ERNESTO RAMÍREZ
Vaca cuadrada
Siente que ha llegado el temido tiempo. Mira fuera. Desde su lugar a la mesa observa con atención primero al pequeño cactus y luego a la hiedra. Debería levantarse y hacer algo. Pero se ha petrificado al punto que ya no siente hambre. Sólo atina a ocultarse bajo el humo. El humo mezclado a las últimas estocadas que el sol acierta por los agujeros, espesando más aún el surrealismo del ambiente. El olor, alerta a su vez los duendes gástricos provocando a su alrededor una fascinación que detiene el mundo y los gestos.
La mujer, joven a pesar de su aspecto desgreñado, infectada por el virus de la decrepitud; virus proliferado por más de tres generaciones entre las cunetas, en las chapas, en el barro, en el sobrepeso del aire. Reparte en los seis platos el arroz blanco mientras la carne se fríe chirriando su escasa virtud. Hostia en la misa del desencanto. A sus espaldas flacas, encorvadas, treinta años a la mesa repartidos en cinco albures hambrientos; ansiosos siguen paso a paso y en silencio, con una expectativa surcada de mocos y moscas, el ritual que les bendice con platos nunca lo suficientemente hondos. Adela mira por encima del hombro aquel instante estacionado sobre la mesa. La ansiedad desquiciada desde el medio día por la insolencia de las caricias de otro humo apenas contenida en las bocas entre abiertas y bordadas por hilitos de baba. Las cucharas en pie de guerra sobresaliendo de las pequeñas manos. La decena de ojos tajeando con miradas filosas la densidad de ese domingo de un abril ya agostado. La escala de dedos sucios decreciendo por debajo de la mesa. Y en el primer peldaño de esa escalera, contando desde el suelo, desde ese suelo profundo, un hito crucial. Una larga y roja lágrima desciende por los pasamanos apenas formados, consagrando la aptitud que asegura una nueva generación de todo aquello.
Buscó los ojos de Estela y percibió en ellos la resignación y el miedo, la mansedumbre de entregarse sin peros a un futuro preñado de certezas. Al igual a su madre hace quince años, no dijo nada, como si el silencio esta vez sí pudiera ejercer de anticonceptivo. “Con suerte –pensó hincando con rabia el tenedor en la carne- me quedan tres o cuatro años para pasar de envejecida madre a ser abuela a mi treintena”. Depositó el bife sobre la tabla y afirmó encima un cuchillo sin corte cruzando una línea a lo largo y dos a lo ancho. Luego sirvió en cada plato un trozo. Puso ante los dos más pequeños los platos conteniendo los cuadrados centrales y repartió entre los mayores las esquinas cuidando dejar para ella la de menor tamaño. No supo muy bien si por miedo a que sus vidas pudieran empeorar, o por imbuir a sus hijos de la escasa esperanza que le quedaba, al sentarse, rezó en voz baja los dos versos del padre nuestro que recordaba. Cuando se persignó, menos Estela, que jugaba perpleja con el tenedor, todos habían vaciado sus platos. Otra semana larga se extendía delante.
La luz tintinea sobre la cabeza de Estela. Cada vez que arrecia el viento moviendo los cables del tendido eléctrico se entrecorta el suministro de energía sin recibo. Adela y los pequeños duermen tras los harapos del nylon que divide el habitáculo. Una divisoria mordisqueada, baboseada, atravesada por índices inquietos, desgajada del alambre por berrinches de barrigas sin anclas para fondearse al sueño. Pero ella aprovechó a repasar unas tareas de la escuela a la que no pudo asistir en toda la semana.
En esos días, Rosana, compañera de clase, le trae los apuntes para que no pierda el ritmo. También recados del Pato, un pretendiente, y ambas se ríen. Rosana es la antítesis de ella. Audaz, pícara, decidida, bien formada. La envidia. Es su mejor amiga y un año mayor y vive allí mismo, en los ranchos que dan a la calle paralela a la avenida. Sólo que a diferencia de su casa las paredes de la de ella son de bloque y el padre tiene trabajo.
