UNA HISTORIA COMO TANTAS
Se paseaba lentamente, Eliseo Sánchez. Las manos atrás, el torso erguido. Los ojos, como perdidos, parecían contemplar las casitas del barrio, los árboles añejos o la gente que pasaba a su lado. El Eliseo Sánchez ese.
Suspiró; se detuvo en Boyacá y la Juan B. Justo; curioseó por los alrededores y prosiguió la caminata. Estaba desanimado: hacía más de un año y medio que no trabajaba.
Alto y flaco, erguido, cabello blanco y pómulos salientes, dos manazas emergían de las mangas de su tricota. Hombre de trabajo, Eliseo no se ocupó de ninguna otra cosa fuera del yugo cotidiano. Llevaba treinta años en la empresa elaboradora de cigarrillos. A principios de 1995 instalaron sofisticadas líneas de producción automáticas, con sistema digital. El robot suplió la tarea de cuarenta obreros y los capataces. Operaba a través de un programa sofisticado: una leve presión en el tablero de comandos, el técnico ordenaba “enter”, y a los pocos minutos recorrían la cinta los paquetes de cigarrillos embalados, listos para el mercado. A la semana, llamaron a Eliseo desde la oficina del personal comunicándole que “lamentaban” prescindir de sus servicios. Lo ponderaron, le agradecieron y le dieron un cheque. Como una gratificación por los treinta años que le regaló a la empresa. Luego lo despacharon a la casa. Eliseo tenía cincuenta y pico. Él y sus compañeros cobraron la indemnización. No se los vió jubilosos: mas bien angustiados por un futuro que sabían incierto.
Eliseo vivía con Juana, su mujer, en una pequeña casita de la calle Nicasio Oroño, en Caballito. Al principio no se inquietó: visitaba a los tres hijos, veía a sus nietos, se levantaba un poco más tarde. Después salía a recorrer las callecitas del barrio. Como un jubilado.
“Siempre enterrado en la fábrica -recordó- trabajando dos turnos, haciendo horas extras, años y años sin conocer esta tibieza que da el solcito. ¿En qué se me fueron los años, mi Dios?”. Un día cualquiera, pues, descubrió que su vida ya no tenía sentido.
Se sintió ultrajado, vencido. No encontraba ocupación. Quería sentirse nuevamente útil, vivo. Percibía su marginación, el rechazo de la sociedad. Los ahorros se iban consumiendo; como su futuro. Carecía de ingresos. La “depre” se fue adueñando de Eliseo. Casi sin darse cuenta, lentamente, comenzó a deslizarse cuesta abajo por un tobogán cínico y malandra.
Harto de la rutina, que ya detestaba, esa mañana salió de su casa bordeando el Policlínico Bancario. Andaba sin apurarse por Donato Alvarez, cruzó Gaona y entró en la plaza Irlanda. Las diez de la mañana de un invierno bien porteño, fumigado por esa humedad displicente.
Buscó un banco con sol. Mientras se sentaba, encendió un “Particulares” y replegó los ojos. Los cálidos rayos solares dieron algo de vida y color a su rostro, arrugado y ceniciento. El frío le penetraba como un escalpelo inescrupuloso. Pájaros de plumajes coloridos jugaban a las escondidas en las copas de los árboles, pero el hombre no tenía humor para diversiones.
Algunos jubilados acarreaban sus cuerpos por los senderos de la plaza. Al verlos, Eliseo recordó la figura del padre, con esos bigotazos que parecían almidonados, siempre tiesos, regresando extenuado del frigorífico Anglo. Y la tos aquella, con modulaciones de bajo, que parecía provenir de una caverna prehistórica. Un día lo trajeron en ambulancia, con la máscara de oxígeno sobre el rostro. El padre nunca más volvió al frigorífico. La evocación lo angustió. Ahora, Eliseo se preocupaba por sí mismo.
Un mes antes, precisamente el día en que cumplió los cincuenta y seis años, Eliseo buscó su oportunidad en un taller de partes para autos. El capataz lo recibió mirándolo con lástima grosera, y sin andarse con vueltas le acertó un gancho, que lo dobló por toda la cuenta:
-Pero viejito, esto no es para vos: estás muy veterano para este laburo. no me vas a decir que te falta el mango para morfar -le dijo. -Vamos, viejo, dejá el trabajo para la muchachada. dedicate a tus nietitos, andá al café, jugate una partidita de truco con otros viejos como vos, o al dominó: esto ya no es para vos. Metételo en la cabeza, ya te pasó el cuarto de hora. ¿Me entendiste, viejito? Andá a tu casa, andá.
Eliseo se fue, cabizbajo, silencioso. El, tan hombre, inescrutable, remiso a expresar sentimientos, casi lagrimeó de la bronca. El incidente le quitó las pocas esperanzas que tenía. Regresó a su casa contrito y taciturno.. Todos los días daba la vuelta del perro desentendiéndose de lo que ocurría a su alrededor. Comía frugalmente, se desmejoraba. Juana, la mujer, comenzó a preocuparse. Eliseo no quería escucharla.
