sábado, 26 de diciembre de 2009

Isa Ali: AB ALIO SPECIES ALTERI QUOD FECERIS

Isabel Ali

AB ALIO SPECIES ALTERI QUOD FECERIS

(Espera de otro lo que a otro hayas hecho)


Tenía un ojo zarco, de pantano lechoso, con el alma de las canicas japonesas. El otro, castaño, parecido a la membrana brillante de las nueces, daba la sensación de ser mayor que el celeste, sobre todo cuando el sol le contraía las pupilas. Su pelo era oscuro y quebradizo, separado por la blanca línea de cuero que asoma donde las madres pulcras y maniáticas clavan el peine para dirimir la frontera entre ésta y aquella trenza. El guardapolvo tableado languidecía sobre sus piernas delgadas como cordeles. Sus brazos eran largos y huesudos. Toda ella era frágil e imprecisa. Su boca hubiera sido bonita, si la ortodoncia no le hubiera hecho soportar el castigo de aquellos alambres erubescentes que le enrejaban los dientes y le abultaban los labios, convirtiéndoselos en un alcaucil a punto de marchitarse. La voz le brotaba ramplona, andrógina y monocorde. Daba lástima verla en la clase de gimnasia, al borde de quebrarse en cada vuelta carnero en la que no conseguía enrollar su desmesurada estatura.


Se volvió solitaria. Pasaba los recreos en un extremo casi inhóspito del patio, mustia y con las manos presas en los bolsillos. Pero era buena, o zonza, o estaba tan necesitada de compañía que no veía más allá de su escueta nariz y se creía todo... como se creyó que yo la quería; sin sospechar que, si lograba besarla, el cabezón Solari iba a hacerme las tareas de contabilidad un mes entero.


Y le di un beso, contra la pared del club Villa Malcom, a la salida del bachillerato, después de acompañarla hasta la casa una semana, haciéndome el romántico.


Me acuerdo de esa tarde. Hacía tanto calor que llevábamos el guardapolvo en el brazo. Bajé la vista para no verle el ojo acuoso y en el espacio níveo que asomaba entre los botones desabrochados de su blusa, divisé un lunar marrón que se escurría deshonroso al borde del corpiño. Después de besarnos, le dije la verdad y, como un sinvergüenza, crucé la calle corriendo, escapándome del lunar que, en cada latido de su pecho, parecía caminar como un escarabajo asqueroso. Y ni siquiera tuve el respeto de pedirle disculpas. Se llamaba Dolores y no volvió a dirigirme la palabra. Aunque, de tanto en tanto, clavaba sobre mí su mirada desolada, acechándome con resentimientos. Y un frío de agujas me erizaba la nuca, porque mi papá siempre decía que “uno nunca sabe de qué es capaz una mujer despreciada”.


Terminamos la secundaria. Los treinta compañeros de mi curso perdimos contacto. Poco sé de algunos de ellos. El ruso Kirzner se casó con una colombiana que tiene un astillero en las costas de Guajira. El flaco Antuña compró una empresa de transporte en Rosario. Mariana Bruno desapareció en el 78, poco antes del mundial. Pablo Skiadaressis me llama de vez en cuando, siempre desde una ciudad diferente. No volvimos a vernos. Para mí, se volvieron fantasmas que cada tanto se transfiguran y a los que no les conozco otras facciones que las adolescentes.


De Solari no sé nada desde hace dos décadas, y es como si lo hubiera visto ayer, con el diente enfundado en plata iluminándole la sonrisa. Sólo yo he cambiado; aunque canto fuerte, como para convencerme a mí mismo de que “veinte años no es nada, que es febril la mirada que errante en las sombras te busca y te nombra”, arrastrando las enes y observándome de soslayo mientras me afeito. Me pregunto si sería posible afeitarme sin mirarme en el espejo y, a la vez, no lastimarme la cara. Odio verme así, con las mejillas empastadas de espuma, con los párpados inflamados, ojeroso y apurado porque tengo que llegar a horario al trabajo. ¡Cómo concentrarme en la afeitada, si estoy peleando con mi mujer porque quiere que desocupe el baño para sacarse los ruleros! Es tenebroso asomarme a esa ventana de azogue donde se enclaustra el presente en una realidad impune e ineludible. Porque si yo no descorriera esa cortina, ni me hubiera enterado que la calvicie me corona y la barriga me desborda el cinturón.


Al fin, lampiño hasta lo máximo, entro en la cocina, buscando de reojo las imágenes del televisor, intentando atrapar alguna noticia que luego leeré en los diarios. Pero, como de costumbre, ese canal femenino al que es adicta mi mujer inunda mis amaneceres de consejos y entrevistas que a nadie le importan. Murmurando chismes de estrellas de cine y aireando trapos sin pudor al sol del desayuno de las amas de casa. Y después dice que soy machista, cuando es ella la que se deja tratar como subnormal, adhiriéndose a la pantalla como una lapa, mientras la conductora de delantera rellena con siliconas y labios con colágeno le explica con solidaridad fingida cómo morir de inanición a bajo costo con la dieta del espárrago, garantizándole perder cinco kilos por semana (y desaparecer completamente de la faz del planeta en cuatro meses).


