EL ÚLTIMO BALUARTE DE LA CORDURA
Los recuentos de grandes autores del siglo XX suelen ignorar a un novelista fundamental, el yugoslavo Danilo Kis, cuya actitud frente a la literatura, ajena a la ideología y la política, lo ha orillado a un injusto olvido. Escritor serbio nacido en Subotica, junto a la frontera con Hungría. De madre montenegrina y padre judío, en su infancia vio el horror de la muerte y la guerra en su estancia junto a su familia en la ciudad de Novi Sad, donde se produjo la masacre de judíos y serbios a manos de fascistas húngaros, durante la Segunda Guerra Mundial. En 1944 su padre fue asesinado en Auschwitz a manos de los alemanes. Gracias a la Cruz Roja , en 1947 es repatriado a Montenegro y más tarde a Belgrado. Posteriormente viaja a París, dónde publica su primer libro que incluye La Buhardilla y Salmo 44, en 1962. A éste siguieron, Jardín, cenizas (1965), Penas precoces (1969), Reloj de Arena (1972), Po-etika (1975), Una tumba para Boris Davidovich (1976), obra maestra de la modernidad y piedra de escándalo en la ex-Yugoslavia y La enciclopedia de los muertos (1983). En 1979 se trasladó a vivir definitivamente a Francia, ejerciendo la docencia en la Universidad de Lille. En 1983 fue nombrado Caballero de las Artes y las Letras de Francia. Danilo Kis es uno de los mayores y más brillantes escritores yugoslavos y tradujo durante su vida a su lengua materna, autores como Baudelaire, Verlaine, Ana Ajmatova o Alexander Blok. Con su muerte, el 15 de octubre de 1989, se cortó súbitamente uno de los viajes literarios más importantes jamás hechos por algún escritor en la segunda mitad del siglo XX. *
Yo soy un escritor bastardo, que llegó de la nada. No soy un escritor judío, como el maestro Singer. Los judíos, en mis libros, no son más que literalidad, extrañamiento, en el sentido del formalismo ruso (ostranenie). Esto porque el mundo de los judíos de Europa Central es un mundo desaparecido, un mundo de ayer y, como tal, situado en el campo de una realidad no real. En el campo, pues, de la literatura.
Y tampoco soy un escritor disidente. Tal vez un escritor de Europa Central, si esto significa algo. Si mis orígenes no estuviesen hundidos en la niebla, me pregunto qué razones tendría para hacer literatura.
Lo que más detesto es la literatura que se quiere minoritaria. No importa de cuál minoría: política, étnica, sexual. La literatura es una e indivisible. Buena o mala. Se puede ser homosexual y no ser Proust, ser judío y no ser Singer. Minoría o no, esto no me interesa en lo absoluto. El argumento de mis libros es, para citar a Nabokov, el estilo. O viceversa: el estilo de mis libros es su argumento. Eso es todo.
Escribo en mi lengua materna, el serbocroata, y es un instrumento que no cambiaría por nada del mundo, aun cuando sé emplear el francés casi correctamente. Intenten proponer a Menuhin que cambie su Stradivarius por un piano Bösendorfer, en el cual toca en forma un poco vaga y sin alegría...
¿Quién soy? Soy un observador, si me lo permiten... Observo lo que se puede ver a simple vista, pero que las personas no ven en verdad.
Observo este desmoronamiento, lo espío desde mi observatorio en el décimo arrondissement (segundo piso)... Y veo muchas cosas, a veces con asombro. Por ejemplo, cómo toda una nación de hombres de letras dejó que le pusieran los cuernos... Cómo los surrealistas, en su tiempo, se volvieron unos realistas cantores de Stalin. ¡Justo ellos, quienes habían abundantemente hurgado en el subconsciente, en los sueños! Y observo cómo el que ha denunciado la traición de los clérigos, a su vez ha traicionado. Cómo tanta gente ha seguido este mal camino intelectual sin pestañear: los San Sartre, las Santa Simone, entre otros. Sin prudencia intelectual. Y cómo los que tenían razón —Camus— no han obtenido ni razón, ni satisfacción, porque sabían y porque hablaron cuando no debían hacerlo. Esta falta de desconfianza, esta ingenuidad, lo confieso, rebasa mi compasión. Esta aceptación sin mea culpa.
Pero no se puede entender el totalitarismo usando su misma seriedad. Es decir, usando su mismo lenguaje. Para hacer esto, necesitamos a un Rabelais. Necesitamos otra lengua. O se escriben manifiestos o se escribe literatura. La literatura debería ser el último baluarte de la cordura. Salvar la lengua de estos lenguajes estereotipados y agresivos, que invaden todo. Un soneto de amor —un bonito soneto de amor— es un empedrado en el pantano de los lenguajes estereotipados. Una pequeña isla donde se puede poner pie.