Al día siguiente, luego de tomar algunos mates, Eliseo rumbeó hacia la plaza Irlanda. En lugar de sentarse; prefirió ver a la purretada jugar un picado. Damián, el vecinito, lo saludó con la mano. Luego, ensimismado en sus cavilaciones, prosiguió su camino. Bordeó la plaza y llegó a la esquina de Neuquén y Seguí. De pronto escuchó que alguien lo llamaba: “¡Eliseo!. ¡Eliseo!”.
-Eliseo, ¡como te va, compadre!. ¡Tantos años que no nos vimos! le decía el tipo.
Eliseo Sánchez contempló un instante la imagen brumosa parada delante de él: luego lo reconoció.
-¡Roque! Cuánto hace que no te veía: desde que te fuiste de la fábrica. ¿Y qué es de tu vida, Pelado?
-No me va tan mal, Eliseo; tengo mi propio taller mecánico: ¿Y a vos, como te trata la vida? le preguntó el antiguo amigo.
-Hace un año y medio que no trabajo, Roque. me despidieron: estoy hecho un trapo de piso. como si no sirviera para nada, yo. un mecánico de tantos años.
Eliseo y su antiguo compañero rememoraron viejos tiempos mientras recorrían la plaza. Eliseo le contó sus cuitas, le habló de las esperanzas que se le fueron borrando a causa del despido. Se quedaron un rato mirando jugar a los pibes, y en el momento de la despedida Roque le dijo:
-¿Querés trabajar en mi taller, Eliseo? Aquí te dejo mi tarjeta, venite mañana. a las siete: vení a verme y arreglamos “tutti”, no me fallés Eliseo: acordate, Lacarra al 400 ¡Chau!
Eliseo entró en la casa; Juana no estaba en la cocina. Fue hacia el fondo: allí la vió colgando la ropa. Ella lo miró con curiosidad. hacía meses que no veía una sonrisa en la cara de su hombre.
-¿Qué te ocurre, flaco mío? Estás medio raro, agitado.
-Tengo algo para contarte, Juana: acabo de encontrarme con un viejo compañero de la empresa, Roque. Hace diez años que se retiró y hasta hoy no volví a verlo. me ofreció trabajo en su taller: se nos dió vuelta la taba, ¿que me contás, Juanita? le dijo Eliseo.
Se sentía excitado; dió vueltas por toda la casa, subió a la terracita, bajó por la escalera, recorrió el patio entrando y saliendo de la cocina, llamó por teléfono a los hijos.
Juana finalizó la faena encaminándose hacia la casa. Preparó unos mates. Él estaba eufórico; la mujer lo observaba en silencio, preocupada. sus ojos expresaban inquietud.
-Eliseo, quiero decirte algo pero no te sulfures, por favor: ese compañero tuyo, Roque, ¿era un tipo algo gordito y medio pelado? le inquirió con prudencia.
-Sí, Juana, ¿y qué hay con eso? le replicó ofuscado.
-¿Pero ese hombre no es el que murió de un ataque al corazón? insistió Juana.
Empalideció; la ira le cambió los rasgos del rostro. Sus arrugas se acentuaron: parecían profundas estrías cruzándole la frente y los pómulos.
-¡Pero qué sabés vos de mis compañeros! vociferó perdiendo la paciencia.
Juana prefirió no discutir. Preparó la mesa para el almuerzo; comieron en un silencio hostil mientras la mujer lo examinaba de reojo. Terminaron, y Eliseo salió.
El crepúsculo bosquejaba sobre los muros de la casa figuras extrañas, como imágenes iridiscentes trepando sobre las paredes descascaradas. Eliseo estaba más sereno; no quería cenar. Se fué al dormitorio tumbándose sobre la cama. La casa estaba sumida en un silencio incómodo. El viento invernal, ronco y tozudo, sacudía sin piedad las desválidas persianas. No podía conciliar el sueño; se veía pequeño, allí, en su Avellaneda natal. El padre lo llevaba de la mano, un domingo de tantos, en los que iban a la cancha de Rácing a ver a sus ídolos.
De pronto, la figura del “tipo algo gordito y medio pelado” reapareció en su memoria. Eliseo rechazó la imagen, revolviéndose angustiado en la cama.. No quería pensar en Roque. Pero las dudas se burlaban de él. Dormitaba inquieto. Juana, a su lado, no se movía.
Le echó una mirada al reloj: las cinco y media. Se vistió y se preparó un café en la cocina. Llovía copiosamente. Mientras esperaba a que amaine, buscó la tarjeta que le dió Roque.
Revisó en sus bolsillos, revolvió la casa, subió a la terraza, entró sigilosamente en el dormitorio, buscó en todos los rincones. Nada. Ella lo vió hacer, pero fingió dormir.