Juan llegó borracho. Como cada viernes fue al club cercano donde hay campeonato de bochas. Siempre hay quien lo invita y a veces le fían. Sigilosamente asomó por la puerta la escualidez de su humanidad. Le sonrió con su sonrisa desmantelada manchada de vino y nicotina. Una sonrisa tonta sobre la que se tambaleó un dedo en cruz conminándola a un silencio ya instaurado. No era un hombre malo ni bueno, apenas un infeliz. Y ni siquiera su padre. No hubo diálogo. Se sentó a la mesa apagando cuidadosamente el cigarro con los dedos. Estela le arrimó un plato con algo de arroz blanco y comenzó a ordenar sus cosas. Juan observó el plato, contempló a su hijastra y volvió a mirar el plato. La miró de nuevo. Un relente de etanol le brilló en las escleróticas. Apartó el plato sin dejar de mirarla. Fue tomando cuenta de los pequeños carozos erectos bajo la camisa y la abertura donde desprendida dejaba ver el ombligo. Imaginó, bajo la corta pollera, como dos tallos enclenques unidos en una apretada flor; los muslos lánguidos y, de seguro ya doblemente hambrientos, de Estela.
Ella retrocedió mientras abrochaba el último botón de la blusa. Juan esbozó una sonrisa. Se levantó y alargó su mano hasta casi tocar aquella piel oliendo a púber. Pero inmediatamente la retiró y la unió a la otra cubriéndose el rostro y restregándose los ojos. Miró la cama donde dormían Adela y dos de sus hijos. A pesar de lo despatarrado del sueño de los niños parte de su lugar era respetado por el hábito de los cuerpos y le esperaba. Observó con rencor el plato de arroz, con ternura la carne prohibida, con desprecio a la luz titilante y balbuceo un buenas noches. Apartó la transparencia que preservaba la intimidad y sin quitarse la ropa se acurrucó en la cama junto a su mujer y los pequeños.
La mañana sorprendió a Estela con la cabeza atrincherada entre los brazos dormida sobre la mesa. Adela la zamarreó suavemente por el hombro, medio escondido bajo la cabellera castaña, antes de poner agua a calentar para el mate. Enseguida fueron apareciendo los hermanos con sus rostros adornados de mocos y legañas. Medio pan y un resto de margarina auguraban poblar la mañana con un concierto de ronroneos. Estela salió y fue hasta el tanque de agua. Hundió el pequeño tarro, llenó hasta la mitad la palangana y se lavó la cara alejando, al contacto refrescante del agua, las últimas imágenes de un sueño confuso y recurrente en el que aparecía su amiga vestida de plumas. Allí mismo, la noche del domingo, había humedecido un trapo y borrado el sello de “apta” que su fisiología le estampara y con un trozo del mismo paño fabricó una compresa que seguía, por las dudas, recambiando cada noche.
Fue llamando uno a uno a los niños, lavándoles las caras y peinándolos. De los tres que requieren esta atención Javier, el mayor de ellos de cinco años, es el más travieso y escurridizo. A regañadientes lo trajo por entre el alboroto de unos perros y la indiferencia de varios gatos. En el tire y afloje su pantorrilla rozo la cabeza espinosa que se asfixia solitaria en una lata al lado del tanque y maldijo. Mientras lo peinaba, enfadado, Javier plantó los brazos en jarra. El codo derecho embocó justo y firme en la entrepierna de Estela que sintió como la compresa se le hendía en las carnes provocándole sensaciones placenteras. Dudó unos segundos pero acabó apretando entre los muslos el brazo de su hermano y se demoró en peinarlo una y otra vez. Hasta que el niño harto de tanto acicalado salió corriendo a jugar con los otros.
No era día de escuela, pero sí de hermanos. Como casi siempre su madre la dejó a cargo de los niños y se fue en busca de alguna changa. Juan, con la resaca a cuestas, se levantó pasado la media mañana. Hacía tiempo no tenía trabajo. De tanto en tanto le salía algún rebusque de albañil o lavando autos. Y justamente, mientras Juan calentaba las tripas con la infusión dejada por su mujer y encendía el pucho apagado la noche anterior, apareció el Mu a ofrecerle algo. Enfundado en su eterna camisa de mantel de fonda saludo a su padrastro sin quitarle los ojos de encima. Pero Estela sabía que los rebusques con ese esmirriado no eran nada bueno y un día les traería problemas. Era éste un malviviente pagado de si mismo que a pesar de ser más de diez años menor que el compañero de su madre lo dominaba a gusto. Los hombres hablaron y cuando Juan entró en la pieza para calzarse los zapatos, el Mu se le acercó y reteniéndola por el brazo le dijo al oído: “te estás poniendo buena, en cualquier momento te voy a tener que coger”. Luego se marchó llevándose a Juan.
