sábado, 4 de septiembre de 2010

IVAN WIELIKOSIELEK
 
    SIN ALIENTO
 
   Algo no estaba en su lugar la primera vez que la vi. Tal vez fuera aquel mediodía de otoño metido en la primavera o tal vez era yo, comprando sin darme cuenta las últimas mandarinas de la estación. Pero sobre todas las cosas era su figura que de pronto emergió desde el fondo de la calle como un holograma. Como si en vez de una mujer común que sale del trabajo se tratase de una actriz saliendo de la pantalla, una actriz francesa de los años sesenta caminando liberal como en cinesmascope; es decir viniendo directamente hacia el espectador. Pero que yo sepa, la calle Santa Fe con sus techos bajos nunca tuvo nada de " nouvelle vague" ni los colores fluor de sus verdulerías nada del París de Godart. Pero hete aquí que las manos oscuras del verdulero Mario se abrieron como si quisieran soltar una paloma y ofrecerme los frutos como un puñado de rubíes. Pero hete aquí que mi ansiedad se vuela de las mandarinas a la actriz y en veinticuatro fotogramas sensibles la capto para mi cine personal: alta, de pelo negro y ondulado, anteojos oscuros, pañuelo rojo con puntitos blancos y campera de cuero, pantalones de jean apretando unas caderas anchas de locura y botas. Tic-toc, tic-toc, tic-toc. Sus tacos ponen un pulso demencial a los primeros minutos de la siesta y de mi sangre, se baja los lentes de sol y durante medio segundo me mira a los ojos, durante doce fotogramas que coinciden con un hormigueo en mi bajo vientre.
  -"Hola Mario, ¿ hay acelga?"- escucho que dice en un español perfecto que seguramente no aprendió en Saint- Germain de Press. Y veo unos labios de coral despegarse y volverse a pegar durante el tiempo que dura un beso. No recuerdo la respuesta de Mario pero sí que me dije a mí mismo " con que es del barrio"! con que habla español! con que se conocen!". Cuando me rozó con su cadera dura y geoide para recibir el atado, aspiré el perfume de su pelo suspendido en el aire y entonces me di cuenta de que no estaba ante ningún holograma.
  Pero la segunda vez las cosas tampoco parecían estar en su lugar. Y si no, ¿ cómo podría explicar que la tranquila calle en donde vivo se hubiera transformado de golpe en una mañana? En el inmueble del frente, que siempre estuvo abandonado, los chicos de la  mudanza bajaban una mesa y una cama de dos plazas. Por la tarde y del interior de aquella puerta, dos parejas formadas por dos hombres gordos y aspecto empresarial salían a la vereda junto a sus dos hermosas mujeres. La pareja anfitriona despedía a la visitante y mientras los hombres ultimaban sus asuntos, la dueña de casa llevaba aparte la otra chica y las dos se reían cómplices.
  Entonces la reconocí. No tenía el pañuelo rojo atado al cuello ni aquellos anteojos de sol a lo Emmanuelle Béart tomando helados. Pero cuando miró al frente ya no tuve dudas: la mujer era mi nueva vecina y con su amiga quizás se reían de mí.
  No puedo decir que desde entonces la viera todos los días. Creo que incluso pasaba una semana entera hasta que la cruzaba de casualidad; ya sea cuando salía para despedir a su marido, sacar la bolsa de basura o llamar a su hijo a comer.
  La mañana de un sábado entrado ya el verano, la vi en camisón limpiando el piso. A cada pasada del palo, su fabuloso cuerpo de señora joven temblaba apenas envuelto en tela liviana. Más abajo, sus piernas blancas y bien nutridas como las de una diosa escandinava bailaban descalzas una danza aparte; una danza que sin dudas era de fertilidad o un hechizo de amor. Y ya no me pude reponer jamás del embrujo de aquella escena.
  Cada vez que se quedaba sola, crecía en mí el impulso de cruzarme de vereda y golpearle la puerta. Pero me lo reprimí. Quiero decir que llegué dos o tres veces hasta su casa, estuve frente a su puerta de vidrio opaco, pero al ver su sombra moviéndose al fondo de la cocina ( " como el lomo de un pez en el fondo de un estanque", recuerdo que pensé) por alguna razón me quedaba sin aliento. Y entonces me volvía a casa con una sensación de cansancio y de derrota; soñando con esa imagen difusa que, a través de un cristal opaco, no era otra cosa que el fantasma de su fabulosa biología.
  Una semana más tarde la vi salir de su casa. Era la siesta y yo justo volvía del trabajo. Había refrescado tras la lluvia y se había puesto la misma indumentaria de la mañana en que la conocí. Vaqueros ajustados, campera de cuero y aquellas botas. Salió de su casa y cerró con llave con esa independencia de las mujeres que viven solas. Una vez en la calle se puso los anteojos de sol y caminó a paso rápido en una dirección definida. Entonces la seguí. O para ser más exacto, no pude evitar seguirla, caminando media cuadra por detrás con el corazón en la boca. Por alguna razón o indicio que ahora he olvidado, imaginé que ella sabía todo y que, aparentando indiferencia, me estaba guiando a un lugar secreto donde poder estar juntos. Durante los minutos que duró aquella persecución, me di cuenta que es en instantes así en donde un hombre puede alcanzar la santidad o la locura. Entonces dobló en una esquina, luego en otra y al final se quedó parada en una puerta y miró hacia mí. Se habrá quedado tres segundos en esa posición, 72 fotogramas de vértigo en mi pantalla mental para fijar una quietud. Cuando pasé al frente, aparentando ser un peatón cualquiera, vi que de una puerta salía su amiga de la mudanza. Mientras se saludaban en la puerta y yo me perdía, me siguió mirando durante rres insoportables segundos más.
  Fue una noche de mucho calor cuando por fin me animé a golpear su puerta.
  Por la tarde había hecho un calor insoportable y ella había dejado abierta la ventanita de vidrio opaco. Por eso la vi moverse en la cocina, en ese rectángulo de luz que, con ella al fondo, era la única fotografía que me hacía creer en esos milagros del cine. Y como en cinemascope, vino a la vereda y llamó a su hijo para comer. Tenía aquel camisón liviano y al trasluz de la cocina pude ver el fabuloso recorte de sus piernas y caderas. Seguí caminando rumbo a casa pero sentí sus ojos tras de mí durante el camino.
 Pasaron las horas. Muchas horas en las que tomé café, leí varias páginas de un libro distraído, escribí a máquina y me acosté. Pero no me podía dormir. Aquel fotograma me había sacado de lugar y me sentía encerrado en cuatro paredes que ya no me pertenecían. Decidí salir a dar un paseo por la ciudad. Serían las dos de la mañana cuando vi que la luz seguía prendida en su casa. Me dije que tenía que olvidarme de una vez de todo eso pero la decisión sólo me duró una cuadra. Entonces di la vuelta manzana y me volví. Me paré frente al vidrio opaco de su puerta como frente a un espejo y golpeé tímidamente con los nudillos. Pero lejos de verme reflejado, vi que del otro lado se acercaba la sombra temblorosa de una mujer. La sombra se quedó parada frente a la puerta y a mí se me cortó la respiración. Puse una mano en el vidrio y quizás esa haya sido la actitud más inconsciente y jugada que tuve en mi vida. Casi al instante, una de sus manos se " pegó" a la mía como si quisiera acariciarme, mientras acercaba la otra al pasador de la ventana. Pero cuando creí que iba a abrir, apagó laluz, despegó lentamente la mano del vidrio y de a poco se perdió en la oscuridad.
 Dos semanas después vi los muchachos de la mudanza llevándose los muebles. En cuanto a ella, no la volví a cruzar por las calles de esta ciudad. A veces voy a comprar al mediodía a la verdulería de Mario, pero sus mandarinas ya no me parecen rubíes ni el fondo de la calle Santa Fe se parece a una película de Godard. Las cosas han vuelto a estar en su lugar.
  
