EL CORDERO pertenece a "17 Simples Cuentos".
- ¡Años, años viendo cómo se carnea un cordero y justo hoy se te ocurre que no puedes!
Mi padre rezongaba con razón, realmente yo tenía que reconocerlo. Había pasado la mayor parte de mi vida en el campo, recién a los dieciocho años había ido a la ciudad a buscar trabajo. Y hoy volvía sin pena ni gloria, vacío, con una bolsa de arpillera llena de cosas para mamá y mis hermanas, y con frustraciones, muchas frustraciones.
Mi padre rezongaba con razón, realmente yo tenía que reconocerlo. Había pasado la mayor parte de mi vida en el campo, recién a los dieciocho años había ido a la ciudad a buscar trabajo. Y hoy volvía sin pena ni gloria, vacío, con una bolsa de arpillera llena de cosas para mamá y mis hermanas, y con frustraciones, muchas frustraciones.
Papá me regañaba a la vista y oído de todos, incluso de los otros peones, gente de campo que se quedaba callada ante la irritabilidad de mi papá, ya un anciano. En otro momento, quizás de más chico, ante el reto de mi papá hubiera largado un insulto y me hubiese ido a sacarle la roña al caballo más arisco de los patrones, pero ahora no, yo sabía muy bien que de un tiempo a esta parte la sola cercanía de la muerte, ya fuera de un cristiano o un animal, me paralizaba. Pero no podía explicarle eso a papá. ¿Cómo explicarle que la vida en la ciudad había guardado para mí ribetes inconfesables? ¿Que los dos años lejos del campo me habían cambiado por completo? Prefería realmente que pensaran que estaba igual, que nada me había cambiado, que la ciudad no había sido nada más que una aventura juvenil y truncada por la falta de trabajo.
Mis hermanas me entendían, en el fondo me tenían lástima, creo. Mamá estaba feliz de tenerme de vuelta, siempre había sido el mayor y el más regalón. Papá seguía retándome y los otros peones seguían diciéndole que se calmara, que no le haría bien a su salud, y Darío, mi amigo de la infancia, mi hermano, quien de mirarme no más sabía lo que me pasaba, era incapaz de adivinar lo que me tenía tan paralizado. Y me llamaba, se reía: “¡Julián, vení, dale, que ya estamos listos y con el fuego prendido! ¡Vení y matá el primer cordero que este es un honor que no se lo damos a cualquiera, che!”. Darío, mi amigo, mi hermano.
Mientras veía afilar los cuchillos, traer el balde, a los perros que se acercaban esperando las sobras, el fuego lanzar chispas, y la estaca de fierro esperando ensartar tremendo manjar, me volvía loco por dentro. Mi corazón se sobresaltaba, cada movimiento que antecedía a la carneada, se hacía lento, como una vieja película, las del cine del pueblo que veíamos los domingos con mis hermanas.
Papá seguía, ya no lo escuchaba, solo veía sus idas y venidas, y miraba al cordero, que desde el corral parecía intuir lo que se aproximaba.
Juro que tuve el impulso de soltarlo, pero algo me dijo que no tenía que interferir en un ritual tan cotidiano y tan ligado a la vida de campo. Mis fantasmas internos no tenían por qué alterar una vida simple como la de mi familia, en la que la carneada no era un acto de muerte sino una actividad más.
Cuando el cordero baló por última vez y el cuchillo lo ahogó, quise vomitar pero me aguanté. Me quedé sentado a la sombra, unos metros mas allá, sobre los fardos, mientras todo seguía su curso, mientras mamá pasaba con la bandeja para las achuras frescas, mientras mis hermanas se peleaban por cocinar la cabeza de tal o cual manera, mientras mi papá y los peones se felicitaban entre ellos por la mucha grasa, y lo grande del cordero, mientras Darío extendía el cuero fresco en el palenque desnudo... y tuve la sensación de que justamente ahí empezaba mi historia de simulación, de simulación de todo lo que había pasado en la ciudad, de ocultamientos necesarios y sistemáticos para no matar de pena a mi papá, hombre de campo, de trabajo fuerte, un anciano, para quien no hubiese sido ni digno ni posible tener un hijo asesino.
Mientras escuchaba cómo mi papá, ya viejo y con justa razón, me retaba por no haber querido matar al primer cordero de la temporada, me quedé sentado pensando en los ojos traicioneros del miserable aquél que embarazó a
Miré para la casa y vi a
Nadine que bien sale el tema localista, las costumbres y las posturas. Qué bien. Se ve todo y entonces se lo siente. Abrazo. Mercedes Sáenz
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