Al caer la tarde Adela apareció en el sendero por entre el rancherío. Al verla los niños salieron corriendo a su encuentro. Entre el griterío mientras aupaba a Lucía, la más pequeña, escuchó a Bruno que tironeándole de la ropa le preguntaba: “mamá, mamá, trajiste encuadraditos de vaca”. La ocurrencia de su hijo y el bolso vacío le hicieron reír hasta las lágrimas. Martín apartó a Bruno y desde sus ocho años intentó explicarle nuevamente que eso que tanto le gustaba eran bifes y la madre los cortaba en cuadraditos para que alcanzase para todos. Pero el niño insistía en que eran riquísimos encuadraditos de vaca. Estela les contemplaba desde la puerta de la vivienda. Resignada entró y aumentó la cantidad de arroz a verter en la olla a punto de bullir.
Juan volvió temprano. Llegó con media docena de bananas pasadas y un par de kilos de moniatos. La inmaculada soledad del arroz no sería tanta. Adela le reprochó que saliera con el Mu, arriesgarse y por tan poca cosa no vale la pena. Juan miró a Estela y ella bajó la vista. Sabía que tenían razón pero qué podía hacer. Después del arroz con boniatos la noche los amontonó en los dos camastros a la espera del domingo. Unos segundos antes de dormirse Juan deseó que el nuevo día viniera sin viento o si lo hacía por lo menos soplase en la dirección contraria. La mañana desplegó su rutina entre el aseo y el mate. Los colchones meados salieron a ventilarse. Un amenazante “último fiado” proveyó leche y un pan para los niños. Adela y Juan evitaban pasar siquiera cerca del almacén y Estela tuvo que ir por ello. Aunque detestaba entrar, accedió a ir.
Juan sacó el balde de las necesidades del pequeño cubículo de detrás de la pieza y fue a verterlo en la alcantarilla de la esquina. Desde un carro cargado de vidrios, un vecino lo saludó y fue adentrándose en el rancherío hasta perderse por los callejones. El sol, estacionado sobre las cabezas dio sus campanadas mudas y del lado opuesto de la ancha vía, límite asfaltado del purgatorio, el viento comenzó su juego. Desde las casas con rejas, jardines y patios al fondo, una briza obscena empujó hacia ellos aquella humareda oliendo a kilos de carne asándose en las parrillas. Los niños detuvieron sus juegos como embelesados por un Hamelín olfativo que los transportaba a un país de vacas cuadriculadas en apretujados cuadraditos. Adela dejó la ropa en un balde bajo la enredadera, que no paraba de extenderse, y se metió en la pieza cerrando tras de si con un portazo. Juan aventó a la mierda el balde de la mierda y se alejó por entre el rancherío. En tanto Estela repartía su mirada de mujer entre la puerta cerrada del rancho, el silencio de sus hermanos embriagados de humo y la espalda de Juan cargada de ira. Por la acera pasó el Mu pavoneándose con su camisa pringosa. La saludó obsequiándole su sonrisa rosada y agitando entre los dedos un billete de cien pesos, junto al inequívoco ademán de: “te voy a coger”.
Había visto algo llamativo en el almacén. Un frízer nuevo exhibía una variedad de productos congelados recientemente incorporados. Toda la tarde del domingo pensó en ello. A eso de las tres la humareda se disipó. Sus hermanos se repusieron del shock y retomaron los juegos. Su madre reanudó en la pileta la faena abandonada. Juan volvió evidenciando que algún amigote le invitó unos tragos. Con el estomago vacío tres o cuatro eran suficientes. Cargoseó a su mujer entorno a la pileta hasta convencerla de que entraran en la pieza. Lucía se acercó llorando dando golpecitos en la puerta cerrada. Estela la tomó en brazos y se sentó en la silla de paja que día y noche yacía destartalada al lado de la entrada. La niña pataleó y llorisqueó pero volviendo el rostro contra el pecho de su hermana se quedó entre dormida. Su boca coincidió con el pezón de Estela y en sueños comenzó a succionar humedeciéndole la camisa, el pecho… la entrepierna. Desde dentro llegaban los conocidos y apretados gemidos, el alarido de alambres tensados bajo las embestidas y las consabidas obscenidades susurradas entre vahos de alcohol. Estela apretó los muslos huesudos, cerró los ojos estrechando a la niña más aún contra su pecho y aprovechando lo desvencijado de la silla la acompasó con sus caderas. La imaginación se disparó y tras breve roce con el Pato partió al encuentro de una boca que le ofrecía un dulce. Entre caricias las dos bocas lo devoraban ansiosas por alcanzar los labios. Sintió que le pisaban el dedo gordo del pie y abrió los ojos. Del placer al asco a cuadros. Allí a su frente, de pie, estaba el Mu. Como llamado por telepatía le ofrecía su vicio sacando la lengua por entre los colmillos solitarios antes de decirle con sorna agarrándose la verga: “esto es lo que precisás si estás caliente guachita. ¿Te calentás escuchándolos coger? Un par de horas con el Mu es lo que te hace falta a vos”. Las voces de dentro, ahora calmas y firmes, indicaron que la puerta podría abrirse de un momento a otro. El Mu se enderezó, metió las manos en los bolsillos y le gritó a Juan que lo esperaba en la esquina. Le guiñó un ojo y haciendo tintinear unas monedas contra la pelvis soltó como al descuido, “ya sabés donde está mi rancho” y se alejó. Juan salió y rumbeó para la avenida.
