viernes, 19 de febrero de 2010

RELATO: El Ajuste – Andrés Aldao




RELATO: El  Ajuste – Andrés Aldao
                                           

(Fragmento del “Diario de Viaje a Buenos Aires”, de Euzkadi Baztarrica)

Los idus de marzo…los idus de junio...los idus de agosto...

La proximidad del 24 de marzo despertará la memoria de los crímenes.  Retornarán los nombre perdidos y la inquina contra los asesinos. Este año 2010 queremos ampliar y profundizar la memoria, no queremos restringir nuestra evocación e iniciarla con el golpe militar de los mismos que estaban "trabajando" de consuno con la Triple A ya desde el día que renunció Héctor J, Cámpora. Y antes. Y en Ezeiza en junio de 1973. Y en Trelew el 22 de agosto de 1972… Y así podríamos seguir hacia el fondo sangriento de la historia popular. Pero en este próximo marzo nuestra memoria será abundante y nos preguntaremos, como venimos haciendo este último año, ¿por qué sólo el 24 de marzo de 1976?

(viernes 16 de enero)
Salí de la estafeta con el sobre en la mano. El azul desaliñado del cielo de Madrid y algunas nubes desprolijamente despatarradas se proyectaron en el vecindario de Fuencarral, que es donde tengo mi vivienda. Me encaminé hacia ella sin prisa, aunque me intrigó saber a título de qué Pelusa me mandó una carta expreso. La abrí leyéndola con atención. Me mantuve impasible aunque la lectura me transportó a un pasado que mantuve intacto en la vigilia de la memoria. Un pasado cuyas cuentas muchos pagaron con horror, tinieblas y muerte.
Decidí viajar a la Argentina, con la firmeza forjada por la ira y el dolor de una herida aún abierta. El recuerdo me tumbó el equilibrio; y la bronca, encerrada bajo siete llaves en el cofre del ayer, comenzó a trastabillar hasta que la percibí frente a mí, intacta, desafiándome, “mojándome la oreja”. Esa  ira, rencorosa y sólida como un edificio de muchos pisos -uno por cada año perdido, quitado de mi existencia- presentó «la cuenta». Había llegado el momento de cobrarla.

(domingo 18 de enero)
Llevo veinte años viviendo en España. Tratando de olvidar, intentando recordar. Rehaciendo mi vida de exiliado. No es fácil. No quise volver en 1983: temí enfrentarme con el pasado. Partido por los navajazos que me hurtaron tantas mañanas y noches, extrañado de mi mundo y mi cultura, soporté la adversidad del destierro. Parezcía aclimatado, dichoso. Pero se trataba de una apariencia: es un desgarro muy profundo vivir desgajado de los amigos, la música, la poesía, los recuerdos y la policromía cocolichera de Buenos Aires, mi ciudad cuna. Que jamás será la misma. Aunque la perciba mía, sé que es un espejismo, una ilusión, una jugarreta melancólica para bobos.

(miércoles 28 de enero)
El Aeropuerto de Barajas parecía una pasarela colmada de gente que iba y venía. Desde que resolví viajar a Buenos Aires la nostalgia untó mis pensamientos. Pero no quise recordar.
Antes de pasar la puerta de embarque hablé por teléfono con Emilia, mi amiga. Le expliqué que viajaba a la Argentina, que debía hacer allí algo importante. Finalmente llegó la hora. Unos minutos antes de medianoche el avión despegó. Cerré los ojos y me entretuve con mis fantasías: imaginé ser un buen ciudadano que regresaba al terruño para visitar la familia y a los viejos compinches del vecindario; jugar incluso un partidito de bochas, algún truco ruidoso, ir a ver a los “verdolagas” de Ferro. Con mi aspecto bonachón, quería aparecer como un argentino que fue a hacerse la América a España y ahora retornaba a la patria como triunfador, arrogante y generoso. Dos décadas atrás había hecho el camino inverso y nunca volví. En tanto pergeñaba esas estupideces me quedé dormido. Mientras tanto, el Boeing cruzaba el Atlántico.

