jueves, 22 de julio de 2010

JACK KEROUAC
EN EL CAMINO Fragmento
Nació en Lowell (Massachusetts) en 1922, estudió en escuelas católicas y posteriormente en la Universidad de Columbia. Más tarde se enroló en la marina mercante y se dedicó a recorrer los Estados Unidos. Influenciado por las lecturas de London, Hemingway, Saroyan, Wolfe y Joyce, publicó su primera novela, La ciudad y el campo, en 1950, convirtiéndose en uno de los patriarcas de la generación beat, junto a Burroughs y Ginsberg. Entre sus obras más importantes están: El ángel subterráneo (1958), Doctor Sax (1959), Big Sur (1962), Visiones de Cody (1963). En el camino (1957) es la historia de una aventura moral, de una experiencia mística y de un largo vagabundear por los Estados Unidos, con un fuerte contenido autobiográfico.
El mes de julio de 1947, tras haber ahorrado unos cincuenta dólares de mi pensión de veterano, estaba preparado para irme a la Costa Oeste. Mi amigo Remi Boncoeur me había escrito una carta desde San Francisco diciéndome que fuera y me embarcara con él en un barco que iba a dar la vuelta al mundo. Juraba que me conseguiría un trabajo en la sala de máquinas. Le contesté y le dije que me contentaba con un viejo carguero siempre que me permitiera realizar largos viajes por el Pacífico y regresar con dinero suficiente para mantenerme en casa de mi tía mientras terminaba mi libro. Me dijo que tenía una cabaña en Mili City y que yo tendría todo el tiempo del mundo para escribir mientras preparábamos todo el lío de papeles que necesitábamos para embarcar. Él vivía con una chica que se llamaba Lee Ann; decía que era una cocinera maravillosa y que todo funcionaría. Remi era un viejo amigo del colegio, un francés que se había criado en París y un tipo auténticamente loco... no sabía lo loco que estaba todavía. Esperaba mi llegada en diez días. Mi tía estaba totalmente de acuerdo con mi viaje al Oeste; decía que me sentaría bien; había trabajado intensamente todo el invierno sin salir de casa casi nada; ni siquiera se quejó cuando le dije que tendría que hacer algo de autostop. Lo único que quería era que volviera entero. Así que, dejando la gruesa mitad de mi manuscrito encima de la mesa de trabajo, y plegando por última vez mis cómodas sábanas caseras, una mañana partí con mi saco de lona en el que había metido unas cuantas cosas fundamentales y me dirigí hacia el Océano Pacífico con cincuenta dólares en el bolsillo.
Había estado estudiando mapas de los Estados Unidos en Paterson durante meses, incluso leyendo libros sobre los pioneros y saboreando nombres como Platte y Cimarrón y otros, y en el mapa de carreteras había una línea larga que se llamaba Ruta 6 y llevaba desde la misma punta del Cabo Cod directamente a Ely, Nevada, y allí caía bajando hasta Los Angeles. Sólo tenía que mantenerme en la 6 todo el camino hasta Ely, me dije, y me puse en marcha tranquilamente. Para llegar a la 6 tenía que subir hasta el Monte del Oso. Lleno de sueños de lo que iba a hacer en Chicago, en Denver, y por fin en San Francisco, cogí el metro en la Séptima Avenida hasta final de línea en la Calle 243, y allí cogí un tranvía hasta Yonkers; en el centro de Yonkers cambié a otro tranvía que se dirigía a las afueras y llegué a los límites de la ciudad en la orilla oriental del Río Hudson. Si tiras una rosa al Río Hudson en sus misteriosas fuentes de los Adirondacks, podemos pensar en todos los sitios por los que pasará en su camino hasta el mar... imagínese ese maravilloso valle del Hudson. Empecé a hacer autostop. En cinco veces dispersas llegué hasta el deseado puente del Monte del Oso, donde la Ruta 6 traza un arco desde Nueva Inglaterra. Empezó a llover a mares en cuanto me dejaron allí. Era un sitio montañoso. La