Entrevista a Josefina Ludmer
“La literatura perdió poder, ahora se lee cada vez menos”
La reedición de un texto fundamental como Onetti. Los procesos de construcción del relato habilita a Ludmer a hurgar en los cambios de paradigma culturales. “No hay lecturas definitivas, no hay lecturas fijas, no hay verdad. Todo es reformulable”, señala.
Por Silvina Friera
Ludmer señala que los clásicos de la literatura latinoamericana del siglo XX circularon gracias a las editoriales nacionales.
En boca de otra persona que no sea Josefina Ludmer, la frase “el mundo era otro”, escrita en el prólogo de un notable libro de crítica literaria de los años ’70 y repetida en varias oportunidades en el living de su casa, podría interpretarse, erróneamente, con un dejo de nostalgia por un pasado más intenso, con guerras literarias y una polarización extrema entre “amigos” y “enemigos” sin resquicios para los matices. A las celebraciones por el centenario del nacimiento de Juan Carlos Onetti les faltaba un libro capital que se acaba de reeditar, Onetti. Los procesos de construcción del relato (Eterna Cadencia), publicado originalmente en 1977, cuando el escritor uruguayo estaba lejos de ser un autor clásico con aspiraciones a ingresar al Olimpo de la literatura universal, y la joven mujer –una suerte de detective semiótico que diseccionaba sus textos con un placer que se ha perdido y acaso algunos lectores añoran– aún no era una de las más destacadas críticas literarias del país. Escribir sobre el autor de El pozo en los años ’70 era coincidir con su estética “moderna, urbana, cosmopolita, experimental, autorreferente, pura literatura y pura ficción”.
Entonces Onetti estaba en la guerra literaria; Ludmer, también. Las palabras que levantaron el sólido edificio crítico del libro son escritura, significante, producción, revolución, deseo y goce. Como recuerda la autora, “la escritura en sí misma era subversiva, la forma era revolucionaria, se hablaba de ‘revolución del lenguaje poético’ y de ‘literatura y revolución’”. Definitivamente, el mundo era otro. Ni mejor ni peor. Otro.
Menuda y sencilla, Ludmer es tan liviana que cuando camina, ligerito, del living a la cocina, parece que flotara apenas unos centímetros por encima del suelo. “Las guerras han terminado” afirma, como si repitiera el estribillo de una canción. Hace tiempo que ella firmó el armisticio y ese abigarrado análisis textual de una zona de la obra de Onetti (La vida breve y Para una tumba sin nombre, entre otros) le parece lejano, distante, un tanto imposible visto a la luz (o a la sombra) de esta época. Mientras prepara café, se dispone a tirar del paño del pasado para desplegarlo sobre el presente con la amabilidad que destila su humor fresco, irónico, burlón. “En las guerras de los años ’60 y ’70 había una polarización política muy fuerte. Eramos enemigos. El realismo costumbrista o la crítica muy sociológica se enfrentaban a la literatura de Onetti, que era modernista y más urbana. Esas guerras han terminado porque la oposición entre literatura urbana y rural perdió vigencia”, dice Ludmer a Página/12. “El estatuto de la literatura ha cambiado. Lo que llamo la post-autonomía no da lugar a esos enfrentamientos –explica–. Se disolvió esa polarización entre una literatura urbana, modernista, y una literatura costumbrista, realista, más decimonónica, o más política, en un sentido político muy militante. Esas guerras fueron importantes para mí, incluso hablábamos de la ideología de la forma, es decir la forma misma era ideológica. La literatura perdió poder; ahora se lee cada vez menos.”
Ludmer advierte que los clásicos de la literatura latinoamericana del siglo XX circularon gracias a las editoriales nacionales. “Rulfo, Onetti, Borges fueron importados y promovidos porque las editoriales eran nacionales, tanto en México como acá. Habría que preguntarse si la transnacionalización editorial permite la producción de ‘grandes obras’, término que implicaría una discusión aparte. Evidentemente, se produce una literatura provisoria, efímera, que va circulando rápidamente. Yo sigo con el ritmo anterior: un libro cada diez años –ironiza–, pero en general veo que a los escritores jóvenes se los presiona tremendamente.”
–Si la literatura que se produce es provisoria, ¿la crítica también se vuelve provisoria?
