ANDRÉS ALDAO - Los conjurados
Salió a buscar el correo y halló un sobre con membrete de la editorial Mapamundi. Abrirla, le generó sorpresa. Hace años que Manuel Lencinas escribe ficciones con personajes históricos. Luego de estar vinculado al mundo de las letras durante más de dos décadas, el año pasado Betaguara le publicó su primera novela, La Amante Parda de Sarmiento, que causó excelente impresión en los círculos literarios, generalmente exclusivos y blindados. Críticas laudatorias aparecidas en los diarios, y sobre todo un valioso comentario del semanario Tres Comas, generaron un vendaval de invitaciones a paneles, conferencias en las universidades y cenáculos intelectuales. Jamás se había presentado a concursos y nunca obtuvo premios. “Conozco las recomendaciones, la falta de ética y las triquiñuelas de los certámenes. A mí que me dejen en paz: odio esos trampolines de autobombo, hoy por vos mañana por mí”, comentó en un reportaje aparecido en el suplemento literario de Trompeta, el competidor de Clarín.
Los autores de primera línea, que forman parte de grupos según las tendencias y otros aspectos directamente prescindibles, conocían a Lencinas y estimaban su labor literaria, sobre todo a partir de la aparición de su novela.
Tal vez por esa razón la dirección de Mapamundi decidió invitar a Manuel Lencinas a integrar el jurado en un concurso de cuentos auspiciado por la editorial. Había llegado su hora. La nota que Manuel halló dentro del sobre era un pedido formal: que integrara el jurado junto a otras personalidades del planeta literario. No se impresionó. Vivía consagrado a la escritura y la enseñanza en la universidad, actividades en las que desplegaba mucha imaginación. Además, el culto al hogar.
La invitación no le pareció un premio ni un reconocimiento a sus cualidades de escritor. “No me hacen falta”, sabía decir. Le habían pedido la confirmación dentro de las 48 horas. Dio su consentimiento (sin estar convencido) mediante una llamada telefónica a la editorial. De paso se enteró que la licenciada Violeta Quirós y uno de los críticos literarios del diario El Gualdo, Nicolás Harretche, serían sus colegas.
El primer encuentro se efectuaría en la sala de actos de la editorial. El director iba a explicarles las bases del certamen El Cuento Corto en Hispano–América. No le gustó el título. (¿Por qué ‘hispano’América? rezongó algo irritado).
Lencinas, atildado, pulcro, casi aséptico, fue el primero en llegar. Lo recibieron las autoridades de la editorial. Una fotografía de Julio Cortázar generaba una atmósfera auspiciosa, y una caricatura de Borges ocupaba la totalidad de una pared. Un mapamundi gigantesco, como justificación cartográfica del nombre de la empresa, empollaba en su parte posterior múltiples mosquitos, hongos y bacterias. Nadie se enteraba...
A los pocos minutos llegó la Quirós. Un rostro duro detrás del maquillaje acolchado y blandengue, como dulce de leche algo soso. Ojos estrábicos, una nariz cuyos orificios semejaban una costura de soldadura autógena (achicamiento plástico de un pico de águila), y el cabello rubio oxigenado, veterano de incontables teñidas, le daban una pinta de intelectual del Barrio Latino de París. Se veía en buen estado anímico. Y físico.
Conversadora, agradable, unas hebras de soberbia danzaban en su globo ocular –como un cometa barbato – que podrían convertirla, en cuestión de segundos, en un ser temible y despiadado.
Algunos canapés de jamón y roquefort, preparados según una fórmula secreta del cheff personal de Kandinsky, parecían colages dispuestos sobre fuentes triangulares asimétricas. Además, un vino blanco servido con avaricie refinada en copas cuyos diámetros no hubiesen permitido insertar el pulgar (ni el meñique). Lencinas, algo enfadado, se encogió de hombros. Entonces llegó Nicolás Harretche, el crítico literario del cotidiano El Gualdo. Cargado de espaldas, un bigote entrecano disimulaba su boca de caimán. Vestía un traje arrugado y somnoliento, un moñito pringoso que encandilaba, y un poncho de vicuña delicadamente perforado por polillas traviesas. Harretche usaba lentes encajados de prepo sobre su desmesurada nariz patriarcal, y la abundante pelambre que circundaba su cabeza culminaba en la coronilla con una esplendente tonsura natural, como si la hubieran tratado con querosén y aceite de ricino.