(jueves 29 de enero, por la mañana)
Pasé Migraciones con el pasaporte español. El tipo me observó con una fijeza turbia: “Le debe extrañar que soy nacido en la Argentina”, pensé. Luego fuí a buscar la maleta. No reconocí Ezeiza. También la gente me llamó la atención: su forma de hablar, la vestimenta y algunos  resabios del antiguo “chantismo” porteño. Me ubiqué en un remis y partí hacia Buenos Aires.

jueves 29 de enero, por la tarde)
Dejé la maleta en el cuarto del hotel. Caminando llegué hasta Maipú y Corrientes. En el antiguo boliche de “Suárez” tomé un café con una ginebra. ¡Cuántos años, por Dios! En las cartas que cruzaba con antiguos compinches les explicaba que el único sistema para sobrevivir en el exilio era congelar el “cuore” y dejar los sentimientos, como la guitarra del tango, “colgados en el ropero”.
No pude resistir la tentación: en el primer quiosco compré un atado de Particulares. Aspirar el humo del tabaco negro fue como haber regresado al barrio, a las esquinas que me esperaron en vano, a las veredas y los recuerdos replegados en  un sueño remoto, en la visión terca de un mundo que sabía perdido. Me conmoví tanto que imaginé a los fantasmas y duendes del viejo barrio diciéndome al oído: “¿Dónde estabas, che pibe? ¡Cuánto que tardaste, hermano! 

(viernes 30 de enero, por la mañana)
Hoy a la mañana me desperté descansado, y luego de ducharme me fui a tomar un café. Tenía que llamar por teléfono a “Pelusa”, mi viejo amigo de Caballito y compinche en las luchas de los años 60 y 70. Él escribió la esquela que motivó mi retorno. Lo encontré en la casa y luego de la lógica sorpresa quedamos en vernos. No hubo efusiones en el encuentro; ningún gesto, ni una sola muestra de algo especial.  Sólo en la mirada expresamos el hondo afecto que nos unía. Fuimos caminando por Maipú y en un boliche tomamos Cinzano con una picada. Le inquirí detalles sobre lo que me escribió. Seguimos caminando por Chacabuco y casi llegando a San Juan Pelusa me señaló un edificio y la chapa de la entrada: Segural * Agencia de Vigilancia Privada. Me dio todos los datos que le pedí. Hasta el último detalle. Luego nos relajamos y evocamos anécdotas del pasado. Antes de despedirnos le pedí que se borre, que no me busque, que en el momento propicio le iba a escribir. Nos abrazamos: el Flaco me dejó en la palma un papel y me entregó el paquete.
Lo ví alejarse: fue como perder el pasado una vez más. Y a pesar de la angustia, me sonreí al contemplar la marcha peculiar de este querido amigo al que el viento empujaba como a una pelusa; “igual que a las hojas caídas de la Plaza Irlanda”, encorvado y más ligero que la ligereza.


(Viernes 30 de enero, por la noche)
Recorrí la zona céntrica. Indudablemente, la ciudad había cambiado. Del Buenos Aires que conocí ya no quedaban ni cenizas. Todo restaurado, recuerdos decapitados, una urbe “trucha”, como suelen decir las nuevas generaciones porteñas.

Regresé al hotel. Luego cené en un fondín, tomé un baño y me fui a dormir. No podía conciliar el sueño. Entrecerré los ojos. Un sopor apacible, como una bruma delicada, quebró el muro raído que venía protegiéndome. Entonces la renuencia cayó de bruces y la evocación de Estela irrumpió en la memoria. Como los remolinos bastardos de un huracán proxeneta, que violaron la paz en la que había decidido acorazarme. La imagen de Estela, bocetada de lágrimas, se clavó en mis pupilas.

