lunes, 3 de mayo de 2010

ANGÉLICA GORODISCHER

THOUGHTS (2003)

Descubrimiento Del Fuego

Fue a buscar a su vecina para contarle lo que le había pasado. Esperaba que estuviera. Que no hubiera ido al supermercado, o al centro, o a una reunion de madres en la escuela. Que estuviera, que le abriera la puerta y le brillaran los ojos y le dijera hola y la convidara con un café. Cruzó el jardín delantero y miró por la ventana del living. Los vidrios reverberaban con el sol, no se veía nada. Alcanzó a distinguir el sofa, la puerta del fondo y una mancha rosa que podía ser un pañuelo para el cuello, flores, la tapa de una revista. No se oían pasos, ni voces, ni la radio. Puso las dos manos como embudo entre sus ojos y la ventana y así pudo ver mejor, soleado y solo, ese living al que conocía tanto como al de su propia casa. Bajó las manos, se alisó la pollera y se arregló el pelo.
-Hola, llegaste justo, pasá, pasá, estaba por tomarme un café.
Qué suerte estar acá, pensó, tener adonde ir, un lugar sólido y fijo, no como el de esos sueños en los que se balancea una en la punta de un mástil: mira para abajo y la punta del mástil, muy muy lejos, está apoyada en el asiento de un auto sin capota como el que usan los presidentes y los reyes, que se mueve en medio de un desfile manejado por un desconocido. A veces es peor, a veces no maneja nadie y ella es la que tiene el volante allá arriba. Pero la cocina no se mueve, es toda blanca, con cortinas blancas en las ventanas y mantelitos de cuadros verdes y blancos sobre la mesa blanca. Ella está sentada en una silla blanca que tiene un almohadón verde y la vecina desenchufa la cafetera y saca dos tazas del anaquel.
-Te ayudo.
-Pero no, si ya está, cómo podés tomar el café sin azúcar, es tan amargo, yo no puedo, querés un poquito de leche.
-No, así está bien, gracias, qué rico café.
-Se me está terminando, suerte que me hiciste acordar, tengo que agregarlo a la lista, esperá, es que si no parece mentira pero me olvido, ya está qué bien viene un momento de tranquilidad, qué te pasa, ¿tenés frío?
-No, no, un escalofrío pero ya se me pasó.
-Es que con este tiempo, yo no sé, no termina de hacer calor pero frío, lo que se dice frío, tampoco hace.
-No sabés qué ponerte.
-Eso, siempre descubrís que debiste haberte puesto otra cosa
-O andás por la calle poniéndote y sacándote el abrigo.
-Ah, pero yo prefiero esto y no el invierno, te digo la verdad.
-No sé, ¿eh?, no sé. Claro que vos tenés chicos y con los chicos en invierno, la ropa y todo eso, los sweaters y las medias de lana, es un lío.
-Y más a la edad que tienen los míos, si vieras los dos varones, a cual peor.
Por qué no le contaba, por qué no le decía, qué hacía ahí en la cocina blanca hablando pavadas, por favor. Quería contárselo. Ahora, tenía que ser ahora mismo, antes de que alguien tocara el timbre, antes de que volvieran los chicos del colegio, no, no iban a volver si todavía era temprano. Antes de que fuera tarde, no en el tiempo, ni siquiera en la rnañana, sino para ella. Antes de que no quisiera ya contárselo a nadie.
-¿Más café?
-Bueno, sí, gracias.
Antes de empezar a tomar esa otra taza de café: el chorro oscuro y brillante va de la cafetera a la taza, las comunica, hace de las dos una sola cosa. Si ella fuera un gato creería que eso es sólido y estiraría la pata para atraparlo y morderlo. Se quemaría y aprendería: andaría rengueando unos días, buscando el piso frío de la cocina para apoyar la mano quemada. Pero hay gatos que juegan con el chorro de agua, se suben al lavatorio o a la pileta de la cocina e intentan agarrar el agua. O no lo intentan, saben, cómo no van a saber, saben que no lo puede agarrar pero juegan.
