domingo, 24 de octubre de 2010




Fernando Sorrentino


Cosas de vieja


En esos días de lluvia, Mario se empeñaba en que quería comer buñuelos preparados por la abuela. Ella, con halagada sonrisa, consentía sin dificultad, y mandaba a  la Coca a  limpiar  las pelusas debajo de los roperos o a ordenar el cuartito de las cosas inservibles: tal era su  sistema para quedarse dueña absoluta de la cocina. En la casa tan grande, tan oscura, tan sola, yo podía  elegir  entre  permanecer mirando  cómo  las manos  venosas  de  la  abuela  elaboraban  prolija  y lentamente  los buñuelos  (que ella  llamaba biñuelos), o  irme con  la Coca a verla acomodar  los trastos del cuartito de las cosas inservibles. La Coca lo llamaba altillo, pero yo sabía bien, por el Pequeño Larousse Ilustrado, que un altillo no podía hallarse en la planta baja, en un rinconcito cuya ventana daba a  los  límites del  jardín,  junto  a  la medianera de  ladrillos, un  lugarcito muy callado  y  húmedo donde  había  una  plancha  rectangular  de  hierro  oxidado,  unos  azulejos floreados y una canilla para regar el  jardín. Aunque el grifo carecía de llave y, de todos modos, nadie regaba el  jardín, y ni siquiera era un  jardín: no tenía plantas ni  flores de cultivo, pero sí yuyos y enredaderas heterogéneas, bichos bolita, hormigas, charcos, sapos y lauchas.
Creo que yo ya  tenía catorce años cuando supe cuál era el aspecto exterior de  la casa. Yo casi nunca  salía,  y,  en  ese caso,  iba  y  volvía por  la misma  vereda de  la  casa, de modo  tal que sabía de memoria los edificios de enfrente pero no conocía el que me guardaba desde que nací.
Una  vez  se me ocurrió no hacer otros  ángulos que  los  rectos,  sin  cruzar  en  diagonal ninguna calle.  Caminé  desde la  esquina  por  la  acera  de  enfrente.  Por  la  izquierda  superaba  verjas  de alambre o de hierro y confusas vegetaciones; por la derecha, cada tantos metros, se renovaba un árbol prisionero en un cuadrado de tierra. En primavera y en verano las ramas se juntaban en el cielo, y el sol pasaba apenas, en retacitos, como a través de un inquieto y fresco cedazo. Pero ese día era  invierno y era el atardecer. Tan triste todo, con un vientecito desganado, mudo,  la calle vacía y esas lucecitas, que salían ya como apagadas de salas de techos altísimos. No sé por qué, me daban como unas ganas de llorar, y en seguida pensé en Mirta, una chica, mayor que yo, que estudiaba en mi colegio. Yo estaba sobre mosaicos azules y blancos —uno blanco y otro azul—, con nueve cuadraditos en sobrerrelieve, y una página sucia de El Gráfico iba a volarse a caballo del viento. La pisé a tiempo y, sin inclinarme, leí “Musimessi, figura en Newell’s”. Lo liberé, y el papel  salió  arrastrándose  con  un  gemido  áspero,  y  fue  a  encallar  en el  agua  servida.  ¡Qué lúgubre, mi  casa!  Apenas  si  se  veía.  Enredaderas mustias  y  oscuras  cubrían  la  verja  negra y oxidada;  detrás,  palmeras  grises,  pinos  descascarados  y  el  omnipotente  gomero  ni  dejaban asomar  la  osamenta opaca  de  nuestra  casa,  cuyas  paredes  eran mapas  de  grietas  y manchas.
Pero  contra  el  cielo  blanco  se  recortaba  el  puntiagudo  techo  a  dos  aguas,  techo  de  tejas  que habían sido rojas y ahora eran violetas o del color del barro.
En  la casa había también un altillo, pero como en él dormía  la Coca, ya no era altillo sino dormitorio; aunque  la abuela  lo  llamaba  el cuarto de  la muchacha  (y además decía  tránguay por tranvía y botines por zapatos, y el subte de Primera Junta para ella era siempre el Anglo). A mí me  gustaba  esa  piecita  con  el  cielo  raso  en V  invertida  y gruesas  vigas  de madera  oscura.
Sobre un banquito de cocina señoreaba una radio muy antigua, muy alta, muy poco audible, en la que cada noche ella escuchaba el radioteatro de Radio El Mundo. Usurpaba media habitación un inmenso ropero de caoba, de tres cuerpos, con un espejo ovalado. Al abrir la puerta, sujetos  con  chinches,  estaban: Gardel,  vestido  de  gaucho  celeste; Robert Taylor,  de  cowboy;  y Ángel Magaña,  de  saco  y moñito;  también  una  estampita  de  la  Virgen  de  Luján  y  otra  de Ceferino Namuncurá. De la pared colgaba una fotografía coloreada (el día de su casamiento con Ricardo), donde la Coca casi no era la Coca, con ese peinado tan alto y esos labios tan rojos y tan finitos.
Sobre el mármol de la mesita de luz había un frasco de agua de Colonia y una barrita de azufre.
Sin embargo, lo mejor del cuarto era una ventanita circular, como si fuera un ojo de buey, que se abría, por mitades, en dos vidrios rosados.
