- EL ASCENSOR, de MARTA JULIA RAVIZZI
(...En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vuelta al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol...) Julio Cortazar
La realidad le decía a todas luces que lo más conveniente era negar, siempre negar aquello que él sabía. Total, cuando ocurrió todo, cuando el edificio se quedó a oscuras él podía probar que estaba lejos. No quería hacerse cargo de nada ni de nadie. Estaba claro que no podía ignorar el estado de las cosas, pero eso no era su responsabilidad, o ¿ahora resulta que si los ascensores funcionaban mal la culpa sería suya? Nada más erróneo, ¿para qué estaba el consorcio, acaso? Entonces, no pensar en el asunto. Igual con lo otro. Para qué sentir que el negocio era solo lo que él decidiera. Había otros socios, minoritarios, pero socios al fin.
Su relación con Mariela siempre había sido tormentosa. Un día de sol y tres de lluvia, pero siempre las cosas se arreglaban por la noche, debajo de las sábanas. Siempre fue así, desde que se conocieron, el amor y el sexo no iban por la misma vereda, y aunque el segundo era mucho más fuerte, sabía que no duraría toda la vida, a pesar de los reproches de ella, de los gritos de ella, de las amenazas de ella.
Pocos se encontraban en el edificio cuando pasaron las cosas, y él estaba en Lobos, en la estancia de los Rueda Gálvez, brindando por los novios, a la vista de todos y sin Mariela. A ella le caían mal los parientes y él no quiso obligarla. Cosas de familia que le dicen.
Él había planificado otra vida, pero el destino le jugó varias pasadas, torciendo el rumbo que imaginaba. Así se encontró dejando la universidad para dedicarse a la empresa. Así se encontró, aquella noche, en el Pub, con los ojos de Mariela, renegridos y fulgurantes, como brasas encendidas que le perforaron la mente y la piel. Todo fue una sola cosa: mente y piel que estallaron al unísono. Una pantera que sabía manejar sus tiempos para emborrachar de erotismo cada encuentro, cada palabra, cada amanecer. Él solo se dejaba llevar. Así, un día se encontraron juntos, compartiendo desde el café con leche hasta las pantuflas. Así se fueron desgajando los mágicos momentos, hasta llegar a esta realidad de sufrir la presencia del otro bajo el mismo techo.
Otra vez el mareo. Claro que no es físico, es hondo, viene desde el pecho como una señal, como una certeza, porque sabe. Un café bien cargado, tal vez podría calmarlo, quizá.
Mariela nunca baja por las escaleras, siempre hace todo de la forma más cómoda, evitando esfuerzos o fatigas sin necesidad. Ella, justo ella que cuida tanto lo estético, no es capáz de bajar ocho pisos por las escaleras, y mucho menos subirlos. En cambio, a la hora de bailar es incansable, puede hacerlo toda la noche, hasta bien entrado el sol de la mañana. Él nunca pudo seguirla, pese a las burlas, a la mirada irónica de ella, a los comentarios insidiosos de los amigos. Que si parecía un viejo, que si no tenía aguante para qué estaba con una mujer tan jóven, tan vigorosa, que mejor quedarse en casa, con una taza de té calentito y una manta sobre las piernas, que si no podía, mejor que.
Él callaba y sonreía, ya llegaría su turno.
No avisó, no anticipó y ahora es tarde. Ahora hay que seguir callando, seguir la vida sin mirar atrás, sin permitirse sentimientos encontrados que hagan trastabillar lo pactado de antemano consigo mismo. Hay flaquezas que no pueden tener sitio en este mundo nuevo por el que deberá caminar despúés de hoy.
No hubo preguntas, ni sospechas. Nada. Solo un informe perital dónde decían que el ascensor del primer cuerpo se había desplomado por defectos técnicos.
El seguro del edificio se haría cargo de todo, no él. ■
Martita: creo haberlo leido, pero igualmente me encantó.
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