sábado, 16 de octubre de 2010

ANDRÉS ALDAO


Aserrín...Aserrán... (4)


3. Entreacto

Porque la infancia había terminado tan
prematuramente para ellos, que luego casi
no recordaban haberla conocido...
Antonio Muñoz Molina



Salgo desde Madrid; la etapa final de mi periplo. El aerobus llega a horario y sale en punto. Repaso los borradores... Su lectura me traslada a los años de la niñez. Este relato es sobre otro Buenos Aires, concernido a un país de inmigrantes que cambió a la sociedad colonial por la metrópoli primitiva de barro y casas bajas, y conventillos que albergaban a los millones de inmigrantes, la ciudad fundada dos veces en el mismo pozo húmedo y reumático.

Mis padres, los rusos de la historia, se adaptaron a la América de la pobreza, a la del lenguaje tan incomparable con el propio, hablado como la jerigonza del ancestro y los modismos del idioma del país de origen. Pero todos alcanzaron las orillas del mate, la carne asada, los ñoquis y los tallarines, las ensaladitas, la música y las letras del tango, el  Diario y El Mundo (este último cinco guitas después de las once de la mañana).
En 1936 finaliza mi etapa de pequeñín de la familia del sastre inmigrante, y empiezo el futuro de escolar en los finales de la década infame.
La escuela más próxima está a la vuelta de casa, sobre la calle Luis Viale. La conspiración familiar, aprovechando que vivo en mis burbujas, me da una sorpresa que debí bancarme algunos años... Era una escuela “mixta” en la que los mixtos éramos unos pocos giles sobreprotegidos. Mi hermana la pelirroja cursaba el 4º grado y con ese  comedido pretexto me anotaron allí. Tenía que convivir entre las nenas que jugaban a las figuritas, cuchicheaban y retozaban en los recreos con sus esparcimientos femeninos. De todas maneras, en esa escuela fui un ave de paso. Los deberes, si los hacía, era cinco minutos antes de salir. Las lecciones las aprendia memorizando mientras la maestra dictaba.. Mi tarea escolar preferida era leer el libro de lectura, luego el de mi hermana en los primeros días de clase, y a lo largo del año. Historietas, novelitas de Sexton Blake, Edgar Wallace: el mundo urbano que, conjeturaba, existía fuera de mi reino interior... Todo el resto rutina y vida propio. A mi hermana la vieja le concedió el privilegio de cuidar del hermanito en las horas de la escuela, no fuese que las nenas decidieran violarlo... Y el flamante escolar se introducía, perpetuo móbile, en el universo rioplatense, en la lengua, los gestos, la conducta, el “modelo”... 

La historia es un sueño, discurro hoy, una fugacidad, un texto de estudio, una rareza o una elegante curiosidad para quien no la ha vivido o fue su protagonista. Buenos Aires siempre fue la ciudad puerto, el eje, el vampiro cruel que succionó las riquezas y la sangre del resto del país, la que disfrutó de todos los privilegios.

Pasé mis años felices en Caballito (1936 a 1940). Infancia, arroyo Maldonado, la calle Gaona (que brillaba de día y se opacaba al atardecer), los primeros pasos en la escuela, referidos en cuentos que aparecen en este libro... Durante mi travesía por el reino de la infancia ocurrieron hechos históricos que tuvieron consecuencias  para el futuro del país y del mundo. Estábamos en los estertores de la década infame. En 1939 la República española fue derrotada, comenzó la 2da. Guerra Mundial, Alemania ocupó casi toda Europa y la Argentina debió abastecerse con sus propios medios de producción.
El modelo agroexportador estaba agotado: allí empezó la nueva historia. Mientras la guerra echaba sombras sobre el futuro, hubo un repunte económico, la década infame y la desocupación iban cediendo... Mi viejo comenzó a trabajar como obrero a domicilio. Nuevos vientos soplaban en la Argentina oligárquica y conservadora. Esa mejoría económica me desclavó del barrio encantado (volvería victorioso meses después). La nueva dársena fue Villa del Parque, a 30 cuadras de Caballito. Un derpa de dos ambientes y un cuarto en la terraza, patio, baño y cocina. Nazca y Jonte, frente a las casitas baratas, el bar Punta Brava y el cine Sol de Mayo. Barrio sin conventillos...

