jueves, 11 de marzo de 2010




BANDERAS Y CALÉNDULAS

Por Eleuterio Fernandez Huidobro |*|

El proceso de liberación masiva de l@s pres@s politic@s comenzó el domingo 10 de marzo de 1985 hace hoy, exactamente, veinticinco años.
Ese día de fiesta salió la "tanda" más grande. El martes 12 salió otra (mucho mas chica) y por fin el jueves 14, sobre los últimos minutos del plazo legal (¡Que "finura"!), salimos quienes quedamos para "apagar la luz".
En los meses anteriores, en especial luego de las elecciones de 1984, hubo muchas liberaciones que fueron vaciando las cárceles. Pero en "cuentagotas".
El sábado 9 de marzo fue promulgada la Ley aprobada pocos días antes por el novísimo Parlamento del que también estamos cumpliendo un cuarto de siglo. Ella daba plazo perentorio y exigente hasta el jueves 14 de marzo para que la Suprema Corte de Justicia y las Fuerzas Armadas vaciaran sus horrendos campos de tortura y muerte.
Adaptando un texto que hicimos con Rosencoff para el libro "Memorias del Calabozo", queremos hoy recordar aquel domingo de hace veinticinco años:
Y sonó la estridente alarma de la cárcel. El ululante gemido de las sirenas y la intermitencia ronca de otros llamados a zafarrancho de combate. Venía el "enemigo".
Centenares de milicos armados hasta los dientes corrían de acá para allá, apostándose cuerpo a tierra en varios lugares, emplazando ametralladoras y morteros en otros... Fueron a buscar los perros que también entraron en situación de alarma, ladrando disciplinadamente.
- "¿Por qué viene la gente?
- "¡Saben que va a haber libertades!"
No podía ser otro el motivo de aquella multitud allí.
Los sargentos, que evidentemente no sabían nada, nos venían a preguntar a nosotros y a otros presos qué era lo que pasaba. A qué se debía aquello. Preocupados, porque no tenían orden ninguna de liberar a nadie.
Y porque la orden podía llegar de un momento a otro, urgente, y ellos no tenían a esos presos prontos. Ya se sabe cómo son las cosas: lo más probable era que los arrestaran por no tenerlo previsto...Por las dudas revisaban sus cuadernos y libretas de órdenes, no fuera cosa que se les hubiera traspapelado alguna...
Pronto les avisaron desde el comando que se aprontaran para recibir "radios" en los que se les comunicaría las liberaciones.
Iban a "largar" a los amnistiados que aún estaban presos.
Ni soñábamos con la posibilidad de que ese día liberaran a algún rehén, cabía cierta posibilidad en el caso de Zabalza.
La multitud no sólo crecía a ojos vista, sino que comenzaba a entrar por el camino lateral que conduce desde la ruta Uno al Penal de Libertad acercándose peligrosamente a las primeras barreras militares.
Vimos cómo salieron hacia allí varios vehículos provistos entre otras letales cosas, con gases.
De pronto comenzaron a llegar los benditos radios: incluía, cada uno, diez o doce nombres. Venían de la Suprema Corte de Justicia. Y cada "radio", con cada tanda, llegaba espaciado.
Cuando llegó el primero, no hubo gran problema: el sargento, ayudado por un cabo, fue por el segundo piso, celda por celda, "sacando" al liberado.
Oíamos la frase fabulosa: "¡Bajando con todo!"
Pero cuando los "radios" se fueron sucediendo, comenzó a originarse una especie de embotellamiento de liberaciones. Porque estos milicos querían, todavía, cumplir ciertos trámites y formalidades que no tenían ya sentido alguno.
Como era lógico, terminaron abandonando dichos papeleos absurdos y largando a la gente tal como venía.
La única ropa "civil" que los presos tenían, era la de gimnasia. No fue posible montar todo aquel otro dispositivo rutinario de las liberaciones anteriores con cuentagotas, en las que hasta preveían la traída de ropa civil por parte de la familia. Esto ahora era como debió ser siempre: masivo.
Así vestidos, los presos iban saliendo de la cárcel a pie, transportando sobre sus hombros todas sus cosas. Debían recorrer hasta la ruta, así, unos cinco kilómetros.
Nuestros ojos no daban abasto. Tampoco sabíamos adónde acudir preferentemente: allá en la ruta, a lo lejos, teníamos una multitud agitando banderas; debajo de nuestras ventanas, la desparramada caravana de los compañeros que se iban yendo, de a uno, de a dos, de a tres... Como un camino de hormiguitas hacia la libertad, con los bártulos al hombro, saludándonos. Saludando a los que se quedaban.
Puños en alto, gritos.
Y dentro del edificio del celdario teníamos a los compañeros liberados que eran llevados al primer piso, donde nosotros estábamos, a firmar un papel antes de irse. Allí les podíamos dar la mano entre los barrotes.
Algunos con la cara bañada en lágrimas, "¡Los vamos a venir a buscar!", nos decían, yéndose.
De pronto la gran noticia: entre los nombres de una tanda ¡Jorge Zabalza! Corrimos a decírselo.
Se vistió rápidamente y rápidamente armó sus bultos. Ajustamos los últimos detalles de una cantidad de cosas, y cuando estábamos en eso...
La otra gran sorpresa: ¡también se iba Pepe Mujica!
Y esa sí nadie la esperaba. Hubo que ayudarlo a empaquetar las cosas y vestirlo bajo riesgo de llegar tarde a la libertad...
"Vos, Zabalza, tenés que ayudar al Pepe a llevar las cosas". Era más joven y no estaba tan enfermo.
Bajo la ventana seguía yéndose la caravanita de presos mientras caía la tarde: algunos muy viejos, otros rengueando... Se ayudaban mutuamente a llevar los bultos. Se sentaban a descansar un ratito al borde del camino mirando hacia la multitud que tras las barreras los esperaba. Rodaban muchos paquetes a las cunetas.
Zabalza y Mujica fueron saliendo del piso. El Pepe llevaba, bien agarrada, la escupidera rosada que algún día deberá exhibirse en una vitrina del Museo de la Revolución.
Había plantado en ella las caléndulas que cultivara en los canteros de la cárcel.
Y habían florecido... Como esos cascos de guerra abandonados en el campo, donde algún pájaro hizo su nido.
Los vimos irse desde la ventana. Ambos ayudando a otros. Entreverados con los demás.
Flameaban las caléndulas florecidas.
Las vimos irse en la escupidera, todo un símbolo, con Pepe y Zabalza.
Hasta que las perdimos de vista.
Empezó a garuar finito sobre las caléndulas y las banderas.
Algo garuaba también, y finito, en nuestro interior.

*| Escritor, senador de la República.

enviado desde Barcelona por Ernesto Ramírez

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