Eliseo recordó que antes de irse Roque le había dicho: “Lacarra al 400”. Subió al colectivo 113 hasta Lacarra y Rivadavia. El miedo lo tomó por asalto. Miraba por la ventanilla. La duda le dio un certero golpe de furca. Ahora temía llegar a destino.
En la casita de Nicasio Oroño, mientras tanto, Juana -que se levantó al rato- se reprochaba: “Tal vez no debí dejarlo salir; tendría que haber hablado con él una vez más, incluso a riesgo de pelearnos”. La mujer estaba segura de que Roque había muerto y que a Eliseo le ocurría algo raro. Como para preocuparse.
Bajó del colectivo. Una fina llovizna lo acariciaba con ternura. Se dispuso a iniciar su peregrinaje. Subió por Lacarra a paso lento; miró a su izquierda, buscó en la vereda por la que andaba. No vió señales del taller. La lluvia fue transformándose en diluvio; las gruesas gotas le azotaban el rostro pero Eliseo no cedía: seguía buscando a diestra y siniestra. Empapado, confundido, se preguntó: “¿Dónde mierda está tu taller, Roque, dónde, por Dios?” Bordeó el parque Avellaneda y cuando llegó a Gregorio de Laferrere tiró la toalla y decidió regresar: el mundo comenzó a estrujarlo. Le parecía que una picadora de carne le deshacía el cerebro
Volvió al barrio. Descendió del colectivo en Boyacá y Gaona. No llovía. Escuálidos rayos solares se colaban con timidez entre las nubes, aún compactas y oscuras.
Caminaba con el pecho hundido, medio encorvado. Se miró los “timbos” embarrados, que pateaban los charcos de agua marrón terrosa. Como cuando era pibe, en la Avellaneda de su niñez. Ya cerca de su casa vió el frente pintado de blanco y el manzanero en el jardín. Se tranquilizó.
Abrió la puerta, entró en la casa. Juana lo vió llegar, le sonrió con cariño y se quedó esperando. Eliseo lagrimeó en silencio mientras abrazaba a su mujer. Fue hacia el dormitorio, se desvistió, y metiéndose en la cama se durmió profundamente.
Cuando despertó no quiso levantarse. Juana le cebó unos mates y le trajo una picada, que apenas si probó. Ella lo dejó en paz: sin comentarios ni reproches.
Se sentía como el toro en el rodeo: esperaba la estocada que lo liberase de la angustia, de ese vivir crucificado en este cosmos alucinante, donde él era una partícula superflua, relegada.
Volvió a dormirse. Al día siguiente, después del mate, se despidió de Juana con una imprevista caricia. Ella lo besó con ternura dándole unos golpecitos en el hombro.
Eliseo salió a su recorrida habitual, compró el diario y al llegar a la plaza se sentó en un banco. El viento, áspero y rudo, jugaba con las hojas caídas. Se enroscó el echarpe, y le dió una ojeada ausente al “Clarín”.
Algunos chicos pateaban la pelota, entre ellos Damián, el vecino. Eliseo lo llamó.
-Decime, Damián: ¿vos me viste anteayer, no es cierto?
-Claro, don Eliseo. ¿no se acuerda de que yo lo saludé? le dijo el pibe.
-Sí, sí, me acuerdo. y decime una cosa: ¿vos me viste hablar con alguien?
-Yo no lo ví hablando con nadie, don Eliseo.
-¿Estás seguro, Damián?
-Más que seguro. no me olvidaría, don Eliseo; ¿por qué me lo pregunta?
-Por nada, pibe, andá nomás, seguí jugando con tus amigos.
Los pibes aprovechaban las vacaciones torturando a la pelota. Garúa; el viento y la llovizna eran para Eliseo un fastidio, una conjuración . Regresó a su casa; las dudas lo prepearon: ya no estaba seguro de nada. Maldijo su mala pata: “Mirá que extraviar la tarjeta: estoy enyetado”, pensó. Entró en silencio pero Juana lo escuchó. Almorzaron el guiso de mondongo sin cambiar palabras. Se tomó un par de vasos de tinto y se fue a dormir.
La llovizna rebotaba en la vereda. Las gotas parecían diáfanas chispas que se desperdigaban y desaparecían, y volvían a aparecer y desaparecer, como un divertimento mágico. Eliseo retomó su rutina luego de la siesta, caminando sin rumbo. El gris melancólico del atardecer se iba desvaneciendo; las reticentes penumbras sombreaban la noche que llegaba.
Mientras caminaba, recompuso en su memoria fragmentos de la infancia. La imagen del padre reapareció en aquellas veladas, en las que narraba, a él y a sus dos hermanos, relatos sobre los viejos anarcos que habían luchado por sus sueños libertarios, y el calvario de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, condenados a muerte por un crimen que no habían cometido.
