jueves, 4 de febrero de 2010

NARRATIVA REMINISCENCIAS: EL ENFERMO LITERARIO - C. Arturo Trinelli

urbana

         
      Los médicos sostienen que los libros me enfermaron, que leí mucho y me enfermé. Cuando uno de los de la junta médica se dignó a hablarme para ponerme en antecedentes de tan sesudo análisis lo sorprendí; le dije que yo lo sabía, que ya me lo habían dicho. Quién. Bukoski, le respondí. Como suele ocurrir cuando se ha engañado a una persona, el rostro del doctor me pareció desconocido, nuevo, como si fuera el de un extraño, recordé la reflexión de Nabokov.
     Cuando llegué a mi casa le entregué el resultado de mis estudios médicos a mi esposa, aquí abro un paréntesis (utilizo el término mi esposa en lugar de mi mujer debido a que sostengo que no es mía, es de ella. Este concepto lo aprehendí de una anciana mapuche a la que interrogué sobre las bondades de su perro y ella me corrigió que no le pertenecía, que el animal era de él mismo, cierro el paréntesis ya que es fácil volver a abrirlo según Macedonio Fernández). Entonces, decía, le di los papeles que contenían los estudios. La intención era doble, informarla y perderlos. Las mujeres guardan los objetos más inútiles pero no pueden conservar papeles, por venganza, indiferencia, descuido o por orden siempre terminan por quemarlos, según Abelardo Castillo.
     La información detallada de mi síntoma, (ahora que lo pienso algo así como El Mal de Montano), la preocupó, más que nada por ser conviviente y estar expuesta al pensamiento impuesto de que la verdad sea más positiva que la ficción, verdadera fantasía moral, y estoy parafraseando a Saer.
     La tranquilicé citando a Schopenhauer, el secreto de la salud es la fatiga voluntaria y el secreto del recobre de la salud es el descanso, me  voy a la cama porque Bacon sostenía, en la enfermedad el cuidado en la salud la acción. En todo, no del todo. Me lavé los dientes y me acosté, ella me siguió para convencerme que hiciéramos un viaje, que visitáramos a su madre, mi suegra. Mi esposa es boliviana de La Paz. ¡Por favor! En localidades sobre el nivel del mar el piso te llega a las rodillas, respondí ofuscado. Vayamos a lo de mi hermana. Mi cuñada vive en Seattle y uno está expuesto a hablar idiomas que no sabe. Lapsus-calami genial extraído del humor inteligente de Macedonio y para continuar en igual sentido hice silencio ya que hablar es la única errata posible.
     Nos dormimos culo con culo como siameses autóctonos y despertamos cada uno en lo suyo. Lo de ella era preparar el desayuno, lo mío no resignarme a ofrecerme a la época tal como me ansía. Me senté en silencio y el silencio de ella me sonó a prejuicio. Ser culto es ser oculto, le dije con el primer sorbo de café. Ya vamos de nuevo y el día apenas empieza, vociferó con el estruendo del crujir de una tostada. Luego hizo hincapié que de persistir en mi postura se vería obligada a dejarme solo con mi fracaso. No sé si fracasé sólo tuve pequeños éxitos, me defendí con el argumento de Carlos Fuentes. Lo ignoró. Afuera hay un mundo que late, que hace..., dijo rayana en lo cursi. Yo soy el mundo, dije y canté un verso de Le Pera, en loca algarabía el carnaval del mundo gozaba y se reía...
     Se fue a lo de una amiga, no pregunté cuál ni para qué, supuse de quién se trataba así como que de la reunión no saldría ningún resultado del intelecto.
     Abrí un libro de Miguel Ángel Asturias, Hombres de Maíz. Cumplí satisfecho con los ritos iniciáticos que me inspiran todo comienzo de lectura. Leer las solapas, la contratapa, ver la cantidad total de páginas, sopesar el tamaño de la letra, recorrer los retiros de tapa, confirmar el autor de la ilustración, olerlo, sí, leyeron bien, si el libro es nuevo, lo huelo. Me encanta ese olor de papel mezclado con el olor de la tapa nueva. Luego mido en cantidad de páginas el primer capítulo y comparo, en el índice, si existe simetría con los demás. Estas acciones que pueden resultar caprichosas me producen placer. Placer que reitero si, cuando aproximo el fin de la lectura, anhelo que el libro no termine.
     Pasé las siguientes dos horas leyendo, abandoné porque me asaltó una languidez que me recordó el horario del almuerzo. (Otra de mis fijaciones consiste en no dejar de leer entremedio de un capítulo sino llegar al final. Este método tiene el inconveniente de que, a veces, debo compulsivamente comenzar el próximo y el siguiente bajo la promesa volátil de que será el último).