Por eso, cuando se decía que la Coca iba a limpiar el altillo, significaba, en realidad, que iba a ordenar el cuarto de las cosas inservibles. Mucho le agradaba a la abuela que Mario le pidiese buñuelos, no tanto porque le gustara prepararlos, sino más bien porque así recuperaba un poco de la importancia que tuvo en otros años, cuando era ella quien dirigía todas las cosas de la casa, cuando  todavía  no  habían  empezado  a  dejarla  a  un  lado.  Claro  que,  como  chocheaba (arteriosclerosis, ochenta y seis años), no era  injustificado que  tuviese manías, no era extraño que  se  confundiese  y olvidase,  no  era  censurable  que  a  veces mintiera  o  inventara. El  doctor Calvino afirmó que eran cosas de la edad; para ello no existía solución científica y simplemente había que admitir la situación tal cual. Sea como fuere, de todos modos la abuela era adorable y no molestaba a nadie. Pasaba  las tardes de otoño e  invierno con una pañoleta en  las rodillas y una bufanda en los hombros, hamacándose en la enorme mecedora, que, sin embargo, perdida en la interminable sala empapelada de flores lilas y pájaros verdosos, parecía pequeña. Allí, con las  manos  entrelazadas,  pensaba  quién  sabe  en  qué,  mirando  a  través  de  la  mesa negra  y ovalada, cubierta siempre por una carpeta cruda tejida al crochet. Cuando no, limpiaba todos los objetos metálicos  de  la  casa  hasta  darles  un  brillo  enceguecedor,  y  ese  brillo  era  como  un escándalo  entre  cosas  tan  opacas  y melancólicas.  Yo  solía  buscarle  candelabros  de  bronce  o fruteras de plata, pero Mario me  lo prohibió, considerando que así estimulaba el desarrollo de algo  que  podría  denominarse  manía.  De cualquier  manera,  ahora  que  los  días  eran  más templados, a la abuela se le había dado por vagar al atardecer por los rincones inexplorados del jardín, que lo eran casi todos; se sentaba, bien lejos de la casa, en una sillita de paja, hasta que al fin  la Coca salía a buscarla y  la obligaba a entrar, porque podía ser muy peligroso el  rocío del anochecer. Convencerla de que se quedase en la sala era difícil, y cada día pasaba más horas en el jardín, generalmente cerca de la estatua destruida. El doctor Calvino aconsejó que se la dejara hacer su voluntad, pero cuidando de que no tomase frío, debido a la endeblez de sus bronquios.
Era cosa de no creer que, la noche de la tormenta de Santa Rosa, cuando Mario se levantó para  asegurar  las  persianas, la  abuela  ambulara  por  el  jardín,  bajo  la  lluvia  y  agitada,  tenue planta  como  era,  por  el  viento  helado  y furioso.  El  doctor  Calvino  diagnosticó  pulmonía,  y, ahora, a la chochera se agregó la fiebre, y la abuela empezó a delirar con los hombrecitos. ¿Los  hombrecitos? Sí, los hombrecitos vestidos de calzón amarillo y chaqueta roja, que se empinaban sobre botas negras y muy altas, que se cubrían  la cabeza con un bonete azul de terciopelo. Era inútil  que  la  interrumpieran  con  la  noticia de  que  Telma  había  tenido  mellizos,  o  que  tía Marcelina  le mostrara  las  sábanas  que  acababa  de  bordar.  La ciudad  de  los  hombrecitos  se llamaba Natania y constaba principalmente de bosques, torres y puentes; la ciudadela del rey y los  tres ministerios  estaban  custodiados  por  leones  alados  y  por  toros  con  cabeza  de  águila.
“¿Por  estatuas de  leones  y de  toros?”. No, por  leones  y por  toros de  carne  y hueso. El doctor Calvino puso esa cara tan especial que asumen  los médicos amigos de  la  familia, y  la casa  fue paso  obligado  de  remotos  parientes, solidarios  en  la  desdicha  que  ya  llegaba. Cuando  la  sutil vidita de  la abuela se acabó del todo,  llegaron  los de  la funeraria con  los absurdos ornamentos  con que se  recibe a  la muerte. La capilla ardiente se erigió en  la sala donde  la abuela  lustraba metales, y las manijas del ataúd brillaban casi como si ella misma las hubiera bruñido. Las dos hermanas casadas y  la solterona  la  rememoraron  joven, siempre  tan guapa y dispuesta, y  tíos escribanos  o abogados  consumían  café  y  coñac,  y  calculaban  las  posibilidades  de  Balbín-
Frondizi  frente  a  las de Perón-Quijano. Toda  la  noche  contemplé  rostros  sucesivos  (y  a  veces pensaba en Mirta) y, desertando del velorio, me  interné en  la maraña del  jardín, entre rugosas palmeras y campanillas azules que se morían apenas se las arrancaba. Lloré, aunque despacito, de sólo recordarla por allí, con sus anteojos y su abrigo negro. 
Mario permitió que  la Coca, que  estaba  separada del Ricardo  aquel de  la  foto  coloreada, llevase a vivir consigo a un novio o cosa así, ahora que no estaba la abuela para escandalizarse.