El extrañamiento, comenzar de nuevo. Año 1941, voy a la escuela de San Blas, al lado de la cancha de Argentinos Juniors. Pero Caballito es el tam tam de la jungla, el tablado, la llamada que llega, misteriosa, etérea, impalpable... hasta la profudidad del alma...
Los viejos laburan duro. Allí termino la primaria con el maestro Piccardo cuyo nombre −seis décadas largas−, recuerdo con un agradecimiento que acabé de entender muchos años después, cuando comencé a borronear cuentos y relatos en el exilio. Fin de la infancia, tránsito a la pubertad, la edad de los conflictos y dramas existenciales que se toleran como la gripe, el empacho o el acné.
En esa casa cumplo, en 1942, los trece años. Mi cuerpo se estira, crece y se desgarba. El día de los trece años pasa de largo, común y sin pompas. Ninguna ceremonia; el viejo es ateo, bolchevique, proletario y antifascista.Ya soy ateo y descreído.

En diciembre de 1942 la guerra no pinta muy bien. Crítica trae los mapas de los lugares donde se combate. Hitler avanza y el ejército rojo, con sus amomiados mariscales al frente, detiene con la nieve y el invierno los avances de la blitzkrig. Nombres de lugares, batallas, mariscales germanos y rusos que se graban y no se olvidan.
La prensa de Buenos Aires apoya a los “aliados”, nombre eufemístico de dos países derrotados, Inglaterra y media Francia conquistada, y la otra, la vasalla, Vichy, presidida por el anciano colaboracionista, Petain.
Las conversaciones de la familia con los vecinos y paisanos son pesimistas, pero el voluntarismo ciego del viejo no cree en (ni acepta) la derrota. 
Me contagia, me educa en la quimera sin saberlo, sin proponérselo. Me da una meta y un camino. Me embebe en sueños de combate y redención. Yo lo ignoro, entonces, pero a mediados de ese último mes del año 1942 me acerco a un local sobre la calle Jonte y Helguera de Buenos aires... Fue el inicio de la larga marcha, como el de una locomotora que se pone en movimiento con lentitud y sus émbolos van cobrando fuerza, ímpetu y velocidad. Así consagro mi vida por la causa. Y no paro (me paran!) el 1º de noviembre de 1974, en que la Triple A y coordina me derrotan. Inicio pues la ruta hacia el destierro. Al ostracismo.

Termino el entreacto. No retomo la escritura, pero mis recuerdos vibran en la memoria. Tengo que resolver: continuar o dar fin a mis evocaciones.
«Aquel rusito republicano” fue una tarea de historiador, biógrafo y relator, con muchos elementos personales que me involucrarían en los hechos.
Apuesto: el tema me seduce. Es retornar a la infancia y la adolescencia, revivir un pasado que, aun en su pequeñez, forma parte de la historia argentina a través de personajes muy cercanos a mi vida. Otros se han perdido en el silencio, en la oquedad del olvido. Yo seré el pretexto, el eje, el relator. Casi siempre partícipe o testigo. Las evocaciones superarán la sordidez de la omisión. la displicencia del entorno. Entonces me decido...

Todo el resto fue (y será) escrito y está rescatado por el que fui. Aquel rusito republicano de las calles de Caballito. ■

5 comentarios:

  1. Cada vez que "escucho" a ese rusito recuerdo lo que dice Rilke:"La verdadera patria del hombre es la infancia".
    Un abrazo al hombre y al niño que siempre te acompaña. Gracias por compartir, amigo.
    Amelia

    ResponderEliminar
  2. Que hermoso Andrés, tenés las palabras justas para que al menos yo recuerde mi niñez y mi adoscencia...porque creo que todos guardamos esos recuerdos vividos dentro de nuestro corazón.

    Abrazo

    romi

    ResponderEliminar
  3. Tus relatos me llevan de la mano, Andrés. Voy descorriendo cortinas que ni siquiera sabía que existían y crezco a la par de tus pasos. Isa

    ResponderEliminar
  4. En el caso de Andrés Amelia, creo que nada más acertada esta frase de Rilke. Ojalá que todos pudieran llevar adentro también, esa infancia consistente y feliz pese a los avatares. Tuviesen tan fresco en la memoria los recuerdos y Andrés tiene a favor esto de expresarlo y por lo tanto que les llegue a otros, entonces esas vivencias no se pierden ni en él ni en quienes tenemos el placer de leerlo.

    Lily Chavez

    ResponderEliminar
  5. La Pelirroja, cuya mano tomó la mía en febrero de 1936 con ocasión del día del sepelio de Carlos Gardel, ha tenido en estos días un cuadro de ACV.
    Desde este comentario, desde el alma, ruego que se sobreponga y lo supere.
    Para mi única Hermanita.
    Andrés

    ResponderEliminar