domingo, 9 de mayo de 2010

ISABEL ALI

MUJER 1
Era una gran mujer

Llovía desde la madrugada. El sonido del agua cayendo a mares sobre el techo, como si el cielo se hubiera rajado al medio, estremecía. Dentro, el calor era una presencia neta, una medusa desparramando sus membranas y buceando entre el humillo de las velas y el olor de los crisantemos. Docenas de velas, cientos de crisantemos interrumpidos cada tanto por la mota púrpura de algún menoscabado gladiolo o por la originalidad de una exótica orquídea apresada en una caja transparente. Círculos de flores tajeados diagonalmente por cintas con dedicatorias, reposaban contra las paredes. Resaltaban dos cruces de rosas blancas entrelazadas con helechos leves como plumas. ¿Cruces?
—¿No era atea? —pregunté al hombre que me seguía en la hilera de deudos rumbo al viudo.
—No… creo que no. Bueno, tal vez… No estoy seguro —balbuceó forzando la memoria, sin hallar una imagen a la que asirse para darme respuesta— pero era una gran mujer.
—¡Oh, sí! —musité para dejarlo contento. Aunque pensé que una gran mujer no era lo mismo que una buena católica. ¿Habrá querido decir mujer “buena”? No. Yo sabía que no lo había sido.
Algunos se tardaban más que otros ante el viudo. Le asían las manos, le decían alguna frase consoladora. Tenía los párpados inflamados y enrojecidos, gimoteaba apenas entre abrazo y abrazo, conteniendo cataratas de llanto que hubieran rodado por sus pómulos con el mismo empeño con que la lluvia golpeaba sobre las ventanas. Su voz agotada enhebraba agradecimientos a las condolencias que le brindaban los que conocieron a su esposa, asentía con la cabeza cada tanto, fruncía los labios y elevaba la nariz para dar un respingo profundo antes de volver a ahondar en la autocompasión. Eran muchos… aún me faltaban unas treinta personas para llegar a dar mi pésame.
Suele ocurrir con la gente rica. En vida están rodeados de una caterva de aduladores y pedigüeños y, en la muerte, son escoltados por todos y cada uno de los que les deben un favor o una moneda. De pronto nadie comprende que al muerto no le fueran suficientes su fortuna y su buen nombre para ser candidato a la inmortalidad. De pronto es un cadáver como cualquier otro, con vestidos más o menos lujosos, con anillos enjoyándole los dedos y posesiones que, ni a empujones, podrán meterle en el féretro. Pero eso no lo hace diferente. Es ni más ni menos que eso, un trozo de carne que no respira ni late, que, aunque todavía no apeste, ya ha emprendido el proceso de biodegradación propio de la vida en el santiamén en que nació a este mundo, y el propio de la muerte en el segundo en que pisó el umbral del otro. En esos instantes un muerto es cualquier muerto, es el muerto de todos, es uno mismo, es un símbolo de que hay algo más poderoso e indócil que nos vencerá, que nos domina, que nos arrastra desde el pedestal, o desde el arrabal, en el que estemos y que, aunque nos aferremos con uñas y dientes, nos abatirá. La muerte siempre es desoladora.
          Iba pensando una por una las frases que dejaría en los oídos del viudo, armando mi discurso y desechándolo, y volviéndolo a montar, y volviéndolo a descartar una vez por infantil, otra vez por críptico, luego por cruel o por excesivamente místico. No hallaba dentro de mi corazón una  palabra que, a la vez, fuera alentadora y paliativa para ambos, que dijera poco e insinuara mucho. Contrariamente a lo que había pensado tiempo atrás, cuando fantaseaba con este momento creyéndolo un hito de liberación, no sentía alivio. No oía ruido de cadenas rotas, o de remembranzas pisoteadas quebrándose como pequeñas copas de cristal estrelladas contra el suelo, o gritos de victoria y hurras celebrados por arcángeles justicieros en tanto descerrajaban los portones del infierno para dar acceso al alma que habitaría el postrero subsuelo, allí donde arde el fuego de la venganza y el rechinar de dientes pone los pelos de punta las veinticuatro horas de cada jornada de toda la eternidad. Tal vez, aún no era hora y  la justicia se permitía un intervalo prudencial con que darle a las almas mugrosas y raídas una chance de presentarse al juicio con la cara lavada y los harapos zurcidos. No había muchas posibilidades de que mis fantasías se hicieran realidad: tenía la certeza que ella era atea y, por tanto, el crisol de los católicos no podía ni cosquillearla; y también yo lo era, aunque hubiese albergado la esperanza y sostenido la entelequia desde que contaba con menos de una decena de años, siempre supe que nadie me resarciría.