Dejo la tostada y renuncio al café cuando escucho brotar del aparato el nombre de Dolores Fraga. Y me niego a creer que sea ella porque la voz es pausada y melodiosa y parece un susurro teñido de licor de caña. Entonces, busco desesperado el rostro en la pantalla, y brilla, disipando mis dudas, el ojo zarco, como un remanso de agua clara. El cabello sedoso le moja los hombros descubiertos, formando bucles de zafiro. La nariz se ve diminuta, las pestañas y las cejas selváticas; la boca está abierta como una flor urgida por septiembre, liberando la luz de los dientes perfectos. El cuerpo es magnífico y sinuoso. El escote es de ópalo transparente y el busto es rebosante. Y late sobre el pecho revolucionario, el lunar digno, majestuoso y principesco, como una mota de chocolate.


¿Pero porqué está dentro del televisor? Porque es escritora, porque publicó un nuevo libro de cuentos, todos ficticios, por supuesto. Me quedo hipnotizado: es que resulta que ahora es una mujer hermosa.


El reportaje termina y pido un taxi; porque ocurre que, mientras yo miraba embobado a Dolores Fraga, mi mujer aprovechó para pedirme las llaves del auto para llevar a los mellizos a la escuela. Y yo se las entregué como un idiota y, como un idiota también, sin darme cuenta le di la tarjeta de crédito para que hiciera algunas compras en el centro. Paso primero por la librería, con el apremio de tener ese libro. Y frente a las letras impresas tengo sed de leer. Bebo los renglones. Voy tragando relatos que, seguramente, son interesantes pero que no me interesan en este momento. Ahora sólo quiero encontrarme en estas páginas, verme en el cuadro del pasado, enmarcado por esta encuadernación presuntuosa. Y me encuentro con nombre y apellido. El mismo “Juan José Flores” que deben portar en su documento dos mil habitantes de este país. Pero sé que soy yo. El galancete, corazón de hiena, que le rompe el corazón a la muchacha enamorada con cara de cucaracha dócil, soy yo. Ni más ni menos. Y la fábula de la oruga, de ingenuidad arraigada, metamorfoseándose en maravillosa mariposa, riéndose del príncipe al convertirlo (beso de por medio) en sapo de rancia estirpe (pero al fin y al cabo batracio), no es otra cosa que una metáfora de nuestra historia.


Llego tarde al trabajo, pero tengo un motivo. Y ahora estoy delante del gerente, blandiendo en el aire un libro de tapas purpúreas y ostentosas, diciéndole a los gritos que mi padre tenía razón cuando decía que las mujeres son peligrosas cuando se sienten despechadas. Porque yo sé de lo que son capaces con tal de vengarse: aunque les lleve la vida, hasta pueden llegar a ser exitosas y extraordinariamente deseables. ■

5 comentarios:

  1. Hola, Isabel, parece que fuimos del mismo barrio. Recuerdo el Club Villa Malcom de hace más de 50 años, cuando mis tíos iban allí a bailar. Pero Juan José, si fue capaz de esa canallada, es por que ya era un sapo desde niño. Pobre!! Que se embrome!!!

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  2. ¡me encantó, Isa.! la historia de la oruga convertida en mariposa atrapó mi infancia. Relato de excelencia, como siempre. Felicitaciones. susana zazzetti

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  3. Ester, no me digas que te criaste en mi barrio... no sé si fuimos allí contemporáneas. Estuve de visita hace un tiempo y lo único que está como siempre es el Club, la funeriaria de Zucotti (remixada por supuesto) y la pizería Angelín (los creadores de la pizza canchera) han disminuido el local hasta que parece un kiosco. Hata elmercado de Uriarte fue convertido en una venta de pulgas. Ahí había un tano que tenía una verdulería, que cuando me veia me cantaba "Isabelita, porteña bonita, la calle palpita al verla pasar", un tanguito que me hacía poner colorada. Yo vivi muy cerca del puente, y se nos inundaba la casa dos veces al año. Muchos de mis cuentos están ambientados allí: matar a Olivia, los cuentos de los muchachos, buñuelos para la tristeza. Ay, Ester... me hiciste ding en el corazón. Ungran abrazo
    isa

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  4. Hermoso Isa,bien merecido.Hermoso final, para los hombres que se ríen de las mujeres y mas aún de las que no son tan lindas.La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. Este se la merecía. Menos mal que fui a un Liceo de señoritas ( del estado). Pude evitar la presencia de los galanazos. Aún existe pero mixto, queda en Mataderos. Felicitaciones Isa, me encantó. Neli :D

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  5. Hola, Isa.
    Escritos como el tuyo son los que me hacen desear ser escritor y por otro lado me quitan las ganas al ponerme el listón tan alto.
    Un beso.
    Emilio G.

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