martes, 9 de marzo de 2010

Héctor Tizón — FUEGOS ARTIFICIALES (1957)


Viejita

FUEGOS ARTIFICIALES (1957)

 --¡Es él!, ¡él!
La mujer daba alaridos y no cesaba de gritar.
--¡Ha  sido él! --decía la mujer señalándole con el dedo que era como un cañón de escopeta a boca jarro. La mujer estaba despeinada y sus pechos enormes se agitaban debajo del camisón, enormes, deformes, blandos, debajo del camisón que se adhería a sus carnes regordetas.

Cuando llevaron al imbécil que lloraba como un niño pequeño y temeroso, sin comprender, con sus ojos de viejo y su ancha boca, ni siquiera el más leve estremecimiento se pudo notar en las manos homicidas que recogieron el arma para guardarla nuevamente en su sitio.
El marido, que desde hacía ya tiempo se dedicaba a los cueros (a la venta de cueros de víboras y yacarés, que, una vez desollados y colgados durante los días necesarios en los interminables alambres del galpón ex profeso se enfardaban y eran transportados por él mismo en el viejo andariego ford  hasta el pueblo y desde allí lanzados por ferrocarril para volver convertidos en los cheques que él almacenaba en la infructuosa cuenta bancaria. Eso constituía, por cierto, un negocio mucho más productivo que el antiguo negocio del carbón, o que el obraje:  las ganancias eran relativamente repartidas, pero los riesgos sólo estaban en las piernas  y manos de innominados paraguayos y chaguancos que trabajaban en los esteros reverberantes y cálidos y las orillas anegadizas del Bermejo), permanecía todo el tiempo fuera de la casa y por  eso ni siquiera se imaginó que una bala le esperaría atravesando la noche para ir a incrustársele en la cara y destruírsela hasta quedar convertido en un guiñapo ensangrentado y cómico, junto al suelo, casi en el centro del patio mientras su mujer gorda  y semidesnuda acusaba al tonto gritando y agi­tando los brazos hasta que llegaron los demás.

Serían las tres de la mañana cuando sonó el estampido: El tonto lo escuchó desde el lugar donde dormía, no lejos de la cocina, y ya estaba por salir a ver jugar a los chicos desde el mirador, casi junto al portón que daba al camino. La atracción del ruido de pólvora de los fuegos artificiales era irresistible para él, Siempre le pasaba así desde que vio por primera vez encenderse las luces de bengala y escuchar el estampido seco de los cohetes en aquella  Navidad lejana. Con un gesto anhelante, se quedaba entonces absorto ante la trayectoria luminosa de la pólvora encendida. A veces los chicos, cuando lo descubrían o lo espiaban, venían hacia él para darle que sostuviera la mecha; a veces también le ataban cohetes en la parte trasera de los tiradores y se desternillaban de risa viéndole correr como un caballo loco.

La mujer había terminado por franquearle la puerta de su cuarto porque en ese calor interminable que le abrasaba el cuerpo, en las noches, necesitaba del hombre. Pero esa noche ella no esperaba al cazador de serpientes y yacarés que de pronto, antes de que el otro terminara de abandonar el lecho cálido y subrepticio, apareció con la linterna perforando el azulado follaje de los árboles junto al camino y llegó hasta el patio de la casa dando órdenes a los gritos.
Entonces descolgó la escopeta.

Él idiota también escuchó el estampido seco, rotundo, solitario, pero esa vez cuando salió no encontró a nadie, no sintió la carrera ni los gritos de los chicos, ni vio las luces de las cañas encendidas. Sólo vio la oscuridad y penetró en el patio que: era más bien un canchón donde estacionaban los carros y a veces pernoctaban los caballos, las vacas, los peones y los cerdos. Cuando él llegó, la mujer le dijo,-entregándole lo que todavía sostenía  entre sus manos: "tomá, agarrá. Con esto se hace fuegos artificiales". El obedeció con entusiasmo y aún alcanzó a disparar el otro tiro haciendo que la bala pasara rozando sobre el tejado hasta perderse entre los cocoteros rumbo al río. Vio el leve fulgor de la explosión en el percutor y escuchó nuevamente el mismo ruido, pero en cambio no vio el cuerpo del cazador de serpientes y yacarés caído junto al gran cantero en el centro del patio. Ni al otro hombre que sigilosamente se alejaba a grandes pasos hacia el fondo. Entonces la mujer comenzó a dar alaridos agitando el pecho y meciéndose los largos cabellos humedecidos por la traspiración hasta que los demás llegaron.  

2 comentarios:

  1. se paga hasta la inocencia ¡tantas veces!! excelente narración: breve, categórica, descriptiva. susana zazzetti.

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  2. ESte autor, pera mi, es un genio. Fabuloso el remate, gracias por traerlo. amelia

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