XAFIER LEIB’S - Metro
Uno de los mayores problemas que debe enfrentar el servicio de subterráneos parisino es la enorme cantidad de personas que intentan ingresar en los vagones luego de haber sonado la señal de cierre de puertas. El parisino, apurado por definición al igual que todo habitante de una gran ciudad, intentará colarse con relativa agilidad en la rendija decreciente que se forma entre las dos puertas, apelando a veces a la solidaridad de otros pasajeros que las sostienen para que finalmente pueda introducir su cuerpo en el vagón.
La empresa que explota el servicio ha intentado disuadir a la gente mediante impresionantes campañas de prevención, pero sin mucho éxito. Si bien la frecuencia de los trenes suele ser sumamente elevada, la gente sigue sintiendo la necesidad de correr y arriesgar la vida para atrapar el tren, como si se tratara de una cuestión de honor y no solamente de horario.
Después de varios estudios y análisis sobre el tema se decidió tomar medidas extremas para luchar contra dicho fenómeno. Apelando a la prestigiosa experiencia histórica popular se instalaron unas filosas cuchillas sobre los bordes internos de las puertas, homenajeando así al glorioso pasado colectivo de la revolución y su célebre guillotina.
A pesar de las publicidades preventivas que se transmitían a toda hora y en todos los medios de comunicación, los usuarios seguían obstinados en colarse a último momento, corriendo el riesgo de ser desmembrados por las nuevas puertas cortantes. Y efectivamente cientos de personas se vieron afectadas por dicho dispositivo en las primeras semanas de su puesta en marcha. Sobre los pisos de los vagones y los andenes se acumularon brazos, piernas, mitades de cuerpos que eran inmediatamente recogidos por los eficaces servicios de limpieza que habían sido formados y equipados con productos especiales para dicha tarea. En cada coche se instaló una célula de emergencia para brindar primeros auxilios a los heridos antes de que fueran enviados al hospital más cercano.
Si bien al principio la gente se mostraba algo reacia a estas escenas sangrientas cotidianas, al cabo de unas semanas todo el mundo volvió a su apatía mirando para otro lado, jugando con el teléfono celular o leyendo algún artículo en los diferentes diarios de distribución gratuita que uno puede recoger en casi todas las estaciones de la extensa red subterránea de la ciudad. La rutina volvió a instalarse, la gente siguió corriendo para atrapar el tren y las puertas cercenaban cuerpos día y noche.
Pero no hay mal que por bien no venga, dice el viejo refrán. Muchos se sirvieron de las afiladas puertas para cortar documentos, productos alimenticios de diferente índole o algún hilito que sobresalía del pulóver o de las zapatillas. Más de uno aprovechó el dispositivo para separarse bruscamente de una novia excesivamente absorbente o para hacerle una broma pesada a algún colega del trabajo que se bajaba una estación antes.
De más está mencionar los retrasos que todas estas nuevas actividades ocasionaron en el servicio de transporte. La gente elegía cada vez menos el Metro para desplazarse; había que esperar que se terminara de realizar los cortes, que los servicios de limpieza despejaran los andenes y solía suceder que una vez cerradas las puertas alguien tiraba la palanca de apertura manual para hacer un último corte antes de partir.
Finalmente se decidió que los trenes dejarían de circular y se quedarían detenidos en las estaciones enteramente dedicados a la realización de los cortes. Se instalaron ranuras especiales para introducir monedas y todos los empleados cuyas tareas no eran necesarias, como fue el ejemplo de los conductores, fueron licenciados por tiempo indeterminado.
Rápidamente la situación del tránsito en la ciudad empeoró. Todos aquellos que otrora usaban el Metro comenzaron a utilizar sus vehículos. Además aumentó considerablemente el número de buses y taxis. El gobierno decidió entonces construir una nueva red de transportes, pero como no había más lugar debajo de la ciudad decidieron crear una flota de trenes aéreos que circularían sobre puentes elevados por encima de toda la ciudad. La obra fue acabada en cinco años y los parisinos, eternamente apresurados, siguieron corriendo para ingresar a último momento en los vagones, repitiendo más o menos las mismas escenas que los más ancianos recordaban de la época de los trenes subterráneos. Esta vez la empresa, más sabia, simplemente decidió resignarse. ■
Ahora debiéramos pensar qué hacer con los túneles ya que es una picardía turística que queden en deshuso, por lo demás, todo bien, Carlos Arturo Trinelli
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