     Saqué del freezer una milanesa de pollo que parecía una manualidad escolar adornada con brillantina. La puse en el horno, después de un rato, siempre incierto, abrí el horno y la di vuelta para adornarla con queso y tomate. Me serví una generosa ración de vino tinto para matizar la espera y recordé a Borges: Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia/ Como si ésta ya fuera ceniza en mi memoria.
     Comí moderadamente y bebí en manera contraria tanto que a los postres (una banana) parafraseé a Charles Agustín Sainte-Beuve: El que abusa de un líquido no se mantiene mucho tiempo sólido. La botella transparente pareció darle la razón cuando me incorporé para ir al baño, sin embargo, hallé el rumbo como bien sostenía Nils Kjaer : El que se pierde es el que encuentra nuevas sendas.
     Me dormí sentado en un sillón. Una siesta reparadora sin relación al tiempo. Desperté fatalmente. Miltona, mi esposa, todavía no había llegado (el padre, mi suegro, al que no conocí, se llamaba Milton) (no abro, como los paréntesis, juicio de valor sobre el nombre de mi esposa a la que siempre llamé Mil) (como si fuera una cantidad de mujeres en vez de una).
     Comencé sin proponérmelo a mirar por la ventana que da al jardín. No vi nada, salvo el jardín y sin embargo, me embargó una laxitud que me hizo pensar en la belleza del don, el gift, para los ingleses, de la vida y agradecí a la cópula que me dio origen.
     Tomé un libro de la biblioteca con el que me solazaba en estado abandónico como el que ahora me gobernaba, Desacralización de lo Sacro de Arthur Mc. Ociv, un escocés con un sentido acerado de humor corrosivo. Va un ejemplo, sobre Borges escribió: “Mire usted a Borges, el onanista crónico, el artista de la derecha plutocrática por excelencia, la gente lo admira, pero en el fondo Borges es un personaje totalmente repulsivo, todo en Borges es cómico, de una comicidad desvalida. Cuando leemos a Borges es como si leyéramos un informe de laboratorio elaborado por los propios cobayos. Tal vez eso sea lo meritorio.”
     Miré la hora, Mil seguía ausente, decidí llamar a la casa de su amiga. Me atendió el marido, un vendedor de condones, o mayorista de condones, un tipejo con el que nunca crucé más que frases de circunstancias. Un controlador anodino de la natalidad y seguro anticlerical.
     Me presenté e interrogué por mi esposa. El hombre me dijo que él también estaba preocupado (suponiendo que yo lo estaba), debido a que Carlota no se ausentaba tanto tiempo de la casa. Corté. Iba a comenzar a preocuparme pero recordé que era viernes, día de Venus y de la feminidad trascendente.
     La noche tomó forma y avanzó, el vendedor de condones me devolvió la llamada, los dos seguíamos solos. Me quedé con mis pensamientos, por qué un hombre común no podía ser Jesús o Da Vinci,  la idea me la había instalado Carlos Fuentes, la respuesta era tan sencilla que parecía de Perogrullo, es más fácil bajar que subir, es más sencillo ser un primate o un vendedor de profilácticos que un Sísifo.
     Tomé mi cuaderno de notas y escribí: Me refugio en las rutinas por mi temor a las convenciones sociales. Abajo anoté: Convenciones frecuentes, cumpleaños, bautismos, velatorios, casamientos,
     Miré la hora y como Mil no estaba se me ocurrió por un instante que Carlota y Miltona habían huido como Thelma y Lousie.
     No me equivoqué y me puse contento. El vendedor de forros me llamó para que juntos hiciéramos la denuncia de la desaparición. Después lo hizo de nuevo para mostrarse indignado por mi indiferencia. Intenté explicarle que lo importante de la literatura no radica en sus significaciones lo que no quiere decir que no existan y que no tengan importancia. Al fin, si las chicas desaparecieron, por algo será...

3 comentarios:

  1. Siempre me gustó mucho este texto Arturo, es la enfermedad mejor contada, subís, bajas, nos paseas cómo si estuviéramos adentro de tu cabeza en el momento que ocurre. Pocas veces he dicho esto. Sabés que es de lectora nomás, pero me parece excelente. Abrazo. Mercedes Sáenz

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  2. Que lindo es leerte amigo, que lindo, porque tu literatura y también tu amistad han aportado mucho a mi vida.

    Leticia

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  3. Arturo, tu pluma pasea con estirpe de literatura que dice cosas, divierte con ese humor donde subyace el histrionismo de la criatura humana, y deja -siempre- un escozor entre filosófico o estomacal (la grosera angustia de la realidad).
    Andrés

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