(sábado 31 de enero, luego de la siesta)
No pude alejarla de mi mente. Es extraño, pero durante muchos años debí hibernar mis sentimientos. Regresar a Buenos Aires fue como volver a ella, a los recuerdos coloquiales e íntimos. Estela, la novia angelical de mi adolescencia, que cada noche anegaba mis fantasías mientras cerraba los ojos, saboreándola, recorriendo con tierna minuiciosidad sus blancas orejas, la nariz media repingada, el mentón disfuminado en esa curva diáfana que lo unía a la mandíbula, hasta cobijarse en el delicado cuello, suave, apacible y tibio. La percibí a mi lado: era como si hubiese recobrado, en ese fugaz instante, la tibieza de aquella novia inolvidable, rastreando la tersura de su piel quinceañera, hurgando nuevamente con temor virginal en los misterios que mis sueños no podían revelar, los dedos haciendo escalas apacibles y tiernas en las teclas sedosas de su pubis. Y ella, resistiéndose, se debatía entre el deleite de sus sentidos y el miedo a un peligro que no conocía pero la perturbaba. Hasta que se rindió abrazándome con el frenesí de quien muerde por primera vez un fruto desconocido. Fundidos en el éxtasis efímero de la primera vez, habíamos sellado entonces la quimera de aquel primer amor de barrio, ajenos al anticuado plafond moral de los mayores. Las lágrimas me trajeron paz. pero me incorporé con furia y astillé los recuerdos martillando sin piedad los nudillos de mis manos. Luego me quedé dormido. Con la rabia latiéndome en las sienes y el odio impregnando mi sangre.

(domingo 1° de febrero, por la mañana)
Las medialunas de grasa y el café con leche, el ritual de verter ese líquido oscuro y fragante (sobre todo cuando el mozo me farfulló: “Avíseme señor”), fue como contemplar un cuadro de Antonio Berni allí, en ese bar cualunque de Buenos Aires convertido de pronto en el museo de la urbe porteña, la patria tanguera de Troilo y Gardel, el retablo mistongo de Discépolo y Manzi. La memoria me arrojó de un manotazo al espacio ausente. A los recuerdos que no fueron, a ese blanco insoportable en el que cohabitan la nada y el vacío, la amnesia del exilio y una lejanía inanimada.
Desplegué el “Clarín”, le eché una ojeada y al rato lo cerré molesto. Me dediqué a la ceremonia de mojar la medialuna y engullirla. Otra liturgia porteña cumplida. A la tarde anduve por Lavalle, Corrientes, Maipú. Me pareció caminar por una ciudad fantasma; la gente me resultaba extraña, forastera, como si estuviese dentro de una pesadilla que me deshilachaba dejándome desnudo. 

(lunes 2 de febrero, cerca del mediodía)
Tenía que empezar a moverme. Recogí la maleta en el hotel y viajé hacia Caballito. Llegué a la casa de la calle Pujol y apreté el timbre. La mujer entreabrió la puerta cancel y me observó con curiosidad:  “¿Usted es la señora Sofía Ibizarreta, no? ¿Mi cara no te dice nada, tía?”, murmuré largándome a reír. La viejita se quedó mirándome unos segundos y luego se sobresaltó: “Dios mío, Copete querido, ¡esa voz inconfudible! ¿Cuándo llegaste.? Por Dios, que no lo puedo creer”, me dijo mi tía Sofía mientras me abrazaba desbordada por un llanto previsible.
Entré en la casa. Nos carteamos durante los años de ausencia y ahora la tenía allí, sentada a mi lado con el vestido negro, los cabellos plateados recogidos y esos ojos de mirada  tierna. Como en aquellos años de la niñez, en los que la tía reemplazó a mi madre muerta.
La tía Sofía expresaba, en la cara angulosa y los negros ojos metidos detrás de sus ojeras esfumadas, el dolor y la pérdida de las dos únicas personas que pudo amar en su vida, mi hermano Fermín, asesinado, y yo en el destierro.