El frescor de la tarde-noche los encontró dentro de aquel simulacro de hogar. Estela vio cómo su madre daba vuelta tarros y desembrollaba pequeños paquetes sin ningún resultado. Apenas juntó un puñado de arroz. Juan entró con prisa y nervioso. Llevó a su mujer hacia un rincón y hablaron en voz baja. Entre los reproches de su madre Estela pudo escuchar fragmentos de la conversación, palabras sueltas: panadería, tiros, Murciélago, fumado, dueño, sangre, borrarse. El hombre metió algunas cosas en un bolso, les dio un beso y se marchó. Adela se sentó al borde de la cama moviendo la cabeza hacia los lados y de repente miró la concavidad de su mano: aún sostenía el arroz. Le vino a la memoria un programa de
Estela salió y fue hasta el tanque, llevaba en la mano un pedazo de toalla. Cuando empapó el paño en el agua la luna deformó su semblante de flor lasciva. Pasó el paño mojado por el rostro, los brazos, por los senos sin volumen, por el vientre y los muslos. Ahuecó la mano y la hundió en el agua para enjuagarse la boca mientras con la otra mano se aseaba los labios. Luego se echó a andar por entre aquellas cajas de miseria mal iluminada, entre perros pulguientos y gatos sin tejados, hermanados todos por la misma hambre.
Regresó una hora más tarde.
Adela sigue sentada al borde de la cama. Con la mano extendida parece mendigar unos granos más de arroz, o esperar que la vida se olvide para siempre de ella. Los niños, aferrados todavía a la mesa, aguardan por el esquivo milagro de los panes y los peces. Estela trae un par de bultos apretados contra el vientre. El frío que emana de uno de ellos le calma y aplaca las náuseas. Los deja sobre la tabla que oficia de mesa para cocinar y pone agua a hervir. Luego toma uno de los paquetes, lo abre y en forma de cascada vierte la mitad del arroz en la olla. Ni bien está pronto lo retira y coloca encima del fuego la sartén con su aceite rancio. Cuando la grasa bulle rasga el otro paquete: una bandeja de plástico. Saca los dos bifes congelados y los tira dentro. Un alboroto de chirridos la escupe pero apenas siente los aguijones hirvientes. Los niños no entienden pero nada dicen por miedo a romper la magia. Adela observa. El olor mantiene en éxtasis a los comensales.
El humo se extiende formando un manto de niebla en cuyas entrañas palpitan dos pares de bocas. Estela sirve cuatro platos con abundante arroz. Coloca los bifes sobre la tabla y con el cuchillo sin filo traza en cada uno una incisión a lo largo y dos a lo ancho. Pone dos trozos en cada plato. Los deposita sobre la mesa y sale a sentarse en la silla de la entrada. Las estrellas titilan con un fulgor picante que le arde en los ojos. Sus manos estrujan con rabia un disco blando y argentado. Entrecierra los ojos y mira a la lejanía de la última hora. Como distantes escucha las voces de Bruno y Javier preguntar si pueden servirse más carne y a su madre responder que sí.
La mole cae sobre ella. Su mano se crispa más aún y siente como se funden la masa y el chocolate. Hasta mutar en una bola que de repente cruza la noche por sobre el tanque de agua y rueda por la pendiente hasta la vereda. En la avenida, los focos amarillentos de los autos se cruzan como rescoldos de sol que el astro olvidó en la noche urgido por otros destinos seguramente felices…
Un vívido retrato de la miseria que duele y hace reflexionar, sin golpes bajos ni artificios, a la conciencia, un abrazo Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarCómo me hiciste leer Ernesto!. Pero valió el relato, esa miseria tan vívida, a la que lamentablemente nos hemos acostumbrado, imágenes que por ser tan habituales a nuestros ojos, parece que las conociéramos de siempre. Un abrazo.
ResponderEliminarLily Chavez
Ah, olvidé decirle al editor que me encanta, me encanta la ilustración de esta narrativa.
ResponderEliminarComo dice Marta Comelli en otro comentario, son muy lindas las ilustraciones.
Lily Chavez