lunes, 3 de mayo de 2010

Escritor nacido en Tacuarembó, Uruguay
  Eugenio che scrive
El novelista 
Faustinito centraba la atención de todos, que anhelantes escuchaban el relato.
-Cuando la víbora estuvo cerca de la ubre de la vaca, salí de atrás y la agarré de la nuca. Se la llevé a mi padre y pregunté:
-Estas no son venenosas, ¿verdad?
-No son -me dijo.
-Fue entonces que la tiré.
Hizo una pausa, dejó respirar al auditorio y terminó:
-A mí me enseñaron los carboneros a distinguir las venenosas de las otras... En la sierra, donde trabajan meses y meses sin ver gente, hay muchas cosas que ustedes no verán nunca... ¡Los del pueblo no saben nada!
Faustinito, el paisanito que aún no sabía escribir su nombre, se cobraba en aquellos relatos de su ignorancia del abecedario. Había descubierto que las narraciones de víboras y cuatreros, ejercían una rara atracción sobre los oyentes.
Contaba aquel día una nueva historia:
-Eran los últimos tigres que quedaban en la República Oriental. Hacían muchos estragos y mi padre y yo salimos tras ellos. Noches y días seguimos las huellas de sus fechorías.
Faustinito describía las marchas en las noches. Las batidas en los pajonales. Explicaba costumbres de pájaros, imitaba gritos raros que se oían en las noches.
La cosa terminó cuando los cazadores se dieron cuenta que habían salido fuera del país tras los tigres, y regresaron al pago. Así vino el maestro y se quedó tras el grupo de oyentes pendientes del relato.
Cuando Faustinito terminó, dijo un compañero de clase:
-Todo es mentira... Usted es un mentiroso.
El maestro fue quien replicó:
-No. No es mentira. Faustinito no es un mentiroso. Es un novelista. Un creador. Ustedes saben ahora cómo se cazan tigres y han oído los ruidos que la noche hace vagar por el monte... Cuando Faustinito sea un hombre, será un gran artista y ustedes se sentirán felices de recordar estos relatos... Porque éstos son de los que no se olvidan.
Los carboneros

Por la noche veíamos el resplandor rojizo de las hornallas y el humo liviano y azulino de la “quema”, subir suavemente a las estrellas.
Adivinábamos las figuras negras y apresuradas como hormigas de los cuidadores de “las bocas”.
Algunas noches la música de un acordeón, lejano y leve como el humo, parecía salir del horno mismo y quedarse vagando por el monte.
Los carboneros eran los dueños del humo de la noche, de las bocas con fuego de las hornallas, de la música del acordeón vagabundo. Del monte entero donde de hora en hora cantaban algún pájaro sin sueño.
Deseábamos ser carboneros como aquellos hombres.
Un atardecer sin luz, cruzado de garúas, nos acercamos a ellos.
Sus chozas estaban mojadas. En el piso de barro hacían equilibrio míseros catres de guascas.
Vestían ropas absurdas y calzaban tamangos de lona. En sus caras erizadas de barba ardían los ojos febriles.
–Hace noches que vigilan, defendiendo su tesoro de vientos y lluvias –dijo mi padre...
Fogones abandonados rodeados de huesos iban señalando su camino de conquistadores de la selva...
Pensamos en las noches de sus chozas con barro y sin luz. En sus catres sin calor. En la vigilia entre garúas y vientos.
El calor de los viejos troncos que ardían bajo el retobo de barro de los hornos no sería para ellos.
Desde ese día dejamos de envidiarlos.
Empezamos a quererlos.
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