(martes 3 de febrero, de tarde)
Fui andando por Pampa y antes de la Libertador pasé por el edificio en el cual vivía el tipo. Los lentes oscuros me protegían del sol y de los curiosos. Mis ojos no se apartaban de la entrada, pero nada especial atrajo mi atención. El cielo se encapotó y un chaparrón colérico pasó como una ráfaga. El calor volvió por sus fueros. Me convencí de que en esa zona me era casi imposible hacer el trabajo. De todos modos me quedé. Cerca de las nueve ví salir una pareja. El contoneo del tipo me alertó. Encajaba en los datos que tenía y se amoldaba a los indicios que aún guardaba en mi memoria. Viajé detrás de ellos. En la zona de Recoleta entraron en un restorán. Estudié sus facciones y las grabé ovillándolas en mi retina. Habían pasado veinte años. Luego regresé a la casa de mi tía.

(miércoles 4 de febrero, de mañana)
A media mañana entré en el edificio de Chacabuco al 1100 vestido con un ambo de sarga, corbata a tono con la camisa celeste y unos lentes de porte. Parecía un hombre de negocios respetable. En el primer piso divisé la puerta de “Segural”. Una empleada me abrió. Le recordé que yo había telefoneado pidiendo una entrevista con el gerente de la empresa.

El tipo salió de su oficina, se aproximó dándome la mano y se presentó: “Alejandro Alaniz”. Percibí un leve escozor al sentir el contacto de esa mano en mi piel. “Emilio Páez, es un placer conocerlo”, le dije con tono pulcro.Me hizo pasar a su oficina. El tipo repasaba mis rasgos con minuciosa atención mientras yo le pedía asesoramiento para una tarea de vigilancia. Le fuí haciendo el gran verso, envolviéndolo en la red que fuí tejiendo con paciencia. Él jugaba con una lapicera; la dejó sobre el escritorio y me habló con suavidad. Me explicó que sin ver el depósito para el cual yo quería contratar los servicios de la empresa, él no me podía asesorar:  “Yo le propongo ir al lugar con usted, ver sobre el terreno los riesgos -me aclaró-, entonces podré hacerle una proposición”. Asentí con la cabeza. Prometí  telefonerle. Mientras, el corazón comenzó a dar vueltas de carnero.
  
(jueves 5 de febrero, al mediodía)
Me hospedé en la casa de mi tía. Era más cómodo y mucho más seguro. Le pedí que el “besugo a la vasca” que había preparado para el mediodía lo dejáramos para la cena. “Voy a traer el vino y un postre como los que te gustan a vos: no te enojás, ¿eh tía?”, le dije. Ella no protestó.
Llegué a la zona industrial de San Martín siguiendo las sugerencias de Pelusa. Dí vueltas durante un buen rato. En una gomería pregunté si no sabían de algún galpón vacío para alquilar: no sabían. Continué la búsqueda y de pronto observé un taller abandonado en un paraje que consideré apropiado, incluso en pleno día. Dí algunas vueltas, estudié el movimiento de las calles aledañas y la soledad del lugar.Decidí que era ideal. Ahora iba a tratar de convencer al tipo de que nos  encontráramos en horas del atardecer. Volví a la casa de la tía Sofía y en el camino compré una botella de vino blanco, un arrollado de coco y algunas otras vituallas. En una florería de Gaona hice preparar un ramo de violetas y al llegar a la casa de la calle Pujol abracé a mi tía y le obsequié las flores. Pese a todo, me sentía feliz.