Resultó  ser  un  individuo  torvo,  de  poco  pelo, malas maneras  y  ninguna  palabra. Durante  la primera  semana,  al volver  de  no  sé  dónde,  siempre más  o menos  a  la misma  hora,  pasó  las tardes observando por  la ventanita circular hacia  la casa de enfrente. El sábado mostró poseer un perverso espíritu innovador: empezó a introducir toda clase de modificaciones y, con la venia de Mario, se ensañó en revolucionar todas las cosas, que estaban tan bien como estaban.  Proyectó  comenzar  con  el  jardín,  nada menos:  cortar malezas,  sembrar  césped,  cultivar flores. Y entonces el  jardín no sería otra cosa que un  jardín, es decir, una cosa  lisa y  limpia y clara, y no un lugar misterioso y secreto. Yo ya no podría pensar y jugar en el rinconcito formado por  la  palmera más  gruesa,  el  cerco  de  ligustros  desordenados y  la  estatua  tumbada  y  rota, cubierta de musgos y líquenes, como diría el manual de Botánica de primer año. Alrededor del pedestal de la estatua los yuyos habían crecido hasta ocultarlo por completo, pero debajo —si es que alguien  lo podía  levantar, ya que era pesadísimo—  la  tierra era plana y apelmazada en un círculo perfecto, y era en el círculo donde estaban los primeros accesos de comunicación. Hacía mucho tiempo que ese bloque de mármol estaba perdido en el jardín: ELISA Y MARIO, declaraban un corazoncito y una flecha medio borrosos, y Mario hacía más de veinte años que era viudo.
El perro de los vecinos retrasó el plan del novio de la Coca. Ladraba y lloraba día y noche; era un perro estúpido e insoportable y, en efecto, él no pudo soportarlo: en un rasgo muy típico de  su  manera  de  resolver  los  problemas,  le arrojó  carne  envenenada  por  encima  de  la medianera.  Los  vecinos —que  también,  aunque  por  otras  razones, eran  gente  desagradable— formularon  la denuncia  a  la policía,  y  él  tuvo que pasarse dos días  en  la  comisaría. Al volver, prefirió remozar el interior de la casa. Ya Mario estaba muy viejo y no influía en absoluto; era un trasto más que, en lugar de ocupar un sitio en el cuartito de las cosas inservibles, lo ocupaba en la  biblioteca:  con  esmerada  caligrafía antigua,  en  un  cuaderno  escolar  copiaba  —¿por  qué?, ¿para qué?— poesías  románticas o altisonantes. Pero  las semanas  iban pasando, y el sujeto ya terminaba de renovar y pintar toda la casa, unos colores cada vez más claros y luminosos, y en seguida atacaría el jardín. Empezó a limpiarlo avanzando en un círculo cuyo centro era la casa.
Cierto que  faltaban muchos metros hasta  la estatua, y que aún me quedaba algún tiempo para conversar  y  enterarme de  otros  detalles.  Mientras  tanto,  él  arrancó  las  primeras  malezas, eliminó  las  latas y  las piedras que se habían acumulado a través de más de veinticinco años de desidia, mató infinidad de sapos inocentes, y trazó así la primera vuelta del círculo. Por suerte, día a día el avance se hacía más  lento, pues  las nuevas circunferencias eran cada vez mayores.
En  el  colegio  yo  me  hallaba  nerviosísimo  pensando  que  ya  estaría  llegando  al  pino  Julio (mirándolo desde un ángulo muy preciso, los nudos rezaban JULIO), y, en efecto, había llegado: la  tierra  ya  estaba  perfectamente desbrozada  y  alisada  a  su  alrededor.  Ellos  ya  habían comenzado  una  ordenada  migración  y,  aunque  me  debían el  aviso,  nunca  consintieron  en  decirme  a  dónde  irían  a  instalarse.  Para  peor  de males,  el  domingo  se  privó  de su  habitual tertulia y partida de billar con sus amigos, esos tipejos del café, seres de pucho en  los  labios, y permaneció en el  jardín tomando mate con  la Coca y  leyendo  las mentiras del diario, de modo que nada pude adelantar. Al otro día me esperaba una prueba escrita de zoología, y yo no podía concentrarme,  se me  iban  los  ojos  por  la  ventana.  No  estaba  de  humor  para  la  ameba  y  el paramecio;  no estaba  para  pensar  en  esas  estupideces,  teniendo  la  certeza  de  que  el  lunes llegaría  inevitablemente  al  pedestal. A  las  dos  de  la mañana  fui  a  despedirme,  y  quedé  tan nervioso que ya no pude pegar un ojo. De zoología no me acordaba nada; traté de copiarme y la profesora me  sorprendió  y me  quitó  la  hoja. Por  fin,  entonces,  en  el  banco del  colegio,  pude quedar cómodo y desocupado para poder  recordar una vez más a  los hombrecitos vestidos de calzón amarillo  y  chaqueta  roja  que  se  empinaban  sobre  botas  negras  y muy  altas,  que  se cubrían la cabeza con un bonete azul de terciopelo.