En Rabelais ya estaba todo: la lengua, el juego, la ironía, el erotismo y también el famoso compromiso político. ¿Qué más quieren? Lamentablemente, esta línea rectora, esta tonalidad mayor de la literatura francesa, que empezó con Villon, ha desaparecido. Después todo se dispersó: por un lado el juego, por el otro el compromiso político; por un lado la escritura, por el otro el erotismo. El florero se rompió en mil pedazos. ¿Acaso me estoy alejando? Pero sigo hablando de literatura: esta es una biografía.
Yo soy un homme de lettres, como se dice en francés. Esto significa que toda mi vida no es más que literatura. Claro que estoy consciente de este desdoblamiento. Se trata de una larga experiencia, un dilema a la manera del diario de Lafcadio. Por un lado Orwell, por el otro el maestro Nabokov. El primero: "Cuando faltaban motivaciones políticas, lo que escribí quedó como letra muerta y me perdí en fragmentos muy elegantes y vulgares..." Y ahora Nabokov: "Siempre me ha irritado la satisfecha convicción de todos los que pretenden que un bramido de flujo de conciencia, unas cuantas sanas obscenidades, una pizca de comunismo, todo mezclado en una vieja bacinica, deba automática y alquímicamente producir una literatura moderna; y sostendré hasta ser fusilado que el arte, desde el momento en que entra en contacto con la política, se baja inevitablemente al nivel de cualquier pacotilla ideológica". Llegamos al punto central del problema. Puse estas dos citas como epígrafe a uno de mis libros de ensayos y artículos. Todo lo que escribo, novelas y cuentos, obras teatrales o ensayos, todo oscila entre estos dos polos.
Pero nunca he escrito novelas de tesis. La literatura es algo demasiado sagrado como para dicha tarea. Yo escribo rara vez. La literatura es elevación. No inspiración, les ruego. Elevación. Epifanía joyceana. Es el instante en el que se tiene la impresión de que, en toda la nulidad del hombre y de la vida, hay de todos modos unos cuantos momentos privilegiados, que hay que aprovechar. Es un don de Dios o del diablo, poco importa, pero un don supremo. Yo oscilo entre estas dos ideas paradójicas que, como dos idénticos polos magnéticos, se repelen; así como oscilo entre momentos de vacío y de disgusto por la literatura y los raros momentos de ausencia de este disgusto.
Cuando no escribo, traduzco. Especialmente poetas rusos, húngaros, franceses e incluso ingleses. Esto los libera a ustedes del lirismo, que siempre es un peligro para la prosa. Y es un excelente ejercicio de estilo para un escritor. He traducido a Queneau al serbio. Es una manera de aprender la receta: una mezcla de crudités de la vida, un buen trozo de carne a término medio de realidad (con el hueso roto), una pizca de sal, una poca de azúcar de caña (¡nada de sacarina!), una buena dosis del ingrediente llamado "ironía" (¡puede reemplazar al laurel!). Todo en una vieja bacinica. Dejar cocer a fuego lento, dejar macerar por noches, meses, años. Servir fresco o manido. Y esfumarse de puntitas. –
Y tampoco soy un escritor disidente. Tal vez un escritor de Europa Central, si esto significa algo. Si mis orígenes no estuviesen hundidos en la niebla, me pregunto qué razones tendría para hacer literatura.
Lo que más detesto es la literatura que se quiere minoritaria. No importa de cuál minoría: política, étnica, sexual. La literatura es una e indivisible. Buena o mala. Se puede ser homosexual y no ser Proust, ser judío y no ser Singer. Minoría o no, esto no me interesa en lo absoluto. El argumento de mis libros es, para citar a Nabokov, el estilo. O viceversa: el estilo de mis libros es su argumento. Eso es todo.
Escribo en mi lengua materna, el serbocroata, y es un instrumento que no cambiaría por nada del mundo, aun cuando sé emplear el francés casi correctamente. Intenten proponer a Menuhin que cambie su Stradivarius por un piano Bösendorfer, en el cual toca en forma un poco vaga y sin alegría...
¿Quién soy? Soy un observador, si me lo permiten... Observo lo que se puede ver a simple vista, pero que las personas no ven en verdad.