Una súbita congoja le oprimió el pecho. Le pareció escuchar la voz quebrada del padre detallándoles el martirio de Nicola y Bartolomeo; y a su hermano, Cosme, decirle: “Ufa, viejo, otra vez el cuento de los dos tanos, otra vez lagrimeando”.
La garúa no cedía. Eliseo entró en el bar de Gaona y Añasco. Pidió un café con gotas. El lugar estaba desierto; el mozo se entretenía observando las vueltas del segundero del reloj, colgado detrás del mostrador. Bebió el café abstraído. Miró hacia atrás y se sorprendió: en un ángulo del bar vió sentado a un joven que le resultó conocido: “Pero si éste es Oscar. Oscarcito Valladares”, pensó asombrado. Se levantó dirigiéndose al baño; orinó, se enjuagó las manos y regresó a su lugar: Oscar había desaparecido.Llamó al mozo, y mientras le pagaba le preguntó:
-Dígame, mozo, ¿el muchacho que estaba sentado en aquella mesa es cliente del bar?
-Usted es el único cliente que entró en la última hora, señor: ¡con este tiempo la gente no sale! le dijo el mozo
-Me habrá parecido. Déjelo, no tiene importancia.
Eliseo estaba convencido de que su compañero de la escuela técnica, Oscar, estuvo sentado en el bar: “¿Pero cómo puede ser? Era él, yo lo ví!”, pensó con aflicción.
Salió del bar. Una pareja intercambiaba arrumacos en un portal, umbrío como la noche. Los colectivos pasaban vacíos y no se veía gente por las calles. Abandonó Gaona y se internó por las calles de Caballito, oscuras y tristonas. Una piña en el plexo solar lo habría afectado menos que los dos últimos incidentes. “¿Qué fue? ¿alucinación, locura, pesadilla?”, se preguntó.
El chirrido de la frenada lo devolvió a la realidad. Eliseo quedó anonadado, y el conductor del taxi vociferó como un poseído:
-¡Viejo pelotudo!.¿adónde tenés los ojos? tendría que haberte dejado chato, como a una milanesa. ¡Andá a tu casa, viejo hijo de puta!
Eliseo retomó su camino perturbado y deprimido:. “Mi vida no vale un pito: es como si estuviera muerto”, pensó enhebrando el dolor y los sollozos, mientras transitaba por una rara e inhóspita ingravidez. Percibía un acoso que se encastraba en su cuerpo, aprisionándolo.
Aullidos de perros profanaban la noche; el contrapunto canino estaba en su apogeo. Eliseo salió del pasmo, como recuperando la realidad. Miró a su alrededor: ni un alma, las calles aleladas, el barrio dormía. Sólo él y los perros alborotadores daban señales de vida. Miró el reloj, medianoche. Eliseo apuró el paso; el frío y la llovizna acabaron por despabilarlo.
Debajo de una columna de alumbrado, cuya luz titilaba y no terminaba de encenderse, Eliseo vió a alguien envuelto en un oscuro gabán La sombra le susurró con tierna voz:: “¡Eliseo.Eliseo!” Se aproximó, miró estupefacto y pegó el grito: “¡Viejo, viejo! ¿qué hacés aquí? ¡¡pero si vos estás muerto!” La figura envuelta en el gabán negro lo miró con una dulce sonrisa. Él creyó escuchar.: “Es cierto, hijo; pero la muerte no impide a los padres compartir las penas de los hijos, consolarlos, ¿comprendés, Eliseo? Es lo que nos queda a los difuntos”.
Eliseo, demudado, vió como la sombra se disipaba hasta desaparecer. Retornó a su casa; ya era de madrugada. Penetró sigilosamente; Juana lo esperaba inquieta, acostada en la cama.
-No podía dormirme, Eliseo. ¿qué te pasó, adónde estuviste?
Eliseo no la hizo partícipe de sus visiones. La besó con ternura y le dijo que iba a la cocina a prepararse una bebida caliente.
Lo encontró a la mañana sentado en la silla, todavía tibio, con el mentón apoyado sobre el pecho. Los ojos abiertos de Eliseo, como sorprendidos, parecían mirar algo. Tal vez a su padre, o a Roque, el compañero, o a Oscar Valladares, su antiguo condiscípulo. O tal vez el rostro de su querida Juana, que lo acompañó durante tantos años. Eliseo Sánchez ya no busca trabajo. no lo necesita ·
Se paseaba lentamente, Eliseo Sánchez. Las manos atrás, el torso erguido. Los ojos, como perdidos, parecían contemplar las casitas del barrio, los árboles añejos o la gente que pasaba a su lado. El Eliseo Sánchez ese.
Suspiró; se detuvo en Boyacá y la Juan B. Justo; curioseó por los alrededores y prosiguió la caminata. Estaba desanimado: hacía más de un año y medio que no trabajaba.