(viernes 6 de febrero, de mañana)
La voz de “Alaniz” me sonó empalagosa y amanerada a través del teléfono. Decididamente falsa. Le propuse que nos encontráramos en la estación San Martín: desde allí viajaríamos al lugar en uno de los autos. El tipo aceptó y arreglamos para el próximo lunes a las siete de la tarde. Sentí un inmenso alivio. En ese momento pude avizorar que la tarea estaba adelantando. Que el fin se aproximaba, pero yo aún la percibía como una imagen movida, fracturada, sin nitidez.
 Entré en la casa de mi tía en silencio. “Ya no nos volveremos a ver, querida Sofía”, pensé con pena. Atareada en la cocina, ella no me escuchó caminar por la casa. Cuando la ví, con la mayor ternura y aflicción le anuncié que el martes próximo partía de regreso. Ella lo había presentido. Se acercó a mí y me estrechó entre sus brazos. Besé conmovido la cara de suaves arrugas de esa anciana tan dulce, la entrañabla tía Sofía, que es todo lo que queda  de mi familia vasca.

(domingo 8 de febrero, al atardecer)
Este fin de semana procuré ordenar mis ideas, completar todos los detalles de mi trabajo, descansar y dedicarle parte de mi tiempo a esa mujer excepcional que, seguramente, ya no vería nunca más. Leí los diarios del domingo, me puse al día con los vericuetos de la política y la cultura. Ayer sábado recorrí las casas de música y algunas librerías. Compré libros que me interesaban, como «Santa Evita» y «La novela de Perón», «El presidente que no fue», y «De Senectute” de Norberto Bobbio;  compactos CD que no hallé en Madrid, y algunos obsequios para los amigos que tengo en España. A mi amiga Emilia le llevo un abrigo de cuero. espero que le agrade. Todos estos preparativos, naturalmente, tienen un punto clave: que mi tarea culmine con éxito. Dentro de un rato voy a ir al cine a ver una película que me recomendaron: “Tocando el viento”. Mañana ha de ser el día elegido. O nunca más.

(lunes 9 de febrero, por la tarde)
«Me voy, tía. pero vuelvo a la noche y me quedo con vos  hasta la hora de viajar a Ezeiza», le anuncié antes de salir.
 Llegué a la estación San Martín minutos antes de la siete. Al rato apareció el Alaniz ese. Deliberamos unos momentos y decidimos viajar en su auto. Me dió una perorata sobre la vigilancia armada, la seguridad y otras pautas que yo no escuchaba. Estaba atento y alerta. Le hice dar algunas vueltas para relajarme y finalmente le fuí indicando como llegar al lugar.Lo observaba en el espejo. Oía la respiración ramplona del tipo que manejaba y tuve una sensación reprimida, una especie de bramido agazapado que aguardaba el momento de liberarse y estallar; como una granada rabiosa que desintegrase al hombre sentado a mi lado en mil partículas de polvo y nada. Percibí en mi frente gotas de sudor heladas deshenebrándose con crispante lentitud. Sabía que mi mirada tenía esa frialdad acerada que precede a una eclosión. No me impacienté: quería disfrutar esos minutos uno a uno, como la voracidad que está por saciarse y se posterga deliberadamente en un acto de voluptuosidad. Esbocé una sonrisa mientras el tipo jadeaba. sus ojos miopes se habían replegado y todo él se tensó percibiendo, acaso, una acechanza imprecisa, amorfa, que revoloteaba a su lado embozada, tenue e implacable.
No había un alma. Sólo la brisa caliente y viscosa. Cuando detuvo el auto y bajó, me miró con una mueca impredecible. Fue la imagen postrera de Alaniz, porque cinco balas de mi pistola le atravesaron la vida. El rostro del tipo se tiñó de púrpura, los ojos y la lengua giraron sobre el eje imaginario de una muerte real, simple y absoluta. En unos segundos culminó la ceremonia. Limpié los lugares en los que pude haber dejado huellas, observé los alrededores y finalmente, conduciendo el auto de Alaniz, me dirigí a la estación San Martín dejándolo estacionado en una calle lateral.
Llegué a la casa de la tía, cenamos y nos quedamos hablando hasta el amanecer. Luego me marché en un taxi. Llegué a Ezeiza a las siete y al rato abordé el Boeing..