-Ay, Silvia, pero eso es espantoso.
-Sí -dijo ella .
-Qué vas a hacer ahora.
-No sé.
-Dios mío, Dios mío, es que no lo puedo creer, ustedes parecían tan felices, un matrimonio tan, tan, estaban tan contentos juntos, no sé, tan bien avenidos.
-Ah, sí, pero me dijo que está harto, que no quiere saber nada más, que la rutina lo está matando. A mí la rutina me gusta, ¿a vos no?, a mí sí, siento placer en hacer todos los días las mismas cosas a la misma hora. Las manos parece que ya saben, que se te van solas, los objetos cantan, la loza sobre todo, y el cobre, y los relojes, ya al empezar sabés cómo va a quedar todo porque lo hacés siempre. Los días son suaves así.
-Sí, pero hay gente que no aguanta eso.
-¿Vos querés decir que sueñan con embarcarse en un velero misterioso de bandera desconocida y tripulación patibularia para ir a correr aventuras en los mares del sur? ¿O con pasar una noche en una casa encantada llena de chirridos y de muricélagos y de ojos que se mueven detrás de los ojos vacíos de los retratos? ¿O con enrolarse en la Legión Extranjera?
-No, ay no, Silvia, no sé de qué me río, disculpame pero es que por un momento pensé en Marcelo, siempre tan cuidadoso, sudando en el Sahara, era en el Sahara, ¿no?, eso de la Legión Extranjera.
-Sí, creo que sí, en todo caso era en un desierto.
-Pero no creo que él piense en esas cosas. Lo que querrá, a lo mejor, será que de vez en cuando hagas algo inesperado, que le des una sorpresa.
-¿Recibirlo vestida de buzo, por ejemplo?
-Ay, Silvia, no sé cómo podés hacer chistes en este momento. Y me hacés reír a mi, para colmo.
-No veo por qué no te vas a reír.
Se miraron las dos antes de la risa y se rieron al mismo tiempo y la cocina se llenó de carcajadas, la cocina tan blanca, una ventana abierta, que si alguien hubiera pasado hubiera pensado cómo se divierten esas chicas, porque deben ser dos chicas, dos chicas muy jóvenes, solamente cuando se es muy joven puede uno reírse así, seguro que están hablando de algún pretendiente medio ridículo que una de ellas tiene y al que alguna maldad le deben haber hecho, pobre muchacho. Y hubiera seguido caminando, qulzá sonriendo: cómo se divierten esas chicas en esa casa, qué felices.
-Es que no es para reírse -dijo Gabriela.
-No, ya sé que no. Una no se ríe en un velorio, ni en misa, ni cuando la vecina viene y le cuenta que el marido acaba de abandonarla.
-¿Estás?, digo, ¿cómo te sentís?, ¿estás muy triste?
-No. No siento nada.
-¡Cómo, nada!
-No, nada, te digo. Mientras él me lo decía yo lo miraba y no sentía nada. Le miraba el lunar ése que tiene acá en el cuello y pensaba que nunca se lo había hecho sacar aunque siempre decía que se lo iba a hacer sacar, sobre todo los sábados que se afeitaba con más cuidado, creo que le daba miedo ei bisturí eléctrico que debe ser como un pinchazo con una quemadura todo junto, me imagino, y nunca se lo hizo sacar. También pensaba que si alguna vez se decidía e iba a lo del dermatólogo para que se lo sacara, no iba a ir conmigo. Y pensé que no le iba a planchar más las camisas. Eso me dio un poco de pena pero se me pasó enseguida porque me acordé del pomo de pintura amarilla.
-¿Te acordaste de qué?
-Ay, no grites, no dije ningún disparate, ¿no?
-Claro que dijiste un disparate, qué tiene que ver el pomo de pintura amarilla, ¿qué pomo de pintura amarilla?, ¿se puede saber de qué estás hablando? ¿Querés más café?