Rápidamente se acabaron las vituallas, las secretarias retiraron todo lo vinculado al refrigerio y de inmediato se inició la reunión. Los miembros del jurado fueron presentados, el gerente explicó las bases del concurso y el sistema de elección por sucesivas eliminaciones. Decidieron reunirse el primer martes del mes de junio.
Manuel volvió a su casa y encontró una llamada en la contestadora. Era de una alumna aventajada del curso de literatura, María Luisa Berger, quien lo consultaba por la monografía que estaba escribiendo sobre la “Influencia de la piorrea en la escritura poética”. Manuel la llamó, le dio consejos y sugerencias, y le deseó buena suerte. De paso, y para aportarle nuevas ideas, quedaron citados para la noche siguiente en la esquina de un hotel de la calle Humberto Primo, donde entre el blando colchón y los espejos circulares del techo resolverían, como los primigenios del Paraíso, sus dudas sensuales y literarias.
El 1º de junio los jurados se reunieron en la editorial. Habían llegado 220 cuentos. Comenzaron la tarea de decantación. Los trabajos que no se ajustaban a las normas fueron descartados. En el término de hora y media eliminaron más de cien cuentos. El clima era agradable. Durante el debate una secretaria les alcanzó un pequeña listín con las llamadas telefónicas recibidas, y a Harretche una notita manuscrita. Se disculpó cortésmente, la leyó y la arrojó al cesto. El martes siguiente se reunirían a las ocho de la mañana con el propósito de seleccionar los primeros veinte cuentos y, de ser posible, los diez finalistas. Por ese día decidieron terminar su labor.
Se despidieron no sin antes tomar un café en el bar de Santa Fé y Rodríguez Peña. Manuel notó que había olvidado su portafolios, y la exuberante Violeta dijo haberlo visto sobre una silla en la sala de reunión. Manuel regresó a la editorial dirigiéndose a la sala de debates. Allí estaba el portafolios. Un impulso lo llevó a recoger del cesto un papel arrugado. Lo alisó, leyó el breve texto y salió.
Era una mañana apocalíptica. Las calles inundadas justificaron la ironía de Pedro de Mendoza y Juan de Garay, los dos fundadores de buenos aires (Qué regalo bárbaro le hicieron a casi quince millones de cristos esos dos tránsfugas). Las alcantarillas fueron rebasadas por la lluvia, esa atroz hemorragia aquaforte. Los canales de desagüe, insuficientes y mermados por el sarro, las hojas y la suciedad de la ciudad (modernizada en las alturas y esclerosada en sus laberintos subterráneos), castigaban a la urbe arropada en la preteridad, y la negligencia de sus intendentes, chorros diplomados.
Esa mañana llegaron sin excesivo entusiasmo. Es un honor demasiado honorífico y gratuito, protestó la Violeta al ingresar empapada a la sala. Se quitó el abrigo y los zapatos, se sacó las medias exhibiendo un par de piernas de una blancura azogada – en caso extremo incluso atractivas por una noche –, y se sentó frente al hogar exhibiendo un prolijo y sombreado ángulo obtuso en el punto de intersección de sus extremidades inferiores.
Harretche, a su vez, fue más arrogante: Estos certámenes literarios hay que organizarlos durante `the spring time, my good friends’ corcoveó en un inglés escolar. Un jadeo, como las olas que rompen en la orilla del mar, descubrían el preámbulo de un enfisema. Y sus ojos, enrojecidos por la tos, tomaban su tiempo para hacer una recorrida fugaz hacia el vértice del ángulo obtuso de la rubia Violeta. El único personaje taciturno, sentado junto al radiador flamígero, era Manuel Lencinas, sobrio, sumido vaya a saber en qué ensoñaciones.