Alto y flaco, erguido, cabello blanco y pómulos salientes, dos manazas emergían de las mangas de su tricota. Hombre de trabajo, Eliseo no se ocupó de ninguna otra cosa fuera del yugo cotidiano. Llevaba treinta años en la empresa elaboradora de cigarrillos. A principios de 1995 instalaron sofisticadas líneas de producción automáticas, con sistema digital. El robot suplió la tarea de cuarenta obreros y los capataces. Operaba a través de un programa sofisticado: una leve presión en el tablero de comandos, el técnico ordenaba “enter”, y a los pocos minutos recorrían la cinta los paquetes de cigarrillos embalados, listos para el mercado. A la semana, llamaron a Eliseo desde la oficina del personal comunicándole que “lamentaban” prescindir de sus servicios. Lo ponderaron, le agradecieron y le dieron un cheque. Como una gratificación por los treinta años que le regaló a la empresa. Luego lo despacharon a la casa. Eliseo tenía cincuenta y pico. Él y sus compañeros cobraron la indemnización. No se los vió jubilosos: mas bien angustiados por un futuro que sabían incierto.
Eliseo vivía con Juana, su mujer, en una pequeña casita de la calle Nicasio Oroño, en Caballito. Al principio no se inquietó: visitaba a los tres hijos, veía a sus nietos, se levantaba un poco más tarde. Después salía a recorrer las callecitas del barrio. Como un jubilado.
“Siempre enterrado en la fábrica -recordó- trabajando dos turnos, haciendo horas extras, años y años sin conocer esta tibieza que da el solcito. ¿En qué se me fueron los años, mi Dios?”. Un día cualquiera, pues, descubrió que su vida ya no tenía sentido.
Se sintió ultrajado, vencido. No encontraba ocupación. Quería sentirse nuevamente útil, vivo. Percibía su marginación, el rechazo de la sociedad. Los ahorros se iban consumiendo; como su futuro. Carecía de ingresos. La “depre” se fue adueñando de Eliseo. Casi sin darse cuenta, lentamente, comenzó a deslizarse cuesta abajo por un tobogán cínico y malandra.
Harto de la rutina, que ya detestaba, esa mañana salió de su casa bordeando el Policlínico Bancario. Andaba sin apurarse por Donato Alvarez, cruzó Gaona y entró en la plaza Irlanda. Las diez de la mañana de un invierno bien porteño, fumigado por esa humedad displicente.
Buscó un banco con sol. Mientras se sentaba, encendió un “Particulares” y replegó los ojos. Los cálidos rayos solares dieron algo de vida y color a su rostro, arrugado y ceniciento. El frío le penetraba como un escalpelo inescrupuloso. Pájaros de plumajes coloridos jugaban a las escondidas en las copas de los árboles, pero el hombre no tenía humor para diversiones.
Algunos jubilados acarreaban sus cuerpos por los senderos de la plaza. Al verlos, Eliseo recordó la figura del padre, con esos bigotazos que parecían almidonados, siempre tiesos, regresando extenuado del frigorífico Anglo. Y la tos aquella, con modulaciones de bajo, que parecía provenir de una caverna prehistórica. Un día lo trajeron en ambulancia, con la máscara de oxígeno sobre el rostro. El padre nunca más volvió al frigorífico. La evocación lo angustió. Ahora, Eliseo se preocupaba por sí mismo.
Un mes antes, precisamente el día en que cumplió los cincuenta y seis años, Eliseo buscó su oportunidad en un taller de partes para autos. El capataz lo recibió mirándolo con lástima grosera, y sin andarse con vueltas le acertó un gancho, que lo dobló por toda la cuenta:
-Pero viejito, esto no es para vos: estás muy veterano para este laburo. no me vas a decir que te falta el mango para morfar -le dijo. -Vamos, viejo, dejá el trabajo para la muchachada. dedicate a tus nietitos, andá al café, jugate una partidita de truco con otros viejos como vos, o al dominó: esto ya no es para vos. Metételo en la cabeza, ya te pasó el cuarto de hora. ¿Me entendiste, viejito? Andá a tu casa, andá.
Eliseo se fue, cabizbajo, silencioso. El, tan hombre, inescrutable, remiso a expresar sentimientos, casi lagrimeó de la bronca. El incidente le quitó las pocas esperanzas que tenía. Regresó a su casa contrito y taciturno.. Todos los días daba la vuelta del perro desentendiéndose de lo que ocurría a su alrededor. Comía frugalmente, se desmejoraba. Juana, la mujer, comenzó a preocuparse. Eliseo no quería escucharla.
Al día siguiente, luego de tomar algunos mates, Eliseo rumbeó hacia la plaza Irlanda. En lugar de sentarse; prefirió ver a la purretada jugar un picado. Damián, el vecinito, lo saludó con la mano. Luego, ensimismado en sus cavilaciones, prosiguió su camino. Bordeó la plaza y llegó a la esquina de Neuquén y Seguí. De pronto escuchó que alguien lo llamaba: “¡Eliseo!. ¡Eliseo!”.