(martes 10 de febrero, a bordo de un avión Air France)
Desplegué el periódico que me dió la azafata. En la primera página leí una noticia que me llamó la atención:
«En la zona fabril del partido de San Martín fue encontrado ayer el cadáver de un hombre. De acuerdo a los primeros informes de la policía, el muerto fue ultimado de varios balazos. En el lugar del hecho no se halló ningún elemento que permita orientar la investigación. El vehículo del muerto fue hallado cerca de la estación San Martín del ferrocarril Mitre. El (o los) posibles autores del hecho se llevaron el teléfono móvil y las llaves, amén de otras pertenencias y documentos. Los días venideros tal vez arrojen alguna luz sobre este enmarañado suceso». Doblé el diario y cerré los ojos.

(viernes santo,  10 de abril, por la noche en mi casa madrileña)
Han pasado dos meses desde que ocurrieron los hechos narrados en este diario. Es indudable que una razón debe explicar y justificar las causas de ese juicio sumario en un descampado de San Martín. No quiero entrar en un debate moral: el condenado a muerte fue uno de los asesinos que entre 1973 y 1983 formó parte de los escuadrones de la muerte. Por supuesto, en este caso particular tuve un motivo personal y doloroso que nunca va a cicatrizarse.

“Fue una tarde, como fueron otras tardes, el martes 22 de septiembre del año 1977”, recordé. Íbamos a encontrarnos en aquel bar de dos entradas. Llegué con Estela, mi mano sobre el hombro de la muchacha vestida con la blusa blanca, los vaqueros cortos, el cabello flameando entre la brisa húmeda, y los pechos erguidos, como un reto juguetón que desafiaba el deseo vidrioso y sensual de los caminantes. Sentados alrededor de una mesa estaban mi hermano Fermín, otros dos compañeros y el nuevo tipo que habían incorporado al grupo. Le pedí a Estela que entrara al bar mientras yo iba a buscar a Pelusa. Nos besamos en un rapto de no saber cómo, cuándo, porqué. La ví entrar, y mientras se iba alejando me sentí como atrapado en un pozo sin aire. Me angustió enormemente.
Me encaminé hacia las sombras y a las dos cuadras vi a Pelusa, que me estaba esperando. Nos dirigimos hacia el bar comentando pavadas. Ahí fue cuando escuchamos los aullidos, los disparos, las corridas, el miedo y la sangre alborotando la maldita esquina. Pelusa y yo, confundidos con los curiosos, nos fuimos yendo. Impotentes, vimos cómo baleaban a Fermín, capturaban a Estela y a otros compañeros, luego desaparecidos. Entre los integrantes de la patota advertimos, pese a la confusión, la figura cuyos lentes resguardaban unos ojos miopes, torvos y crueles que nunca  podríamos olvidar. Pegado al tipo ese advertí al nuevo “cumpa” que mandó la “orga”. Sentí que todo se me desmoronaba. “Fue una tarde, como fueron otras tardes”.
Una tragedia más entre tantas otras que ocurrieron en la década sangrienta. Nunca me resigné a la muerte de mi hermano, la de Estela y la de muchos otros jóvenes que no conocí y que cayeron en celadas semejantes. Nunca perdoné a los irresponsables que, con frenesí banal y exitista, reclutaban a tiras enviados a perforar la orga y delatar a la gente.
Solitario, descreído de la dirección, prófugo, de cuclillas en la clandestinidad, me perdí en la incógnita del exilio prometiéndome volver algún día. Volver y cerrar el capítulo ·
                           
