Ester Mann
Debía comenzar la dieta. Y no mañana. Hoy. Ahora. En este preciso momento.
Dejó sobre la mesa el emparedado de jamón, queso, mayonesa y tomate. Se subió a la balanza: ¡quince kilos de sobrepeso! Buscó en la guía el teléfono del gimnasio y se comunicó. Se cambió la ropa y decidió ir andando. Eran unas doce cuadras, nada del otro mundo.
Cuando volvió, después de dos horas, ya era mediodía. Abrió la heladera, sacó la mayonesa, la manteca, el fiambre, el queso, el dulce de leche, el pan lactal y los fideos que quedaron de ayer. Tiró todo a la basura.
Pasó a los armarios: masitas, chocolates, fideos, arroz, porotos, garbanzos, cebada, azucar, polenta, dos frascos de mermelada, los paquetes fueron colocados con cuidado en una caja. Y a la calle. Tal vez alguien quisiera recoger los paquetes.
e preparó una ensalada: pepinos, lechuga, tomate. Media cucharada de aceite de oliva, nada de sal. Se comió la ensalada, la bajó con tres vasos de agua. Después del almuerzo otra vez a caminar hasta la oficina.
La cena fue una copia del almuerzo. No hubo merienda, solo un té sin azúcar.
Este orden del día fue repetido dunte tres semanas. Sin variantes, sin quejas ni arrepentimientos. Todas las mañanas Betty anotaba en su libreta el peso que señalaba la balanza, cada día unos gramos menos. En el gimnasio su rendimiento mejoraba con el paso del tiempo y la mengua en los dígitos de la libreta. Los vecinos habían dejado de saludarla: ya no la reconocían. Sus compañeros de trabajo casi no le hablaban porque los temas de que solían conversar estaba ahora prohibidos: el nuevo restorán, lo que pensaban cocinar, la falta de apetito de los chicos, los pantalones que les quedaban demasiado ajustados.. Todo, de una u otra manera tenía relación con la dieta de Betty y ella no quería escuchar una sola palabra de todo eso.
Transcurrieron dos meses y Betty no aflojaba. La gente se miraba y murmuraba: “una sombra ya pronto serás”. Pero en realidad, Betty ya era una sombra. Y no parecía considerar siquiera un pequeño desvío de su nuevo régimen de vida.
El primer día del tercer mes Betty suprimió los tomates de la ensalada. Le traían acidez, dijo.
Al cuarto mes dejó de lado la lechuga: se le pegaba al paladar. Ahora iba a todos lados con una bolsita de pepinos lavados que comía a todas horas. Había moderado el régimen, decía.
El día 132 Betty no fue al gimnasio. Tampoco al trabajo. El día 134, Lucy, su mejor amiga y compañera de la oficina, tocó el timbre en el departamento. Nadie contestó. Lucy probó el picaporte y la puerta se abrió:
una bolsita de plástico con tres pepinos lavados y un charquito de agua fue lo único que encontró en el hall. ■
Fue culpa del menuval...
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