Les trajeron bebidas calientes y medialunas crocantes que, en menos de lo que memea un chivo, acabó con las quejas y pintó en sus caras unos mohines análogos a la fruición. Luego de saciarse, saturar la sala con una calina de tabaco importado, la Quirós , Harretche y Lencinas dedicaron su tiempo a leer en sucesión las obras ya seleccionadas. Habían resuelto marcar los trabajos con un código numeral de clasificación, y al final de la jornada decidirían en común, o llevarían la discordia a votación. Después de la pausa del almuerzo, prosiguieron hasta la media tarde y resolvieron culminar la tarea hasta la hora que fuese. Cerca de las diez finalizaron, con una pequeña complicación: habían escogido once participantes en lugar de diez. Lencinas no aceptó que uno de los cuentos, firmado con el seudónimo de Faro, llegara a la semifinal.
–Pero mire que es usted cabeza dura, Lencinas. El cuento de este Faro está bastante bien concebido ¿Y vos, Violeta, qué opinás? –tronó Harretche.
–Creo que el cuento presentado por Faro tiene sus méritos –cacareó la rubia mientras blandía las medias con puntillas ya resecas por el calor del ambiente.
–Les voy a decir algo: bien concebido es un concepto demasiado abstracto. A mí no me dice nada. Y sobre sus méritos, pues yo les digo que bien escritos, incluso mejores que éste, hay una cantidad impresionante. Es demasiado chato, carece de brillo y no resalta por ningún lado. No digo que está mal concebido. pero trabajos bien concebidos –y mal resueltos – hay muchos. Para ganar un premio o recibir una mención se necesita algo más. No pienso ser injusto e invalidar a alguien que tiene posibilidades de lograr un galardón.
Hay silencios malhumorados. Silencios al borde del abismo que requieren, apenas, un leve bufido, una insinuación soez, una insolencia muy leve o una oscilación rústica para provocar el estruendo. Así estaba el ambiente luego que Lencinas expusiera sus puntos vista.
–¿Usted sugiere que nosotros no tenemos capacidad de decisión? – le preguntó Harretche.
–No insinúo nada. Ignoro a quiénes se refiere con nosotros. Pienso que en este ámbito cada uno se representa a sí mismo y la responsabilidad es individual..
–Escuche, Lencinas –adujo la licenciada Violeta –, yo rescato lo positivo del cuento de Aborigen, pero su universo es muy reducido. Por eso prefiero el de Faro. Propongo que pasemos al próximo eslabón con once semifinalistas El otro martes podremos discutirlo en particular: no olviden que tendremos que elegir cinco trabajos, ni uno más.
Con aparatosa discreción Violeta Quirós estiraba sobre sus albas piernas las medias negras, calzó sus zapatos taco nueve y enfundó el cuerpo en su abrigo entallado. No hubo acuerdo, aunque se resignaron. Por ese día decidieron cerrar el debate. La lluvia había cedido.
Nueva reunión. La tarde de julio era helada, pero el sol, en su infinita misericordia, distribuía calidez a toda la feligresía porteña. El nuevo encuentro se inició con rápidos acuerdos, excepto en el tema Faro. Mientras Harretche intentó embestir con esa candidatura para el segundo premio, Lencinas exigió eliminarlo. Y la Quirós propuso salomónicamente:
–El cuento de Faro tendrá una mención, igual que el de Aborigen. descartemos el trabajo del participante Serrano cuyo cuento no está al nivel de los que hemos seleccionado.
–Lamento mantener mi punto de vista. Creo que premiar a Faro es como introducir el favoritismo por el ojo de la cerradura –sentenció Lencinas.
El debate semejaba una peritonitis polémica a punto de reventar. No volaron sillas, no se perdió la calma, nadie levantó la voz. Pero el detonante, implícito, aguardaba...
–¡Cómo se atreve a sugerir algo así, Lencinas! ¿Usted pone en duda la seriedad y la honestidad de esta competencia? Es una sugerencia grosera, un ataque a los concursos literarios y una bofetada que les da a los miembros de los jurados. Es inaudito, Lencinas. Lo que ocurre es que usted no tiene experiencia en estas lides, usted es un novicio, che, un principiante. Esto no puede quedar así. No comprendo. ¿no pueden haber diferencias de criterio entre los jurados?
