lunes, 10 de mayo de 2010

IVAN WIELIKOSIELEK

  NUM. .......78 - PAISAJE Y MUJER
            Tren llegando a Villa María
 
   Lonjas de tapial rosado corriendo en línea recta a los paredones del cementerio.  Veredas de tierra embarradas por las últimas lluvias que se han ido endureciendo de a poco bajo el sol.  Silla en la vereda bajo los verdes paraísos vacíos como paraísos perdidos de humana ansiedad al caer la tarde.  El tren corre paralelo a las construcciones del último barrio adentrándose en la ciudad y cuando está a punto de dejarlo atrás, justo antes de la curva que describe el póstumo caserío, una chica sale de una puerta a la vereda.  La percibo como un fotograma fugaz en la película cinética del camino.  Una mancha de vestido azul y piernas bronceadas. Una toma borrosa de cabellera negra y cuello delgado.  Apenas el cromo de una adolescente que está diciendo adiós o hasta luego en ese pedazo de eternidad movido de foco que pronto será el olvido.
  Pero ahora aparecen al costado de las vías las fábricas de ladrillo rojo y los molinos, los elevadores en chapa, los tanques australianos y las chimeneas con cilindros tórridos que de noche tocarán las estrellas.  Fin de la zona fabril y tras el primer paso a nivel veo la plataforma de un andén que se avecina.  Ahora las últimas luces de la tarde entran por la ventanila sucia como partículas de luz vieja en los ojos cerrados de la sorpresa; pero el holograma de la chica no se ha borrado de mis retinas cuando repentinamente cierro los ojos: caprichosa emulsión en la memoria de la ansiedad.¿Irá al colegio? ¿Trabajará de sirvienta? ¿Vivirá en la casa que acaba de dejar? ¿Le pasará algo parecido a lo que a mí si de casualidad se cruza con un par de ojos fugaces que la miran desde un tren? ¿Estará preñada?  A todo esto me lo pregunto cuando el tren disminuye la velocidad y se adentra de plexo en la estación y al igual que en una misa, la pequeña multitud apiñada bajo el alero de tejas naranjas se pone de pie.  La manada siempre está nerviosa ante la llegada de un evento.La manada siempre recibe agradecida los dones de la lluvia, vengan del cielo o de un tren.  La máquina bufa un resoplido final oliendo a gasoil ferroviario; humo oxidado de grasa vieja, pis de animales del campo, ropa cocida bajo el sol de la tarde en los asientos de la clase turista.  Y a mí me viene a la memoria la cuerina caliente de mi primer viaje a Retiro y el olor a durmientes en la ropa olvidada de mi padre.  En el vagón, los pasajeros se aprietan contra la puerta con ojo de buey como en un trasatlántico de la llanura.  La máquina expira la presión de un alivio y el motor se detiene como el corazón de un buey que acaba de morir. Uno a uno descienden los pasajeros con bolsos y niños colgando de los brazos.  La cara de la gente buscándose entre la multitud es una de las postales más esperanzadoras de todo el diapasón humano.  Finalmente llega mi turno y desciendo con mi bolso barato de tiras azules cuando nadie me espera y mis ojos aturdidos a nadie buscan.  Soy apenas un extra en la película de las citas ajenas y eso me permite asistir como un espectador privilegiado a cada escena, a cada reconocimiento, a cada abrazo de olores agrios.  Camino invisible e intangible, paso entre hombres y mujeres reales y así, de a poco, mis pasos se alejan de la manada.  Mis pasos que van en dirección opuesta a la trompa del tren y a la trayectoria de quienes parten a la ciudad civilizada que los espera.  Mis pasos que van a contramano de aquel desfile desparramado y que se han puesto en sincronía con mi recuerdo inmediato; el de la chica que ha vuelto a emerger contra un paredón rosado con sus piernas brilladas de verano.  Y pienso que a mi manera, también yo he tenido un encuentro; esa inesperada cita que decidió la ansiedad de mis ojos en conjunción con el destino de dos piernas de mujer aparecidas de repente.
  Pero ahora quisiera pensar que era ella quien me estaba esperando en aquella casa cercana al cementerio.  Pero ahora quisiera pensar que cuando ella salía de su casa, era para encontrarse conmigo en un punto equidistante entre la estación y el campo santo.
  Así que camino hacia la muchacha que está viniendo hacia mí con los tacos hundidos en el guadal de una vereda sin calzar.  Si no desvía su dirección, quizás nos encontremos a la altura de los tanques australianos algunos metros antes del molino cuando el sol dore la fábrica de ladrillos rojos.  O quizás un poco después, en el cartel verde que anuncia el fin de la zona fabril.  Quizás ahí. Sí. Quizás me la encuentre ahí y me anime a decirle que nuestro cruce no es casual, que soy el muchacho de la ventanilla del tren, que nos miramos durante algunos segundos y que eso para mí ya bastaba para salir a buscarla... ¿Y es que a ella no le pasaba lo mismo? ¿ O acaso no estaba dispuesta a aceptar la bendición de esa loca sincronización de relojería tan gratuita como bella que acababa de poner en funcionamiento el azar?
   Tengo quince minutos por delante y siento que en ese tiempo la eternidad vuelve a darme una chance o que yo le vuelvo a dar una chance a la eternidad.  Esa sagrada ansiedad que yo me invento de manera tan demencial como gratuita.  Esa porción de esperanzas que puede asesinar o redimir pero que generalmente asesina.
 
   de  "Crónicas del Sudeste"
 
     corresponsal Susana Zazzetti.

2 comentarios:

  1. Excelente retrato del personaje y excelente el tratamiento del tema. Me gustó mucho como de un hecho menor se construye la historia. Carlos Arturo Trinelli

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  2. Historia nacida desde un hilván perdido que borda una amena trama.
    Celmiro Koryto

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