–Creo que sí, la crítica se vuelve provisoria; por eso digo que no hago más crítica, que hago otra cosa. Esa reflexión crítica de los ’60 o ’70, que pretendía ser filosófica y teórica, tampoco se produce más. Todo va junto: se lee menos, se edita menos, hay otro tipo de circulación. La literatura y la crítica perdieron lectores.
–Curiosamente, en un momento en que se ha democratizado la escritura, la lectura se replegó.
–La lectura sigue siendo muy pasiva para la velocidad y la interactividad que requieren las nuevas estructuras, sigue siendo una lectura demasiado arcaica; más una lectura como la que hago en el libro de Onetti, un análisis tan minucioso que no lo podría hacer ahora. Por eso cuento en el prólogo que este libro fue escrito en una máquina de escribir, en la Lettera que me regaló mi padre. Las editoriales son cruciales, la tecnología es fundamental. Mi primer libro escrito en computadora es El cuerpo del delito; ahí te das cuenta de que sólo en una computadora podía escribir y cargar toda la información de ese libro. Antes todo era más lento.
–Sería más lento, pero el resultado es también mucho más placentero, especialmente cuando el lector aprecia cómo usted va desmenuzando el trabajo de Onetti.
–Hay que preguntarse si en la sociedad hay lugar para ese placer. La escritura es un placer minoritario, con todo lo que eso implica de elitismo, esteticismo, de formación de pequeños grupos. Lo que fueron las grandes novelas democráticas del siglo XIX pasó a ser la televisión o el cine. La literatura se replegó y lo veo cada vez más cuando algunos escritores amigos me cuentan lo que se vende. La literatura es una práctica minoritaria, lo cual no quiere decir que no sea revolucionaria; es una práctica sin imagen, la única práctica sin imagen en un mundo donde la imagen domina. Entonces, necesariamente, la literatura se vuelve minoritaria. El placer de leer... sí, bueno, es cierto, pero ahora se lee mucho más rápido, tratando de imaginar visualmente. El lenguaje tiende cada vez más a ser imagen visual.
–Ese “fantasma de un mundo perdido”, que plantea en el prólogo, alude a que la literatura en los años ’60 y ’70 era más amplia, para no usar la palabra masiva. ¿Llegaba a más lectores que ahora?
–Sí, médicos, abogados, arquitectos leían literatura. Hoy hablás con personas que se dedican a estas profesiones y no leen más literatura. Se dice que somos menos cultos, pero no acepto que seamos más o menos cultos, eso me parece un disparate. Ha cambiado la cultura y la literatura ha quedado replegada a una práctica minoritaria. Yo misma ahora leo de un modo totalmente distinto. Perdí ese arte, ya no practico más ese arte que implicaba una paciencia extrema. La literatura del presente es mucho más visual, mucho menos densa, mucho más interesada no en hacer “obras maestras”, sino en captar a un sujeto en una situación determinada.
En un congreso reciente, Ludmer encontró dos referencias a Onetti en dos jóvenes escritores latinoamericanos. “Eso muestra la sobrevivencia de un escritor: que otros escritores hablen de él”, plantea. Uno de los escritores es el uruguayo Carlos Liscano; el otro, el colombiano Santiago Gamboa. “Ambos trabajan con El pozo, un texto más actual que La vida breve, aunque parezca increíble. Un hombre perorando sobre la porquería de la vida y que no tiene trabajo, eso es actual. En cambio La vida breve, el tipo que escribe y escribe, ya fue tan explotado y tan vanguardista, es menos actual. Lo que parecían las grandes obras maestras caen en un cono de sombras y aparece otra cosa.”
–¿En los ’70 hubiera asegurado que La vida breve sería el texto que más perduraría y no El pozo?
–Exactamente. El pozo era una obra inicial, de hecho lo es, pero es la parte viva de Onetti; un texto más o menos breve y rápido. En cambio los otros son lentos, que es lo más difícil de leer actualmente. Onetti está vivo, de eso no hay ninguna duda. A lo mejor, dentro de diez años, va a estar vivo otro texto.
–¿Qué determina la parte viva de la obra de un autor y la “parte muerta”?