    de "Sabatino"

corresponsal Susana Zazzetti  

6 comentarios:

  1. Como en una película francesa que quedé "sin aliento". Secuencia dinámica que no se detiene y uno quisiera que siga y siga. Ester Mann

    ResponderEliminar
  2. Muy bueno, intenso y no se puede perder palabra. Y al final se respira, las cosas han vuelto a estar en su lugar. Felicito al autor.

    Andrea Salas

    ResponderEliminar
  3. Narración que se lee con agitación , por sus logradas idas y vueltas, su poesía escondida en los renglones, su imágen emparentada con lo más clásico del cine . . . Memorable.
    MARITA RAGOZZA

    ResponderEliminar
  4. Los textos narrativos de IVAN WIELIKOSIELEK son excelentes. le dan a estas páginas la posibilidad de volar por sobre las nubes. "Sin Aliento" es una pieza literaria donde la imaginación y la ternura llevan al lector a la melancolía, al final de una ensoñación, cara fantasía que quedará en su memoria por mucho tiempo.
    el Editor

    ResponderEliminar
  5. Excelente ritmo que nos lleva aferrados por las palabras de nuevo al principio. La escena de las dos manos que se unen a través del vidrio es un hallazgo literario. Carlos Arturo Trinelli

    ResponderEliminar
  6. Leo poco narrativa pero este texto me encantó. Norma Evaristti.

    ResponderEliminar