          ¿O ella lo había hecho? ¿Ella me había pagado? ¿Me había comprado?  Quizás… había enmendado cada goce de su piel sobre mi cuerpo, cubriéndome con las costosas ropas con que me vistió, y había limpiado mi lengua del ácido sabor de su lujuria, pagando escuelas que me enseñaran lo que sé. ¿Quién había remunerado a quién por los servicios prestados? Dicho -o pensado- así sonaba brusco… pero también era cierto, y era justo poner en su haber que yo había callado, ¿y, por ende, consentido? Con el silencio de quien no tiene adónde ir, de quien no sabe qué será de su presente o de su futuro, de quien al principio teme y luego se acostumbra, se convence de que lo que le tocó en vida es su destino y no tiene escapatoria. ¿Estaba excusándome? ¿Estaba tendiendo, sobre las decisiones tomadas durante un lustro de mi vida, un manto de misericordia? No… estaba sangrando por la herida. Sangrando como sangraría un perro luego de ser mordido a dentelladas limpias por su dueño: sin odio, sin ladridos iracundos, con la confianza hecha trizas y aullidos mudos que se ahogan sin socorro.
          —¡Qué manera de llover! –susurré.
          —Sí… —murmuró el hombre que me seguía en la fila de deudos— afuera es un lodazal… con suerte escampe antes del entierro.
          Su voz sonaba como un trino diluido en la distancia. Por primera vez lo observé con atención: el luto de rigor adelgazaba su figura opaca y parecía prolongar su nariz rapaz entre los ojos redondos y menudos como los de un pingüino.  Miré en torno y todos me parecieron bípedos emplumados, encerrados en sus armaduras negras, ceñidos los cuellos sobrios, asomando sus picos puntiagudos en sonrisas puestas del revés y entornando sus párpados para huir de la muerte que danzaba sobre nuestras cabezas al ritmo del violento diluvio que no cejaba. Junto al ataúd, un par de cotorras con tules lóbregos sobre la frente, piaban letanías de llorona y sobaban las manos pasmadas de la muerta como si aspiraran a restituirle un atisbo de calor humano, un rubor que escalara desde los dedos helados hasta las mejillas macilentas y cerúleas. Toda una corte de pájaros con las alas chorreadas de piedad.
          —Fue casi una madre para usted, ¿verdad? — gorjeó el hombre que me seguía en la línea de deudos.
          —No tanto —me defendí.
          —Pero se hizo cargo de su crianza cuando usted no tenía a nadie…
          —Sí… Eso, sí… —alegué en su favor— pero, de ahí a que haya sido una madre, hay un trecho.
          —Comprendo —concluyó.
          No. No comprendía. No podían comprender, ni él ni nadie, que una madre es otra cosa. Una madre es amparo, es vigilia, es amor sin condiciones. Ella… Si pensaba en palabras que me la describieran de pies a cabeza, tal y como había sido, no hubiese considerado amparo, vigilia y amor sin condiciones. Hubiese rumiado abuso y… abuso y ninguna otra.
          Restaba muy poco para dar mi pésame, estaba a unos pasos. Podía oír las expresiones de los que ocupaban puestos antes de mí. Podía intuir sus rostros compungidos mientras palmeaban la espalda del viudo. Ya faltaba un ápice para salirme del circo y cerrar el capítulo y marchar de retorno a la vida que, lejos de ellos, de mi casi madre -ahora muerta-  y su marido, había reconstruido resolviendo olvidar. Olvidar, no perdonar. Si olvidar de por sí es difícil, perdonar es imposible. Ya lo tenía frente a mí: sus ojos ante los míos, su boca marchita y cómplice enfrentada a la mía, que bullía deseosa de disparar un proyectil incendiario… ¿Se lo diría? ¿Le gritaría de boca en jarro que habían sido, él un infame encubridor, y ella una envenenada sanguijuela? Busqué el discurso, que venía pergeñando desde que franqueé el umbral del velatorio, y no lo encontré. Se me había disuelto en algún escaño de mis líquidas cavilaciones.
          Contemplé sus ojos viejos, celados por un telón de dolor genuino. Rogué que me diera un pretexto: una mueca, una penumbra que cruzara sus pupilas azuzándome a dar el alarido que me apuñalaba la garganta desde mi niñez… No lo hizo. Una lágrima rodó por su rostro árido y, alzando su mano hasta apoyarla en mi hombro, rasgó el silencio que se tendía entre ambos como una muralla:
          —Estaba muy orgullosa de ti. Te quería como a una hija.
          Tragué mi resentimiento y lo abracé sin ironía. Me sentí aliviada y lloré, sí, lloré… por mí, no por ella.
          —Lo siento tanto, tío. Era una gran mujer.

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4 comentarios:

  1. celebro esta publicación, isabel, se nota tu ausencia. como siempre, atrapás con temática y estilo. susana zazzetti.

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  2. Hermoso tu cuento Isa, aunque triste para la mujer que fue atotmentada por el abuso. Mis felicitaciones como siempre. Muy bien narrado. Un abrazo. Neli ♣

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  3. siempre la narración pulcra y la idea que apresa al lector.
    Celmiro Koryto

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  4. Estás entre los grandes...¡como debe ser!
    Un abrazo,
    Encarna

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