-Eliseo, ¡como te va, compadre!. ¡Tantos años que no nos vimos! le decía el tipo.
Eliseo Sánchez contempló un instante la imagen brumosa parada delante de él: luego lo reconoció.
-¡Roque! Cuánto hace que no te veía: desde que te fuiste de la fábrica. ¿Y qué es de tu vida, Pelado?
-No me va tan mal, Eliseo; tengo mi propio taller mecánico: ¿Y a vos, como te trata la vida? le preguntó el antiguo amigo.
-Hace un año y medio que no trabajo, Roque. me despidieron: estoy hecho un trapo de piso. como si no sirviera para nada, yo. un mecánico de tantos años.
Eliseo y su antiguo compañero rememoraron viejos tiempos mientras recorrían la plaza. Eliseo le contó sus cuitas, le habló de las esperanzas que se le fueron borrando a causa del despido. Se quedaron un rato mirando jugar a los pibes, y en el momento de la despedida Roque le dijo:
-¿Querés trabajar en mi taller, Eliseo? Aquí te dejo mi tarjeta, venite mañana. a las siete: vení a verme y arreglamos “tutti”, no me fallés Eliseo: acordate, Lacarra al 400 ¡Chau!
Eliseo entró en la casa; Juana no estaba en la cocina. Fue hacia el fondo: allí la vió colgando la ropa. Ella lo miró con curiosidad. hacía meses que no veía una sonrisa en la cara de su hombre.
-¿Qué te ocurre, flaco mío? Estás medio raro, agitado.
-Tengo algo para contarte, Juana: acabo de encontrarme con un viejo compañero de la empresa, Roque. Hace diez años que se retiró y hasta hoy no volví a verlo. me ofreció trabajo en su taller: se nos dió vuelta la taba, ¿que me contás, Juanita? le dijo Eliseo.
Se sentía excitado; dió vueltas por toda la casa, subió a la terracita, bajó por la escalera, recorrió el patio entrando y saliendo de la cocina, llamó por teléfono a los hijos.
Juana finalizó la faena encaminándose hacia la casa. Preparó unos mates. Él estaba eufórico; la mujer lo observaba en silencio, preocupada. sus ojos expresaban inquietud.
-Eliseo, quiero decirte algo pero no te sulfures, por favor: ese compañero tuyo, Roque, ¿era un tipo algo gordito y medio pelado? le inquirió con prudencia.
-Sí, Juana, ¿y qué hay con eso? le replicó ofuscado.
-¿Pero ese hombre no es el que murió de un ataque al corazón? insistió Juana.
Empalideció; la ira le cambió los rasgos del rostro. Sus arrugas se acentuaron: parecían profundas estrías cruzándole la frente y los pómulos.
-¡Pero qué sabés vos de mis compañeros! vociferó perdiendo la paciencia.
Juana prefirió no discutir. Preparó la mesa para el almuerzo; comieron en un silencio hostil mientras la mujer lo examinaba de reojo. Terminaron, y Eliseo salió.
El crepúsculo bosquejaba sobre los muros de la casa figuras extrañas, como imágenes iridiscentes trepando sobre las paredes descascaradas. Eliseo estaba más sereno; no quería cenar. Se fué al dormitorio tumbándose sobre la cama. La casa estaba sumida en un silencio incómodo. El viento invernal, ronco y tozudo, sacudía sin piedad las desválidas persianas. No podía conciliar el sueño; se veía pequeño, allí, en su Avellaneda natal. El padre lo llevaba de la mano, un domingo de tantos, en los que iban a la cancha de Rácing a ver a sus ídolos.
De pronto, la figura del “tipo algo gordito y medio pelado” reapareció en su memoria. Eliseo rechazó la imagen, revolviéndose angustiado en la cama.. No quería pensar en Roque. Pero las dudas se burlaban de él. Dormitaba inquieto. Juana, a su lado, no se movía.
Le echó una mirada al reloj: las cinco y media. Se vistió y se preparó un café en la cocina. Llovía copiosamente. Mientras esperaba a que amaine, buscó la tarjeta que le dió Roque.
Revisó en sus bolsillos, revolvió la casa, subió a la terraza, entró sigilosamente en el dormitorio, buscó en todos los rincones. Nada. Ella lo vió hacer, pero fingió dormir.
Eliseo recordó que antes de irse Roque le había dicho: “Lacarra al 400”. Subió al colectivo 113 hasta Lacarra y Rivadavia. El miedo lo tomó por asalto. Miraba por la ventanilla. La duda le dio un certero golpe de furca. Ahora temía llegar a destino.