Ruta 6 cruzaba el río, torcía y trazaba un círculo, y desaparecía en la espesura. Además de no haber tráfico, la lluvia caía a cántaros y no había ningún sitio donde protegerme. Tuve que correr bajo unos pinos para taparme; no sirvió de nada; me puse a gritar y maldecir y golpearme la cabeza por haber sido tan idiota. Estaba a sesenta y cinco kilómetros al norte de Nueva York; todo el camino había estado preocupado por eso: el gran día de estreno sólo me había desplazado hacia el Norte en lugar de hacia el ansiado Oeste. Ahora estaba colgado en mi extremo Norte. Corrí medio kilómetro hasta una estación de servicio de hermoso estilo inglés que estaba abandonada y me metí bajo los aleros que chorreaban. Allí arriba, sobre mi cabeza, el enorme y peludo Monte del Oso soltaba rayos y truenos que me hacían temer a Dios. Todo lo que veía era árboles a través de la niebla y una lúgubre espesura que se alzaba hasta los cielos.
-¿Qué coño estoy haciendo aquí? —grité y pensé en Chicago—. Ahora estarán allí pasándoselo muy bien haciendo de todo y yo estoy aquí... ¡Quiero llegar ya!
Seguí con cosas así hasta que por fin se detuvo un coche en la vacía estación de servicio; el hombre y las dos mujeres que lo ocupaban querían consultar un mapa. Me puse delante gesticulando bajo la lluvia; hablaron entre sí; yo parecía un maníaco, claro, con el pelo todo mojado, los zapatos empapados. Mis zapatos, soy un maldito idiota, eran huaraches mexicanos, de suela de esparto, lo menos adecuado para una noche lluviosa en América y la dura noche en la carretera. Pero me dejaron entrar y volvimos a Newburgh, cosa que acepté como alternativa preferible a quedar atrapado en la espesura del Monte del Oso toda la noche.
—Además —dijo el hombre—, casi no circula nadie por la 6. Si quiere ir a Chicago lo mejor es que coja el Túnel Holland en Nueva York y se dirija a Pittsburg.
Me di cuenta que tenía razón. Era mi sueño que se jodía, aquella estúpida idea de junto al hogar de que sería maravilloso seguir una gran línea roja que atravesaba América en lugar de probar por distintas carreteras y rutas.
En Newburgh había dejado de llover. Bajé caminando hasta el rio y tuve que volver a Nueva York en un autobús con un grupo de maestros de escuela que regresaban de pasar un fin de semana en las montañas. Bla, bla, bla y yo soltando tacos por todo el tiempo y el dinero que había malgastado, y diciéndome que quería ir al Oeste y aquí estaba tras pasar el día entero y parte de la noche subiendo y bajando, hacia el Norte y hacía el Sur, como si fuera algo que no podía empezar a hacer. Y me prometí estar en Chicago al día siguiente, y para estar seguro de ello cogí un autobús hasta Chicago, gastando gran parte de mi dinero, y no me importó para nada, sólo quería estar en Chicago al día siguiente...


3 comentarios:

  1. Gente perdida en el caos de una vida sin metas claras, escritura que te encierra en habitaciones sin aire y te obliga a subir al primer ómnibus para tratar de escapar. Buenísimo. Ester Mann

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  2. Primero permitan que diga ¡qué lindo el autor!. Y luego opino como la señora Mann, muy consistente su trabajo e inquietante. Un abrazo a los integrantes de la revista.

    Andrea Casas

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  3. Un clásico de la literatura norteamericana, Dean Moriarty el personaje drogón y demente no es otro que Neal Cassady un escritor de un solo libro al que Bukowski le dedica unas páginas en su libro Escritos de un viejo indecente. Sal Paradise, el narrador, es Keourac. Creo recordar que de éste derrotero surgieron hechos aún hoy no aclarados, Carlos Arturo Trinelli

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