ERNESTO RAMÍREZ
Sueños Anónimos
Soñaba que era decapitado. Y resultaba tan real el sueño que llegó a sentir en la nuca la almohada empapándose con su sangre. Sin embargo la pesadilla no registraba gestos de dolor físico. Intentaba despertar pero le era imposible. Como si la cabeza aprobara esa separación minuciosa y sanguinolenta. Todo había comenzado -en el sueño- con el recuerdo de otro sueño. Uno recurrente que lo atormentara en su infancia, y no entendía muy bien cómo esa evocación infantil, había degenerado en ésta pesadilla a sus treinta años. Máxime aún porque ése, su sueño soñado en la niñez, no tenía nada en común con éste, su episodio onírico actual. En aquél aparecía una figura oscura y borrosa, de apariencia humana aunque sin rasgos precisos. Encaramada a una base cúbica y hermética se agigantaba e iba sofocándolo hasta provocarle una especie de adormecimiento e hinchazón en las extremidades. Como si estuviera bajo el efecto de un anestésico. Generalmente despertaba aturdido y excitado cuando la figura se adueñaba de la totalidad del sueño privándolo, no sólo de su legítimo espacio, si no además, de su visión de éste. Todo lo contrario de lo que le sucedía ahora, en que el sueño parecía querer que participara y registrara detallada e indefinidamente -por que incluso no se animaba a predecir si despertaría por la mañana con esa, su formal y bien peinada cabeza- el morboso desprendimiento. En el sueño de hoy no aparecían más elementos que su cabeza sobre el charco de la propia sangre y su cuello siendo cortado, lenta pero inexorablemente, por un filoso machete. No se veía sin embargo ninguna mano aferrada al cabo del machete dirigiendo la amputación, por tanto, la pesadilla era anónima. Lo que conllevaba una preocupación extra.
Quizá fuera el anonimato la única conexión entre ambas. Pero si lo era no conseguía leer los códigos que las vinculaban. Su infancia había transcurrido más o menos normalmente. Fuera de su secreta pesadilla –nunca había hablado de ella con nadie, ni siquiera con sus padres- no tuvo en su niñez mayores disgustos. Pero recién ahora, dentro de su sueño y justamente por él, tomaba consciencia de lo incógnito de aquella aparición en las noches de su infancia. Entonces, pensaba que el significado podía residir en la preocupación que le embargaba por la arriesgada profesión de su padre. De la que años más tarde, por una pierna baldada, lo jubilaran anticipadamente. Aunque era un niño percibía la tensión en el ambiente. El nerviosismo y la celeridad de sus padres por apartarlo de esas novedades descabelladas y alarmantes casi siempre acompañadas de rostros despreciables que, en algún caso, le inspiraron compasión. Pero de esto transcurrió mucho tiempo. Su interés de hoy se centraba en la actual representación onírica, la otra, la pueril, carecía ya de sentido y explicación. Era la primera vez que lo asaltaba –en realidad era la primera vez que lo hacía con esa intensidad, con tanta precisión, pero en los últimos meses venía insinuándose fugazmente algunas noches- y presentía que en gran parte respondía a cierto aire indeseable que había ganado las calles y las plazas y a una inevitable indecisión que suele invadirnos cuando se está a punto de experimentar un gran cambio, por ejemplo, modificar el status. Un hijo único y tardío además de consentido suele ser sobreprotegido y era esta situación que generaba una gran ambigüedad a la hora de discernir. Pero a todo esto la pesadilla continuaba. El machete o lo que fuera, ya que acababa de notar que la hoja era un tanto angosta, seguía hundiéndose en su pescuezo camino de la almohada. A esta altura totalmente gris -acababa de descubrir también que en el sueño su sangre no era roja sino gris- y esparciendo su humedad plúmbea a las sábanas. Y en su rostro, ahora extrañamente de rasgos más delicados y enmarcado por una súbita melena, sus ojos se abrían enormes, más que consternados por el dolor, desorbitados por el desconcierto.