En la casita de Nicasio Oroño, mientras tanto, Juana -que se levantó al rato- se reprochaba: “Tal vez no debí dejarlo salir; tendría que haber hablado con él una vez más, incluso a riesgo de pelearnos”. La mujer estaba segura de que Roque había muerto y que a Eliseo le ocurría algo raro. Como para preocuparse.
Bajó del colectivo. Una fina llovizna lo acariciaba con ternura. Se dispuso a iniciar su peregrinaje. Subió por Lacarra a paso lento; miró a su izquierda, buscó en la vereda por la que andaba. No vió señales del taller. La lluvia fue transformándose en diluvio; las gruesas gotas le azotaban el rostro pero Eliseo no cedía: seguía buscando a diestra y siniestra. Empapado, confundido, se preguntó: “¿Dónde mierda está tu taller, Roque, dónde, por Dios?” Bordeó el parque Avellaneda y cuando llegó a Gregorio de Laferrere tiró la toalla y decidió regresar: el mundo comenzó a estrujarlo. Le parecía que una picadora de carne le deshacía el cerebro
Volvió al barrio. Descendió del colectivo en Boyacá y Gaona. No llovía. Escuálidos rayos solares se colaban con timidez entre las nubes, aún compactas y oscuras.
Caminaba con el pecho hundido, medio encorvado. Se miró los “timbos” embarrados, que pateaban los charcos de agua marrón terrosa. Como cuando era pibe, en la Avellaneda de su niñez. Ya cerca de su casa vió el frente pintado de blanco y el manzanero en el jardín. Se tranquilizó.
Abrió la puerta, entró en la casa. Juana lo vió llegar, le sonrió con cariño y se quedó esperando. Eliseo lagrimeó en silencio mientras abrazaba a su mujer. Fue hacia el dormitorio, se desvistió, y metiéndose en la cama se durmió profundamente.
Cuando despertó no quiso levantarse. Juana le cebó unos mates y le trajo una picada, que apenas si probó. Ella lo dejó en paz: sin comentarios ni reproches.
Se sentía como el toro en el rodeo: esperaba la estocada que lo liberase de la angustia, de ese vivir crucificado en este cosmos alucinante, donde él era una partícula superflua, relegada.
Volvió a dormirse. Al día siguiente, después del mate, se despidió de Juana con una imprevista caricia. Ella lo besó con ternura dándole unos golpecitos en el hombro.
Eliseo salió a su recorrida habitual, compró el diario y al llegar a la plaza se sentó en un banco. El viento, áspero y rudo, jugaba con las hojas caídas. Se enroscó el echarpe, y le dió una ojeada ausente al “Clarín”.
Algunos chicos pateaban la pelota, entre ellos Damián, el vecino. Eliseo lo llamó.
-Decime, Damián: ¿vos me viste anteayer, no es cierto?
-Claro, don Eliseo. ¿no se acuerda de que yo lo saludé? le dijo el pibe.
-Sí, sí, me acuerdo. y decime una cosa: ¿vos me viste hablar con alguien?
-Yo no lo ví hablando con nadie, don Eliseo.
-¿Estás seguro, Damián?
-Más que seguro. no me olvidaría, don Eliseo; ¿por qué me lo pregunta?
-Por nada, pibe, andá nomás, seguí jugando con tus amigos.
Los pibes aprovechaban las vacaciones torturando a la pelota. Garúa; el viento y la llovizna eran para Eliseo un fastidio, una conjuración . Regresó a su casa; las dudas lo prepearon: ya no estaba seguro de nada. Maldijo su mala pata: “Mirá que extraviar la tarjeta: estoy enyetado”, pensó. Entró en silencio pero Juana lo escuchó. Almorzaron el guiso de mondongo sin cambiar palabras. Se tomó un par de vasos de tinto y se fue a dormir.
La llovizna rebotaba en la vereda. Las gotas parecían diáfanas chispas que se desperdigaban y desaparecían, y volvían a aparecer y desaparecer, como un divertimento mágico. Eliseo retomó su rutina luego de la siesta, caminando sin rumbo. El gris melancólico del atardecer se iba desvaneciendo; las reticentes penumbras sombreaban la noche que llegaba.
Mientras caminaba, recompuso en su memoria fragmentos de la infancia. La imagen del padre reapareció en aquellas veladas, en las que narraba, a él y a sus dos hermanos, relatos sobre los viejos anarcos que habían luchado por sus sueños libertarios, y el calvario de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, condenados a muerte por un crimen que no habían cometido.
Una súbita congoja le oprimió el pecho. Le pareció escuchar la voz quebrada del padre detallándoles el martirio de Nicola y Bartolomeo; y a su hermano, Cosme, decirle: “Ufa, viejo, otra vez el cuento de los dos tanos, otra vez lagrimeando”.