–No digo muerta sino que queda en una reserva, porque puede reaparecer después. Todo el tiempo se reformula la parte viva de la obra de un autor; a la gente de la carrera de Letras, que quiere tener esquemas, le cuesta aceptarlo. La literatura se reformula todo el tiempo, depende mucho de cómo se lee. Ahora leo la literatura como realidad, ya no más como ficción sino como una realidad-ficción con un peso fuerte de la realidad. Los personajes los veo en la realidad, como si ocurriera realmente, de modo que la literatura se hace transparente. A través de la literatura se leen otras cosas.
–Hay una larga nota al pie de una página, en la parte que analiza Para una tumba sin nombre, en la que plantea que “tal vez habría que aprender a leer en Latinoamérica, y no sólo literatura”. Y agrega que toda lectura fijada “es inevitablemente represiva: frena el flujo indefinido de las lecturas, las ordena. La crítica es política, interminable”. ¿Sigue sosteniendo este planteo?
–Al haber escrito este libro sobre Onetti, caigo en la fijación, pero al mismo tiempo me digo “no se la crean”, Onetti puede seguir siendo leído de todos los modos que quieran. No hay lecturas definitivas, no hay lecturas fijas, no hay verdad. Los intentos de hacer científica la crítica fracasan porque todo es reformulable. Lo mío es solamente una posibilidad, que no pretende ser ni verdadera ni falsa. Hay que aprender a leer todo tipo de discursos, pero qué quería decir con “aprender a leer” en ese momento, no sé... La idea de la facultad, de una carrera de Letras, era enseñar a leer todo tipo de discursos, justo en el momento en que aparecía el análisis de discurso, que no está tan en boga como entonces. Para mí era importante saber leer y dar vuelta un discurso.
–¿Onetti leyó su libro?
–Sí, y me mandó una carta que guardé y todos los libros que siguió publicando, dedicados. En la carta me dijo: “Vos sabés mucho más que yo” (risas). Los escritores se asombran cuando uno extrae tantos sentidos de lo escrito, ellos no lo piensan así. En el último libro que me mandó, en la dedicatoria escribió: “para que le hagas el post mortem” (risas). El consideraba el libro que publiqué como una disección de su escritura.
En una de las paredes del living tiene un cuadro del árbol genealógico que Gabriel García Márquez, de puño y letra, preparó para Cien años de soledad. “Cuando salió mi libro sobre esa novela, a través de Paco Porrúa, que era amigo de él, me lo mandó –cuenta Ludmer–. Los escritores se dan cuenta cuando les tocás algo. Por lo menos esos escritores, no sé si los de ahora. Esa forma de leer les impactaba.”
–¿Qué busca hoy en la lectura crítica?
–Busco modos de leer, cómo se lee y qué partes se leen de los textos; qué bibliografía usan, cómo organizan el discurso crítico, si puso o no notas y qué tipos de notas. Y si hay o no algunas ideas. Como decía Osvaldo Lamborghini: “tenía una ideíta” (risas).
–¿La palabra idea también perdió el peso que tenía en los ’70?
–Sí, sí, perdió peso. Justamente estoy trabajando este tema en mi nuevo libro. Ese peso ahora está llenado por afecciones y creencias. No hay un interés innovador, no se cuestiona la literatura tampoco; en los ‘70 queríamos terminar con la literatura y abolir el arte. Ahora hay una perspectiva más conservadora que busca llenar ese vacío de ideas. Cuando digo un mundo perdido, me refiero a ese mundo. La gente se apasionaba por una idea, por encontrar otros modos de entender la realidad; circulaba una cantidad de material increíble. No soy nostálgica, pero es un mundo que se perdió. El mundo es otro. Ahora busco en la literatura una cosa más entretenida, que no me aburra. Si tuviera que leer El astillero hoy, no sé si podría... creo que llego a la página diez (risas).
–En la filosofía, por ejemplo, ¿un Zygmunt Bauman, con su concepción de lo líquido, en los ’70 hubiera sido intolerable?
–Todo lo light de ahora hubiera sido insoportable en los ’60 y ’70, se combatía contra esa crítica impresionista, hecha rápido, y se reivindicaba lo analítico fuerte. En los ’60 se hablaba del mal, “el mal en Sabato”; a mí me parecía un delirio reaccionario pensar que estuviera el mal en un escritor. El mal está en todas partes hoy. Qué cosa rara cómo fue cambiando todo y cómo hay que prestarse al cambio... ■
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