolledo. —Y también a la vieja.
—No Morís, Juanito— gritó el viejo. —Muera como un hombre. El capitán llegó hasta la escala.
—Dos minutos para dormirse— dijo desde allí, con su voz dura. ●




3 comentarios:

  1. LA DIGNIDAD DE ALGUNOS FRENTE A LA ESTUPIDEZ HUMANA ME DEJAN MUDA. PUEDO DECIR QUE ME EMOCIONÓ PROFUNDAMENTE Y QUE SI BIEN CONOCÍ VERDUGOS COMO LOS DEL RELATO NO RECUERDO HABER VISTO ALGUIEN QUE SE COMPORTARA CON LA FUERZA DE DON GABRIEL. ESTER MANN

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  2. Un cuento estupendo que retrata la dignidad por un lado frente a la barbarie de los infrahumanos. En vísperas de Los Idus de Marzo, publicar este cuento es un privilegio: por el tema, por su lenguaje y por la lección de solidaridad. No olvidar jamás.

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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