La garúa no cedía. Eliseo entró en el bar de Gaona y Añasco. Pidió un café con gotas. El lugar estaba desierto; el mozo se entretenía observando las vueltas del segundero del reloj, colgado detrás del mostrador. Bebió el café abstraído. Miró hacia atrás y se sorprendió: en un ángulo del bar vió sentado a un joven que le resultó conocido: “Pero si éste es Oscar. Oscarcito Valladares”, pensó asombrado. Se levantó dirigiéndose al baño; orinó, se enjuagó las manos y regresó a su lugar: Oscar había desaparecido.Llamó al mozo, y mientras le pagaba le preguntó:
-Dígame, mozo, ¿el muchacho que estaba sentado en aquella mesa es cliente del bar?
-Usted es el único cliente que entró en la última hora, señor: ¡con este tiempo la gente no sale! le dijo el mozo
-Me habrá parecido. Déjelo, no tiene importancia.
Eliseo estaba convencido de que su compañero de la escuela técnica, Oscar, estuvo sentado en el bar: “¿Pero cómo puede ser? Era él, yo lo ví!”, pensó con aflicción.
Salió del bar. Una pareja intercambiaba arrumacos en un portal, umbrío como la noche. Los colectivos pasaban vacíos y no se veía gente por las calles. Abandonó Gaona y se internó por las calles de Caballito, oscuras y tristonas. Una piña en el plexo solar lo habría afectado menos que los dos últimos incidentes. “¿Qué fue? ¿alucinación, locura, pesadilla?”, se preguntó.
El chirrido de la frenada lo devolvió a la realidad. Eliseo quedó anonadado, y el conductor del taxi vociferó como un poseído:
-¡Viejo pelotudo!.¿adónde tenés los ojos? tendría que haberte dejado chato, como a una milanesa. ¡Andá a tu casa, viejo hijo de puta!
Eliseo retomó su camino perturbado y deprimido:. “Mi vida no vale un pito: es como si estuviera muerto”, pensó enhebrando el dolor y los sollozos, mientras transitaba por una rara e inhóspita ingravidez. Percibía un acoso que se encastraba en su cuerpo, aprisionándolo.
Aullidos de perros profanaban la noche; el contrapunto canino estaba en su apogeo. Eliseo salió del pasmo, como recuperando la realidad. Miró a su alrededor: ni un alma, las calles aleladas, el barrio dormía. Sólo él y los perros alborotadores daban señales de vida. Miró el reloj, medianoche. Eliseo apuró el paso; el frío y la llovizna acabaron por despabilarlo.
Debajo de una columna de alumbrado, cuya luz titilaba y no terminaba de encenderse, Eliseo vió a alguien envuelto en un oscuro gabán La sombra le susurró con tierna voz:: “¡Eliseo.Eliseo!” Se aproximó, miró estupefacto y pegó el grito: “¡Viejo, viejo! ¿qué hacés aquí? ¡¡pero si vos estás muerto!” La figura envuelta en el gabán negro lo miró con una dulce sonrisa. Él creyó escuchar.: “Es cierto, hijo; pero la muerte no impide a los padres compartir las penas de los hijos, consolarlos, ¿comprendés, Eliseo? Es lo que nos queda a los difuntos”.
Eliseo, demudado, vió como la sombra se disipaba hasta desaparecer. Retornó a su casa; ya era de madrugada. Penetró sigilosamente; Juana lo esperaba inquieta, acostada en la cama.
-No podía dormirme, Eliseo. ¿qué te pasó, adónde estuviste?
Eliseo no la hizo partícipe de sus visiones. La besó con ternura y le dijo que iba a la cocina a prepararse una bebida caliente.
Lo encontró a la mañana sentado en la silla, todavía tibio, con el mentón apoyado sobre el pecho. Los ojos abiertos de Eliseo, como sorprendidos, parecían mirar algo. Tal vez a su padre, o a Roque, el compañero, o a Oscar Valladares, su antiguo condiscípulo. O tal vez el rostro de su querida Juana, que lo acompañó durante tantos años. Eliseo Sánchez ya no busca trabajo. no lo necesita ·
De tus antiguos cuentos, Aldao. Un paseo por la época menemista, el dolor de los sin trabajo segados por la injusticia social y el "progreso".
ResponderEliminarDesearía ver más a menudo tus cuentos. No es mucha la gente que conoce tu producción literaria. Este relato es un espejo triste de la realidad de la gente mayor que de pronto descubre la crueldad de la sociedad, el drama de la desocupación y sus consecuencias. Muy representativo de la realidad.
ResponderEliminarEdu Vainstein
No hay nada mejor que un buen cuento para volver a vivirlo en cada entrega. Y siempre, el pasado es el hoy presente. Hay cuentos que no pierden vigencia.
ResponderEliminarCelmiro Koryto
Sin perder vigencia y conservando el idioma Aldao se revive cómo nuevo este relato excelente. Me parece que en casi todos los hechos que suceden en la vida, hay una mirada que coincide con un claro y a veces como premonitorio razonamiento de Aldao. Abrazo
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