Soy el desconocido, el forastero,
como siempre le ocurre a alguien que retorna
cuando ya se borró lo que fue suyo.
Carlos Mastronardi
A la feria del barrio iba sólo para levantarme un durazno, una mandarina o un par de tomates perita... Mi vieja me pedía que la acompañara, que la ayudase a llevar la bolsa. Eran los años negros de la urbe pobre, los pibes no teníamos agachadas de esas.
Tendría once o doce años. Un pendejo reo, callejero, con más dos dedos de frente.. De lo contrario uno perdía fulero. En resumen, ese día fui a la feria de Pujol porque tenía hambre y una manzana deliciosa de Río Negro no me vendría nada mal.
Un enjambre de mujeres la recorría con los batones floreados, chancletas borrosas, manos hinchadas de lavandina y jabón pinche, caras cansadas y ojos extenuados por la falta de sueño, la crianza de los hijos, los dolores del reuma y la indiferencia de los dorimas, que después del laburo se sentaban en el café del barrio a jugar a los naipes o el dominó mientras las cautivas del matrimonio se iban arrugando como pasas de uva. O los jubilados, con la marcha cansina y ojos legañosos, los viejitos de hace medio siglo dedicados a pasarse los días sentados a la puerta de la casa, hacer mandados, ir a la feria o cuidar nietitos, ver pasar la vida undiferentes y resignados.
Ese día conocí a Rosaura, la florista de la feria de Pujol, joven, bella, que asombró mi corazón a los doce años y a quien recordaría siempre. Hoy le escribo una carta confesándole mi amor de pibe, la ternura que me inspiró a lo largo de los años, su imagen de mujer infanta, sueño único e irrepetible. Una carta, confesión, homenaje, delirio...
* * * * *
Querida Rosaura:
De seguro que usted no me recuerda, porque conocer me conoció...Necesitaba escribirle esta carta. No llegará a destino porque desconozco su dirección... Después de tantos años debo hacerle una confesión: no sé qué se ha hecho de usted, si vive, y dónde, pero debo escribirle... Debo.
Usted sabe que los pibes reos, los que no éramos fifis, nenes de mamá, los que crecimos sobre el empedrado abrigados por el sol de los pobres y los vientos y las lluvias de la calle, no íbamos a la feria para acompañar a nuestra viejas.. Pero no quiero irme por las ramas....
Una mañana resolví ir a la feria de Pujol; tenía hambre y quería levantar al toque una manzana de Río Negro, o una naranja para hacerle el agujero en la coronilla y chupar el jugo... Como el caracú de un hueso del puchero, vio? Recorría los puestos buscando “fatura” buena, o alguna viejita que me llamara para llevarle la bolsa hasta la casa por una moneda de dié.
Era un día de sequía. Puestos con poca gente y así, por necesidad, fui a parar al final de la feria, casi a Luis Viale. Allí la vi, querida Rosaura, parada entre los ramilletes de rosas, jazmines, gladiolos, y usted, en medio de esa algarabía exuberante, arreglando las flores, pateando mosquitos y esperando a las doñas. Se mecía sobre sus dos piernas con una mirada angelical, los ojos almendrados, la melenita a la garçón, los labios como dos pétalos, sus mejillas granadas y la sonrisa, sobre todo la sonrisa, que estremecía a todos los agraciados.
Me acerqué y le pregunté, incauto, si no necesitaba un ayudante...¿y para qué voy a necesitar un ayudante yo? La vi sonrojada, y yo le dije: le arreglo las flores, le preparo ramilletes, les echo agua, yo la ayudo y no necesito que me pague... Me examinó un rato y luego dijo ¿cuál es tu nombre? con cara encantadora y voz de flauta soprano. Yo le pregunté, ¿y el suyo...? Sentí una sacudida en el corazón y ya no pude dejar de pensar en la florista de la feria de Pujol, en usted, Rosaura. (Ahh... eso que la vi “sonrojada” fue un espejismo, una fantasía. Esa mañana la juné y algo me pasó, un tironeo, un clic). ¿Qué hay —pensé asustado—, a los doce años no puedo enamorarme de una florista?. Pasaban las semanas y todos los jueves me daba la vuelta por las dos cuadras de la feria. La rutina, necesidad y encantamiento.