-Sí, sí, me hace falta más café. Lo que pasa es que a Marcelo nunca le gustó el color amarillo.
-Y qué tiene. A mí el amarillo no me va ni me viene, pero si es por eso creo que a Javier tampoco le gusta.
-Pero Javier no te dijo esta mañana que estaba harto y que se iba.
-Ah, no, eso no, claro.
-En cambio Marcelo sí me lo dijo a mí y mientras me lo decía pensé en lo de las camisas que ya no le iba a planchar y un poco de pena me dio, entonces me acordé del pomo de la pintura que a él no le gustaba, mejor dicho me acordé del regalo que le hizo la madre a Marita cuando ella empezó a ir al taller de pintura y que después vino y me dejó antes de irse a España y que yo guardé con los libros de arte y el rollo de posters que también me dejó, en la parte de arriba del placard del pasillo.
-Qué regalo.
-Pinturas y pinceles, latas de aguarrás, paleta, unos trapos blancos doblados muy prolijos, telas en bastidores, un paquete grande así, lo hicimos entre las dos. Así que cuando Marcelo terminó de decirme todo eso que me dijo, yo todavía estaba pensando en las pinturas. Después se fue.
-Y vos qué hiciste.
-Fui y saqué el paquete de la parte de arriba del placard.
-¿Qué hiciste?
-Saqué el paquete, ¿no te digo? Me dio un trabajo bárbaro porque era muy grande y muy pesado. Y más trabajo sacarle el papel y desparramar todo.
-Pero para qué lo sacaste.
-Quería ver lo que habíamos puesto adentro, ver si me servía para pintar.
-¿Y te servía?
-Claro. Primero tendí la cama. Cambié las sábanas ¿te dije?, no es día de cambiar las sábanas, yo las cambio los lunes y los viernes, pero hoy las cambié, puse ésas tipo Liberty que compramos en Brasil, ¿te acordás cuando volvimos y te las mostré?, y ventilé el dormitorio; después llevé las telas y las pinturas y los pinceles al otro cuarto y los puse en la mesa grande y me puse a pintar. ¿Sabés lo que pinté?
-No, cómo voy a saber.
-Pinté un campo sembrado, con las plantitas ya un poco altas. A mí el campo siempre me gusto. ¿A vos no te gustaría vivir en el campo?
-¿A mí? No sé, creo que no. Me aburriría. Creo que me pondría triste, sobre todo por las tardes.
-Sí, yo también, pero de todos modos me gustaría así que lo pinté. Pinté un campo sembrado como el que se verla desde la ventana del comedor si yo viviera en el campo. No me salió muy bien porque no sé pintar, no había pintado nunca nada, pero me gusta; cuando lo terminé y lo mire, me gustó.
-Sí, tenés razón, una tendría que poder pintar lo que quiere, aunque no le salga bien.
-Claro, es mucho mejor que soñar que una está en la punta de un mástil y que el mástil se mueve.
-¿Vos soñás eso?
-A veces.
Se había terminado el café. Miraron la cafetera las dos, sin decirse nada. El sol seguía entrando por la ventana del living. En el cuadro las plantitas se movían, ondulaban bajo el aire de la mañana y había olor a salvia y a agua y ruidos en la tierra de pequeños animales que se deslizan entre las raíces y gritos muy lejos y las ruedas de un carro sobre la huella endurecida del camino y el runrún de la seda de las flores doradas y los plumeros de los cardos, esperando. Por la ventana de la cocina blanca la cortina blanca colaba la luz del jardín. En el otro jardín zumbaba un molinete regador. Nadie pasaba a esa hora por la vereda. A nadie le hubiera llamado la atención el silencio. Inclinada sobre la mesa blanca Silvia se puso a llorar despacito

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