Confusión por no poder asociar de manera coherente–si es que se puede aplicar dicho término a los sueños- la relación existente entre su vida actual y una decapitación, aparentemente la suya. ¿Tanto pánico le producía la decisión a tomar? ¿La superposición de trazos femeninos en su cara, significaba miedo a ver alterada su vida, a perder su espacio? ¿O quizá miedo de asumir una identidad emergente? Todo esto era tan complejo, real e irreal a la vez -cual si fuera un sueño dentro de otro sueño- que lo hacía sentirse doblemente angustiado. Intentó y logró hacer un paréntesis. Dejo su cabeza cercenada por la mitad a un costado de su onirismo y en un rincón de éste ensayó una revisión de su experiencia de adulto. Era un ciudadano normal. Con sus alegrías y tristezas. Hijo bastante común de padres jubilados, religiosos, de vida lineal y transparente. Sin sobresaltos, sin misterios, sin grandes ambiciones ni tragedias. Estudió en un colegio de pago y a punto estuvo, motivado por uno de sus profesores, de seguir el seminario. Fue cuando conoció a Laura, que acabó adueñándose de su amor por el señor. No de todo, claro, sus progenitores lo educaron para reservar y preservar siempre el amor a dios. Así, el supremo les protegería y abrazaría con su bondad y justicia infinitas. Pero Laura no era para él. Sus padres se lo advirtieron ni bien la presentó. Una chica muy dueña de si y con ideas inconsistentes y alocadas, no del todo correctas para conformar una familia donde educar hijos libres, sanos y respetuosos de dios. Por lo que la relación no duro más de un par de años cayendo por su propio peso. Cierto es que sufrió, pues la quería, pero siempre estuvo su familia para consolarlo y animarlo. En los años siguientes cayó en una estéril secuencia de relaciones sin futuro. Hasta que en su casa se encargaron de arreglar el encuentro con Alicia, la hija de un ex compañero de su padre. Una criatura equilibrada, creyente y sumamente reacia a los cambios estructurales. Una mujer por la que, a fuerza de costumbre, pudo sentir un amor sosegado al contrario de la pasión que lo ligara a Laura. Y con la que pronto iba a dar el paso que cambia radicalmente la vida de un hombre y que tanta incertidumbre le causaba. Si es que lograba despertar entero de este absurdo onírico.
Absurdo. Tal vez esta fuera la clave. Una especie de llamado de atención. El aviso de que iba a cometer una insensatez. Y que su cabeza no estaba preparada para dar tal paso, por lo que la degollación tendría como significado detenerse, no apresurarse ni perder la cabeza, no seguir adelante con la empresa. Significaba que no la amaba lo suficiente como para casarse y que llevaba varios años de noviazgo sólo por no desilusionar a sus padres. Por cumplir con los preceptos de que había sido imbuido: formar una familia, formar hijos –o sea formar nietos-, formar fieles creyentes, formar hombres firmes y honestos, formar siempre formar. ¡Pero no, no, qué le estaba pasando! La pesadilla lo hacía desvariar. Claro que la quería y deseaba casarse y traer niños al mundo que alegraran la vejez de sus padres. No podía ser eso, o por lo menos sólo eso. Además nada tenía que ver Alicia con la pesadilla de su infancia, y fue al revivir ésta que apareció la actual. Notó que el sable se detuvo. Cómo si sus dudas provocaran en la mano invisible un estado de alerta o si se tratara de dos manos antagonistas, dos fuerzas encontradas esgrimiéndolo. Como si pugnara una por avanzar y la otra por retirarse. Continuar porque era necesario que la pesadilla pariese su fruto y aferrase la mano abiertamente. Replegarse para abortarla cauterizando la peligrosa herida sin dejar rastros que expongan la mano. Asimismo estaba el color de la sangre ¿qué se escondía tras esa pérdida gris? ¿Puede una cabeza derramarse en gris? Y el pelo ¿por qué le crecía tan profusamente? Y las facciones ¿por qué se le afeminaban? Y el cubo ¿por qué aparentaba haberse tornado más permeable, menos denso? Porque el cubo había reaparecido. Apareció de repente infiltrado en este sueño de hoy llegado quién sabe cómo desde la antigua pesadilla. ¿Sería el ara donde ofrendar su cabeza cuando el sable culminara de seccionar? ¿Tal vez el estrado donde erguirse renovado y afrontar el futuro? ¿O quizás el altar frente al cual consumar la unión? Pero ¿cómo diría: sí, quiero, sin su cabeza? O ¿cómo diría: no quiero, privado de su cabeza? O mejor ¿cómo decidir libremente si nos han quitado la cabeza? No, basta de incongruencias, –se exigió- esto es una pesadilla y como tal no tiene sentido. “Ésta es mi cabeza por que desde que me conozco lo ha sido y es con Alicia que debo formar un hogar”.