Un día me encontré con Pistola, un turrito del barrio y cuatrero fichado en la 13º, quien me preguntó que hacé vo aquí. Me sentí como sorprendido, mi mente invadida. Creo que me puse algo bermellón... Y decidí largarle lo que me pasaba: me gusta una minita que siempre está aquí en la feria... Con ojos asornados Pistola me preguntó ¿quién e? ¿Juliana? ¿la hija e la tana verdulera, doña Angélica? ¡Qué bagayo, viejo! Largá, esa piba tiene teta grandes pero así e de grandota e boludita...
No le contesté (qué hijo de puta, pensé). Me fui hasta el fondo, caminando despreocupado mientras silbaba. Las mujeres con las bolsas llenas parecían trepar por una cuesta, las compradoras fifis con zapatos pitucos tacos de aguja y blusones de marca, iban con las sirvientas cargadas de bolsas y canastas, los feriantes vociferando sus faturas: un corso sin papel picado ni serpentinas.
Llegué el puesto y la vi, erguida como un tallo con el delantal de bolsillo amplio y profundo, rodeada de baldes con ramos de flores, asediada por mujeres eligiendo rosas, calas o azucenas, trajinando entre las clientas y sonriendo como una infanta gallega, con los mofletes lozanos y charlando con esa vocesita suave que me remolcaba al edén. Cuando me vio, y con un mohín principesco, me hizo una seña.
—Vení, Pibito, ¿querés ayudarme? ¡necesito un favor! Traeme este bidón con agua, rapidito si podés.
—Sí, cómo no, deme el cacharro.. —Volé hasta la canilla que usaban para la limpieza de la feria. Llené el bidón y regresé.
Usted me miró entonces con un arrumaco agradecido y yo sentí que mi corazón brincaba como un potro. Fue la primera vez que me habló desde el día que me ofrecí para darle una mano, ¿sabe?
Volvía cada jueves, ¿se acuerda, Rosaura? Cada vez que me veía me obsequiaba una guiñada, un jazmín solitario, a veces me preguntaba qué hacía, si estudiaba, que cómo me iba en la escuela —flor de vago debés ser vos— me decía sonriendo. Hubo otros pedidos suyos: que le junte los jazmines o los claveles en un solo balde, o que le baje los recipientes vacíos detrás del puesto.
Yo siempre la miraba, sobre todo sus ojos dulces (claro, entonces yo no sabía qué eran ojos dulces, pero los suyos me imantaban...) Además, pensaba en usted toda la semana. Siempre fui vago en la escuela, pero, desde que me engüaliché por usted, los libros y los cuadernos entraron en muerte clínica. No podía decírselo; tampoco dejar de pensar en su persona.
Me acuerdo de un día del mes de julio. Hacía un frío loco pero había sol. Se escuchaban toses a granel, napias escarlatas y húmedas, tricotas con cuello alto y pantuflas de frisa. Con las manos en los bolsillos, cagado de frío, me acerqué y me quedé mirándola. Ni los buenos días le di. Usted me llamó con su sonrisa agraciada y preguntó:
—¿Por qué me mirás tanto? Muchas veces te he visto mirarme así... ¿Qué tengo yo? ¿Un forúnculo en la nariz? ¿O te hago recordar a alguien?
Me quedé callado; sentí que mi cara se ponía rosácea (lo percibí en las mejillas). Y usted, Rosaura, no dejaba de contemplarme. Ya no sonreía. Creo que entonces se dio cuenta. Sí, seguro que se dio cuenta que yo la miraba con amor... Y en lugar de enojarse me pareció que sus ojos brillaban, se veían más hermosos que nunca. En ese momento llegó una clienta y usted la atendió. Yo le hice un gesto con la mano y me fui. En realidad disparé...
Estremecido, confundido, con una enorme pena y una angustia en el vientre, rajé. Maldecía al mundo y me preguntaba: ¿por qué podemos enamorarnos, y porque somos pibes tenemos que tragarnos el amor y sentir rabia y envidia por los otros, los grandes?
Sabía la respuesta: usted era una mujer y yo un gil que iba creciendo. Comprendí luego que era un quimera, un juego imposible y perdido de antemano.
