domingo, 28 de febrero de 2010

ARIEL DORFMAN: Narrando contra la muerte



Astiz el asesino: Todavía está con vida...
Hoy cierra el mes de febrero... Y mañana, simbólicamente, comienzan los Idus de Marzo, una caracterización salida de mi pluma para señalar la continuidad del proceso criminal que  dio la pauta del terrorismo de estado. Intereses poco claros, espurios diría, signaron los pavorosos derramamientos de sangre que, aunque algo arbitraria, se reiniciaron el 16 de junio de 1955 con los bombardeos de los aviones cobardes de la marina sobre la Plaza de Mayo. Luego, una larga lista de crímenes jalonaron al siglo XX de la Argentina. Desde el fusilamiento del Gral. Valle y sus camaradas, los crímenes en el basural de Justo León Suárez en junio de 1956, el plan conintes en 1960, la asonada de Onganía en 1966, los fusilamientos de Trelew el 22 de agosto de 1972, los crímenes de Osinde y su pandilla asesina en Ezeiza el día del regreso de Perón, el derrocamiento del presidente Héctor Cámpora envuelto en la manta sucia del "renunciamiento del Tío!" en 1973, el inicio del terrorismo de estado de la Triple A dirigido por el cabo López y consentido por Isabel Perón, auspiciado por la plana mayor de las ff.aa. que, finalmente, resolvieron tomar las riendas del proceso el 24 de marzo de 1976.
Una injustificada y a-histórica "variación" de los hechos pasa de largo por los crímenes del "brujo" y sus adláteres. No voy a sumarme a esa interesada  y deformante interpretación de los sucesos cargando toda la culpa y responsabilidad sobre los militares del proceso. La realidad fue otra, los culpables muchos más (por ejemplo el mafioso Eduardo Duhalde, que en el 2001 mandó reprimir a los trabajadores en la estación Avellaneda del Roca).
Por lo tanto, afirmo que los Idus de Marzo es una definición simbólica de medio siglo caracterizado por los crímenes perpetrados por el terrorismo de estado, desde Aramburu y Rojas en 1955, hasta los asesinatos de Santillán y Kostecki en 2001. "la peste viene desde el 16 de junio de 1955". Publicaremos notas a todo lo largo del mes de marzo. Andrés Aldao

ARIEL DORFMAN:  Narrando contra la muerte

Fue a fines de diciembre de 1973, en la sala de redacción del diario La Opinión, que me encontré por primera vez con Tomás Eloy Martínez.
Eran tiempos nefastos. Yo acababa de llegar de un Chile que le había prometido al mundo la revolución de Allende y nos había dado, en cambio, la asonada de Pinochet, y creo que se me notaba las muchas y recientes muertes, y Tomás lo entendió enseguida y me ofreció también de inmediato su cariño.
"Cualquier cosa que necesites", me dijo, y hallé en él una generosidad que nunca cesó hasta el día de su propia muerte. Me armaba reuniones en su casa con corresponsales holandeses y curas revolucionarios y montoneros esquivos y siempre bien regadas con vino y pasta y carnes.
Aunque era la urgencia del momento político lo que nos unía en esas conspiraciones -llegaban noticias todos los días de más represión en Chile y cada día también era más inquietante la evolución de una Argentina en que Perón viraba drásticamente hacia la derecha- se nos fue infiltrando la literatura en las conversaciones, en especial la extraña relación que guarda la ficción con la realidad en nuestra América, la fluida tensión entre lo testimonial/periodístico y la forma en que la imaginación está obligada a tejer un escenario paralelo. Me dio a leer en manuscrito La Pasión según Trelew, y me pareció una novela más que reportaje, y él me confidenció que la gran novela argentina tendría que construirse en torno al enigma de Perón. Él tenía un proyecto sobre el General y, claro, Evita, y ahí supe de las memorias que Perón le había dictado a Tomás en Madrid, y como tantas veces cuando contaba algo (y vaya que era narrador empedernido) no sabía yo si era cierto o no, si lo estaba inventando o si en efecto había sucedido.
Lo que no era un invento, en cambio, era el peligro que se cernía sobre la Argentina en que tanto Tomás como yo habíamos nacido. Yo estaba desesperado por irme, veía la catástrofe que estaba por caer sobre Tomás y sus congéneres.
"Tienes que partir lo antes posible", le dije una noche, antes de que yo mismo huyera. "Los van a matar a todos". Tomás me aseguró que estaba equivocado: Argentina no era como Chile.
No lo volvería a ver hasta 1978 cuando visité Caracas, donde él había buscado, finalmente, refugio. Y ahí conversamos acerca de la maldición eterna que parecía rondar a nuestro continente y cómo nuestra literatura tenía que acompañar, desde sus preguntas y dudas y feroz ensueño, cualquier proceso de liberación. Si no podíamos evitar la violencia sobrecogedora, era posible, por lo menos, exorcizarla por medio de palabras que no mintieran, podíamos traer a la literatura a los grandes excluidos de la historia a través de sus mitos.
Con eso me quiero quedar.
Con su empecinada exigencia de doblegar la realidad y construir delirios y engañar el destino precario, el suyo y el de su país y el de su continente. Contra y adentro del lugar común que es la muerte. Su certeza de que si algo no se cuenta no perdura, no vale la pena que exista.

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