Pero no estaba en el ánimo de su sueño dejarse sensibilizar por dudosos sentimientos de amor. Una pesadilla es una pesadilla y carece de opciones y miramientos. Más aún si en ella hay violencia. Hay anonimato. Hay algo que es o fue cercenado. Hay una historia en tinieblas. O hay un dios que no encuadra. Por lo que el sable prosiguió con su filo al encuentro de la almohada, que era ya una duna ganada por un mar plomizo, revuelto, y dejando su resaca de ideas cinéreas. Resaca que luchaba por reciclarse y dar lugar a una nueva marea gris. Mientras sus ojos buscaban en las tinieblas la mano, el brazo, el torso y el rostro que dirigían aquella arma. Aunque no era fácil la tarea. Evitándola se superponían cortinas, unas veces de humo, otras de silencio, y otras de ignorancia. O si no, dios le secreteaba sobre el respeto y la unidad familiar o le recordaba la felicidad que le esperaba en su vida compartida con una mujer como Alicia. Y le decía de todo lo que debía a sus padres y que tras esas cortinas quizá no se hallara la solución a su pesadilla, si no más bien, muy por el contrario, el comienzo de un calvario real. Y que mejor recordara su niñez feliz, su comunión, su casi ingreso al seminario y dejara de lado el significado del sueño y se olvidara del sable cercenando que…ya era tarde porque su filo había alcanzado la almohada y separado la cabeza del resto. Y en el momento de la separación surgieron pequeños indicios, como brotes de luz germinando de una oscuridad hasta entonces yerma, de que no se trataba de su cabeza. Mejor dicho sólo de su cabeza, ya que el semblante que se superponía se había emancipado y flotaba emocionado a su frente con su melena anacrónica. Lo que le hizo incorporarse en la cama, sin saber si estaba despierto o todavía dentro del sueño, ni tener muy claro si él era tan sólo ese ser hasta el cuello o una cabeza por ser. Para presenciar con gran consternación, el exacto momento en que una imagen enorme, recta y en apariencia humana, borrosa y oscura, rengueando bajaba del gran cubo -ya no tan hermético- y asiéndola por la cabellera se llevaba, cual subrepticio trofeo, esa cabeza de tez delicada y mirada suplicante cuya semejanza con sus rasgos se empeñaba en trascender el sueño. Con movimiento raudo se llevó las manos a la cabeza y en ese preciso instante abrió los ojos. ■
Siempre me gusta lo que escribís y también en esta ocasión, es muy fuerte el inicio y te invita a seguir leyendo, aunque desde mi mirada narrativa fui describiendo la existencia de otros cuentos en este que parece uno. Un abrazo Ernesto...
ResponderEliminarLily Chavez
Un sueño dentro de un sueño como un aleph que contiene todos los miedos,un abrazo Carlos Arturo Trinelli
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