Recuerdo que ese día, ya volviendo al barrio, tenía ganas de llorar como un pendejo de mierda... A la noche pensé en usted. Y mi vieja, para hacérmela más más dura, me gritó: ¿Qué andás haciendo vos por la feria?... ya varias vecinas me contaron que das vueltas por allí, ¿a qué te dedicás? ¿Robás fruta, hacés mandados para otras y a tu mamá ni la hora le das? Hacía un frío maldito, me tapé con la colcha hasta arriba de la cabeza, empecé a lloriquear en silencio y luego me dormí. Todo un drama de García Lorca, querida Rosaura.
Volví algunos jueves a visitarla. Quise creer que éramos amigos. Ahora, a una edad en que uno resume el pasado de la vida, que evoca a viejos amigos que han muerto o han desaparecido, o recuerda a amores de la edad del balbuceo y la infancia, retornaron esos reminiscencias que fueron jirones de la vida, difuminados en la memoria y guardados en un album recóndito, furtivo, inexistente.
* * * * *
Al poco tiempo mis viejos se mudaron del barrio y ya no pude hacer mi viajecito semanal a la feria de Pujol. Luego de algún tiempo, una mañana fui a hacer una visita al viejo barrio. Llegué a la feria. Como entonces, me acerqué al puesto de las flores y, ¡mi madre! no estaba. Le pregunté a un feriante por usted y me dijo que hacía tiempo que no abría el puesto. ¿Y adónde vive? Ni se molestó en contestarme. Así es la vida, que siempre acerca y aleja... Usted se me fue borrando de a poco hasta desaparecer. Una burbuja, una ilusión, un sueño arcano.
* * * * *
En estos últimos días festivos, luego de una eternidad, en la víspera de reyes pasé por un puesto de flores callejero. Una muchacha de 14 o 15 años estaba sentada en un banquito. Le juro que era como el suyo. Y ella se parecía tanto a usted, que se me ocurrió que podía ser su hija, o tal vez una nieta de la mujer con quien soñé de pibe. Se lo cuento hoy para que me recuerde, porque supongo que tuvo muchos admiradores, pero de doce años sólo uno...
Por eso le escribo, Rosaura. Para que sepa por qué iba a verla, por qué me paraba como un marmota y le miraba los ojos, disfrutaba su sonrisa, las mejillas frescas.
¿Tendrá ocasión de tener esta carta en sus manos y leerla? ¿Llegará a destino? De todas maneras, debía escribírsela: es mi regalo de reyes para usted medio siglo más tsrde... ■
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Andrés Aldao, 6 de enero, 2010.
Que bella Rosaura Aldao, plenas y sin dudas las imágenes que traspasan la memoria. Una ternura inmensa y como siempre en tus relatos, cuándo hay que describir algo del barrio sumandole tu presencia, real o imaginaria, parece que se estuviera allí, justo allí, cómo si se viviera el relato. Muy tierno y nostálgico, un pedazo significativo de niño a la distancia. Un abrazo.
ResponderEliminarMercedes Sáenz
no es a las diez, es rosaura descripta entre las flores, niño perceptible de sensaciones, como su autor, que siempre encuentro en algún personaje de buenos aires. narración de impecable estilo, realidad, ternura. susana zazzetti
ResponderEliminarAndrés, qué hermoso relato, me ha conmovido profundamente, no sólo la forma en que lo cuentas, sino imaginar a ese niño de doce años, con esa pureza al amar a un imposible. Me encantó también la descripción de Rosaura, del barrio y de ciertas costumbres de esos tiempos, algunas de la cuales aún encuentro en ciertas ferias de Chile, por eso además me gusta tanto ir a comprar las verduras y las flores a la feria, porque ahí se huele la vida de verdad.
ResponderEliminarUn gran abrazo,
Juany Rojas
Andrés: ¡ esa capacidad puesta en la letra para dar forma a personajes reales en la escena perfecta y también auténtica!¡ Ese poder que ejercés ante el lector que hace que se quiera llegar hasta el final!
ResponderEliminarNo sé si escribís para vos o los demás.
Yo te lo agradezco.
Un abrazo
Sonia
Andrés, el valor literario de tu escrito está en esa musiquita interior de la que hablaba Cortázar, yo no me enamoré de una florista pero fuí explotado por un gandul en la feria de Acoyte en Caballito para ayudar a las señoras con los changuitos y las bolsas, yo hacia el trabajo y él cobraba las propinas de las que apenas me participaba. Una maravilla el recuerdo, un abrazo, Trinelli
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