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7 comentarios:

  1. SORRENTINO ES MUY BUENO TAMBIEN. HAY MUCHOS DETALLES EN ESTE RELATO QUE EMBEBIO EN NOSTALGIA.

    EDGAR BUSTOS

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  2. Fantasia y realidad enlazados en una prosa llena de colorido y sabiduría. ¿Cuál es la verdad? ¿Qué es sólo imaginación? Iris D.

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  3. Fernando Sorrentino tiene esto que dice Iris, la realidad y la imaginación pero es eso precisamente, lo que produce de la atención y la reflexión de quienes leen. Cuando algo en la lectura nos incentiva seguramente nos llevará a pensar más allá. Es un excelente autor.

    Lily Chavez

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  4. Un cuento de un excelente escritor. Gracias por enviarlo a la revista
    Andrés

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  5. Tengo tan poco tiempo, que siento impotencia cuando son textos largos o mucho para leer. Sorrentino es excelente.

    Irene

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  6. Capo Sorrentino, En defensa propia fue el primer cuento que leí de él, de un librito que tiene olor a naftalina que me regalo mi abuelo y que se llama Cuentos Clasificados O . Fue placentero leerlo.

    Lalo Ledesma

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  7. Sabe a nostalgia aunque ese no sea el punto. Enternecedora la mirada infantil que va descubriendo y eligiendo un mundo que le quitan, igual que ese "su lugar misterioso y secreto" que se convertiría nada más que en jardín. El descubrimiento de la perdida de tiempo en cosas vanales. Y el encuentro con su propio lugar pensante: la elaboración de dónde la verdad y la fantasía y aquellos hombrecitos con la cabeza cubierta de un bonete azul de terciopelo. Nostalgiosa ¿ficción> embebida de recuerdos al encuentro de las cosas y seres que se van perdiendo, y las perdidas y despertares. Muy bueno. ElsaJaná.

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