Observo este desmoronamiento, lo espío desde mi observatorio en el décimo arrondissement (segundo piso)... Y veo muchas cosas, a veces con asombro. Por ejemplo, cómo toda una nación de hombres de letras dejó que le pusieran los cuernos... Cómo los surrealistas, en su tiempo, se volvieron unos realistas cantores de Stalin. ¡Justo ellos, quienes habían abundantemente hurgado en el subconsciente, en los sueños! Y observo cómo el que ha denunciado la traición de los clérigos, a su vez ha traicionado. Cómo tanta gente ha seguido este mal camino intelectual sin pestañear: los San Sartre, las Santa Simone, entre otros. Sin prudencia intelectual. Y cómo los que tenían razón —Camus— no han obtenido ni razón, ni satisfacción, porque sabían y porque hablaron cuando no debían hacerlo. Esta falta de desconfianza, esta ingenuidad, lo confieso, rebasa mi compasión. Esta aceptación sin mea culpa.
Pero no se puede entender el totalitarismo usando su misma seriedad. Es decir, usando su mismo lenguaje. Para hacer esto, necesitamos a un Rabelais. Necesitamos otra lengua. O se escriben manifiestos o se escribe literatura. La literatura debería ser el último baluarte de la cordura. Salvar la lengua de estos lenguajes estereotipados y agresivos, que invaden todo. Un soneto de amor —un bonito soneto de amor— es un empedrado en el pantano de los lenguajes estereotipados. Una pequeña isla donde se puede poner pie.
En Rabelais ya estaba todo: la lengua, el juego, la ironía, el erotismo y también el famoso compromiso político. ¿Qué más quieren? Lamentablemente, esta línea rectora, esta tonalidad mayor de la literatura francesa, que empezó con Villon, ha desaparecido. Después todo se dispersó: por un lado el juego, por el otro el compromiso político; por un lado la escritura, por el otro el erotismo. El florero se rompió en mil pedazos. ¿Acaso me estoy alejando? Pero sigo hablando de literatura: esta es una biografía.
Yo soy un homme de lettres, como se dice en francés. Esto significa que toda mi vida no es más que literatura. Claro que estoy consciente de este desdoblamiento. Se trata de una larga experiencia, un dilema a la manera del diario de Lafcadio. Por un lado Orwell, por el otro el maestro Nabokov. El primero: "Cuando faltaban motivaciones políticas, lo que escribí quedó como letra muerta y me perdí en fragmentos muy elegantes y vulgares..." Y ahora Nabokov: "Siempre me ha irritado la satisfecha convicción de todos los que pretenden que un bramido de flujo de conciencia, unas cuantas sanas obscenidades, una pizca de comunismo, todo mezclado en una vieja bacinica, deba automática y alquímicamente producir una literatura moderna; y sostendré hasta ser fusilado que el arte, desde el momento en que entra en contacto con la política, se baja inevitablemente al nivel de cualquier pacotilla ideológica". Llegamos al punto central del problema. Puse estas dos citas como epígrafe a uno de mis libros de ensayos y artículos. Todo lo que escribo, novelas y cuentos, obras teatrales o ensayos, todo oscila entre estos dos polos.
Pero nunca he escrito novelas de tesis. La literatura es algo demasiado sagrado como para dicha tarea. Yo escribo rara vez. La literatura es elevación. No inspiración, les ruego. Elevación. Epifanía joyceana. Es el instante en el que se tiene la impresión de que, en toda la nulidad del hombre y de la vida, hay de todos modos unos cuantos momentos privilegiados, que hay que aprovechar. Es un don de Dios o del diablo, poco importa, pero un don supremo. Yo oscilo entre estas dos ideas paradójicas que, como dos idénticos polos magnéticos, se repelen; así como oscilo entre momentos de vacío y de disgusto por la literatura y los raros momentos de ausencia de este disgusto.
Cuando no escribo, traduzco. Especialmente poetas rusos, húngaros, franceses e incluso ingleses. Esto los libera a ustedes del lirismo, que siempre es un peligro para la prosa. Y es un excelente ejercicio de estilo para un escritor. He traducido a Queneau al serbio. Es una manera de aprender la receta: una mezcla de crudités de la vida, un buen trozo de carne a término medio de realidad (con el hueso roto), una pizca de sal, una poca de azúcar de caña (¡nada de sacarina!), una buena dosis del ingrediente llamado "ironía" (¡puede reemplazar al laurel!). Todo en una vieja bacinica. Dejar cocer a fuego lento, dejar macerar por noches, meses, años. Servir fresco o manido. Y esfumarse de puntitas. –
© Herederos de Danilo Kis
interesante texto, con el dolor y la dureza que implica el propio reconocimiento. susana zazzetti.
ResponderEliminarCoherencia, pasión, actitud de coraje frente a la vida. Me gusta ,definitivamente, me gusta.
ResponderEliminaramelia
Interesante intento de acotar los alcances literarios comparto y disiento con amplitud literaria. Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarLo irónico de la literatura en el filo de su verdad. Sugestivo texto que nos incluye al leerlo. Ser sin serlo o serlo sin ser.
ResponderEliminarCelmiro