sábado, 29 de mayo de 2010

JORGE GALÁN
 VIENTO

Es el seudónimo literario de George Alexander Portillo. Antes de obtener el Premio Adonais con su libro Breve historia del Alba, en el 2006, era un perfecto desconocido en su propio país. Nacido en San Salvador, 1973, gana su primer premio en 1996, con los Juegos Florales, organizados por el entonces llamado Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, la instancia rectora de las políticas culturales en el país. Sigue agenciándose más premios en el 1998 y 1999 y en el 2000 se le concede el  Gran Maestre de Poesía Nacional. En el 2004, con Tarde de martes gana el premio Hispanoamericano de Poesía de Quetzaltenango, Guatemala. Ese mismo año obtiene el  Nacional de Novela de su país con Unos ojos sombríos, y luego (2006) gana nuevamente en esta categoría conEl sueño de Mariana, publicada en el 2009 por la editorial guatemalteca F&G Editores
LOS TRENES EN LA NIEBLA 

Los trenes salían de la niebla. Me dejaban atrás. Yo era su pasado
más inmediato. Entonces vivía al final o al inicio de lo que llamábamos horizonte y veía subir y bajar a tantos que aprendí a saber quiénes no iban a volver más.
No puedo decir que se los veía en los ojos ni que algo les cubría
pero aprendí a distinguirlos como se distinguen los vivos de los muertos,
cuando el frío hace que no nos queden dudas.
Sé que nací un noviembre en una época donde aún existían las cartas de amor. Ese día en alguna parte era otoño, pero acá era invierno con lluvias
y yo sé que a nadie interesan estas cosas, pero ese año, el último día de diciembre, a medianoche, mi madre y la familia de mi madre esperaron en el patio trasero, sentados a la mesa, la caída del tiempo de los hombres. Pero nada pasó, les habían mentido, las escrituras no cumplieron sus promesas entonces, ni una figura descendió de las nubes ni se escuchó campana alguna ni trompeta.
Decepcionados caminaron a través de una línea de tren hacia la oscuridad:sus rostros eran la tristeza, poco les quedaba, alguien, nunca
se dijo quién, dio fuego a la iglesia y esta ardió hasta el amanecer
y nadie más volvió a visitarla porque nadie la levantó y yo crecí como una pupila que se acostumbra a la sombra.
Era un chico cuando escuché el primer silbato y hacía mucho que no era más un hombre cuando vino a mí el último, y era tan semejante al primero que podría creer que era el mismo.
Y entre el primero y el último, un instante, un aliento del mundo.
Una vez vi un hombre que venía de la nieve, era oscuro como aquello que la luna no puede afectar con su magia en el fondo del mar.
Fue él quien me habló de los enormes hielos que se paseaban  sobre la superficie de las aguas como ciudades muertas sobre una pupila, hielos como planetas en el desierto de lo inconmensurable, ahí donde demonios y ángeles, me dijo, luchan desde una antigüedad inusitada por hacerse con lo que no existía, con el destino del hombre.
Puedo decir que sus manos eran frías y gruesas y lo mismo podría
decir sobre sus ojos y quizá sobre su alma: he probado la carne del lobo y del zorro y del hombre, me aseguró. El Ártico es una selva blanca, la vida ahí no es un cuento que alguien narra en un bar, ahí el filo brumoso de un cuchillo, ese brillo, hace la diferencia entre el ahora y el después.
Un día una mujer vino del mar. Del mar no sabía más que historias de viajeros asombrados.
Pero sus poderosos muslos eran islotes tostados bajo el sol, su rostro
era una ola de arena gruesa y gris, bajo su mano suave como una nube mi mano se hundió como un albatros que cae después de mil días de viaje,perdido, para morir bajo las aguas, entre las serpientes y los tiburones, y todo yo me sumergí y ella me aseguró que sus palabras, tan suaves en mi oído, eran como el canto de las ballenas y que no debía temer, que no temiera morir en esas aguas, que la tormenta nunca temió del mar, y no temí y por tres meses un aliento salado me recorrió todo mi cuerpo y cuando, llegado otra vez el tiempo de las lluvias, ella no miró atrás, su espalda adquirió la forma de una raya y yo la vi perderse hacia el sur tempestuoso sin atreverme a nada, sin saltar hacia ese acantilado que se abría ante mí como un cielo distinto, sin emitir un leve susurro emocionado.
Y todo pasó y las estaciones del mundo cambiaron una y otra vez y otra y otra. Marzo tenía olor a mandarinas y diciembre a manzanas frescas.
Envejecí una tarde cuando el temblor de una mano me impidió repartir unas cartas.
Una noche alguien me preguntó mi nombre y lo había usado tan poco
que no le recordé, entonces, luego de vender el último billete del día,
salí y bebí y volví a beber y bebí tanto y luego dormí tanto que al despertarnada era ya lo mismo dentro mí. Jamás había tomado el tren hacia las montañas ni hacia el mar ni hacia ningún país vecino ni hacia ninguna parte.
Todo había quedado atrás hacía demasiado tiempo: la madre y la familia de la madre se habían detenido en alguna parte que yo no conocía.
Una sola taza había en la alacena, una sola cama, una sola silla, un cepillo de dientes en el baño de una casa de madera sin pintar, visitada por los mosquitos y las voces de unos que ya no estaban ahí pero que insistían, llegada la noche, en conversar sobre tiempos antiguos donde existí sin existir. Hacía tanto que para alguien que ni si siquiera sospechaba yo también era solo una figura  que cada madrugada salía de la niebla.
Y lo sabía todo, lo había comprendido.
Esa mañana no quise volver más y ya no volví más a ningún sitio.
Desde entonces ya no recuerdo ni sé mucho, y quizá sea mi única certeza que como yo, todos aquellos trenes, también salían de la niebla...

Premio internacional de poesía Antonio Machado, Madrid, España, 2010

Corresponsal Celmiro Koryto

1 comentario:

  1. Qué macana me tengo que ir a trabajar, es buenísimo el material de la revista y me encantó esta narrativa, tiene imagenes que hablan.

    Ariel Ponce.

    ResponderEliminar