        Euzkadi Baztarrica * Madrid, Viernes Santo, 10 de abril de 1998

Post Scriptum: Paseando con Ana por los cautivantes barrios madrileños, en esos inestables días de mayo de este 1998, una tarde me topé en el vecindario de Fuencarral con un viejo y querido amigo: Euzkadi Baztarrica. Luego de la alegría y atento a su conmovedor soliloquio, recorrimos juntos la larga marcha por los pasillos de la memoria. La triste memoria de una década que nos ha dejado heridas sin cerrar. El Vasco me prometió su “Diario de viaje a Buenos Aires”. Antes de que regresáramos, Euzkadi me entregó las notas pidiéndome que escribiera un relato, si es que el material me parecía adecuado e interesante. Lo leí atentamente y lo asumí como un deber. Respeté, en lo posible, los hechos de acuerdo a la versión que me entregó. En aquel diálogo que tuvimos en Madrid, el Vasco señaló algo que no olvidé: “¿Porqué a más de cincuenta años de terminada la segunda guerra buscan, atrapan y juzgan a los ex nazis, a los colaboracionistas franceses, a los «ustachis»? ¿Qué diferencia hay entre Hitler, Eichman, Papen, y fieras como Astiz, el tigre Acosta, Videla o Massera?”  Yo aduje que Alfonsín y Menem les tiraron la cuerda del perdón y la aministía. Entonces me dijo esa frase que me dejó pensando: “ ¿Y quién determinó qué justicia debe juzgarlos, condenarlos y ajusticiarlos? ¿Nosotros quedamos al margen? Fuimos los torturados, los muertos, los desaparecidos. los hijos que se quedaron sin sus padres y los padres que perdieron a sus hijos. ¿De qué ética y justicia me hablan, de cuáles escrúpulos?  ¿Qué justicia, qué etica, qué escrúpulos tuvieron esos asesinos que todavía están entre nosotros? ”. Contemplé esos ojos cansados, de a ratos tristes, testigos de los actos de barbarie cometidos por los militares, rufianes de la patria. Luego nos abrazamos conmovidos. Como dos sobrevivientes que no olvidan. (A.A.)

              por la copia, Andrés Aldao * junio 5, 1998

8 comentarios:

  1. Lo he leído varias veces. Luego de las primeras, no podía dormir. Y luego he logrado descubrir que la miuerte de los genocidas -despuès de largas vidas y libres - creo que se encontrarán con un tribunal mucho más severo . Nosotros apostamos todavía a la justicia del dolor y al no olvido, "montaña empinada que nos deja no sólo las manos espinadas."

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  2. Gracias Poeta, si permíteme Andrés , la poesía es síntesis, es tranformacion del horror en una vivencia estética. es cantar al dolor para recordar que , aun, estamos vivos.
    Yo también,mi abrazo conmovido.amelia

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  3. Te agradezco la publicación, por la memoria, por la personas, por el no olvido, pero me es dificilísimo escribir comentarios. Abrazo. Mercedes Sáenz

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  4. Andrés...los idus son el pasado presente. Pero en tu diario de viaje son y serán, lectura de siempre.
    Celmiro Koryto

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  5. cronología que me ha dejado sin voz, por lo real, por lo vivido, por el dolor latente, por la memoria merecida y el recuerdo de los que no están y mi abrazo a los que lucharon y han podido permanecer de pie. susana zazzetti.

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  6. De a poco, gracias a comentarios como el suyo, el pasado se quita la máscara. Soy joven y he leído muchas mentiras. Gracias por su verdad. Rebeca Sbezzi- Córdoba.

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  7. Querido Andrés: doloroso relato, necesario para recordar y reconocer a quienes bien llamás "rufianes de la patria" que permanecen aún entre nosotros. Fabiana

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  8. El recuerdo me tumbó el equilibrio dice en algún momento el relato. Y yo agregaría que suele ser de por vida, porque no se puede olvidar, porque arde y no cesa en las entrañas y como dice Celmiro, en tu diario son y serán las lecturas de siempre. Es difícil pronunciarse,qué decir cuando las cartas están todas sobre la mesa.Simplemente,que no debe perderse la memoria.

    Lily Chavez

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