–No me molesta que usted piense de otro modo Harretche. Es legítimo y está en su derecho. Pero en este caso la puja no es entre un cuento de calidad frente a un competidor de mérito. Esto no es una carrera de caballos. Conozco la imparcialidad que campea en los certámenes, y las buenas intenciones que asfaltan el camino del infierno. Conozco las pandillas de los viejos compadres, las recomendaciones de los sagrados padrinos, o los que acomodan concursos y las bases para sus propios intereses. Acepté ser jurado, pero no voy a apañar un auténtico delito ético, un escamoteo. ¡De ninguna manera!
–No comprendo su perorata. ¿Qué relación hay con caballos, carreras, fraudes? No veo adónde quiere llegar. ¡Explíquese…!
–No lleguemos a mayores: esto puede arreglarse de un modo simple y práctico. Hoy nosotros por Harretche y mañana Harretche por nosotros. ¿eh? –aconsejaba la Violeta.
–Yo no transo con arreglos. No admito que donde va a aparecer mi nombre se falsifique un resultado, se cometa una vulgar defraudación, se agravie a una persona que participa con la mejor buena fe y se intente darle al público y a los que intervienen gato por liebre –Un discurso ético que conmovió, incluso, a las heladas paredes de la sala.
Hay, también, silencios dramáticos, en los cuales los hombres adquieren una dimensión liliputiense y se exhiben, sin pudor, como deplorables guiñapos de la moral. Son las baldosas flojas de esos certámenes, en los que el nepotismo, los buenos compadres, la antigua barra determina, con una objetividad a contrapelo, quiénes deben favorecerse, prorrogar la tradición «hoy por vos mañana por mí». Y punto.
Y en esa pausa solemne, como el embeleso que genera el comienzo del coro de la novena de Beethoven (o el pedo repentino que quiebra con descaro un instante romántico), Manuel extrajo un papel doblado y luego de montar los lentes frente a sus ojillos intelectuales, recitó con suave voz de barítono resfriado:
Recordando los tiempos en que fuimos burreros, te anuncio que yo corro en la primera o la segunda montado en Faro. Tenéme en cuenta, Nicolita H. Tu amigo, el Faro que alumbra. El silencio cayó como una maceta de geranios desde un décimo piso. Meteórico, estrepitoso, letal. Harretche, maguyado y con aspecto de jabalí flatoso a punto de estallar, se hallaba sentado con los hombros caídos y sus largos brazos de orangután tecleando sobre el piso. Este ladino cara de ángel me cagó –se autorecriminó–, y yo siempre el mismo atolondrado.
Manuel Lencinas, por su parte, se suponía una especie de Cristo superstar, una estrella folcrock en la plenitud de la carrera, un John Lennon de las letras. El cuento de Faro no pasó por el ojo de la cerradura. Había llegado el momento culminante que iba a desentrañar el desenlace del minidrama.
Con la flemática recomendación de Lencinas, y el indisimulado fastidio de Harretche y la Violeta , la participante Malena fue elegida ganadora por los tres jurados. El obsequioso y turbador crítico de El Gualdo fue a comunicar las novedades a las autoridades de la Editorial Mapamumdi. Éstos llegaron en contados minutos y el gerente general se dispuso a leer las decisiones de los jurados. Todos los elegidos –anunció el gerente – recibirán sus premios en un acto que se efectuará en la sala de actos del cotidiano Trompeta.
Un silencio afilado trepaba sobre la impaciencia de los presentes. Fue anunciando los nombres de las tres menciones y el segundo premio, que recayó en Julio Alberto Alfaro, quien participó con el seudónimo Faro. Al abrir el sobre de Malena, el gerente dio el nombre de la ganadora: “María Luisa Berger, estudiante de letras, ha obtenido el primer premio del concurso literario de la editorial Mapamundi”. Los presentes aplaudieron y allí mismo sirvieron un vino de honor. En un costado de la sala el profesor Manuel Lencinas, con pulcra cara de cretino, preguntó en voz alta: ¿Quién será esta señorita Berger? ■
Desde la gráfica, impecable Aldao. Los símbolos y los significados vienen conmigo junto con las causalidades.
ResponderEliminarYa conocía este texto y vuelvo a apludirlo por la puntualidad de su lenguaje, por la perfección de los perfiles de los personajes. Iba a decir maravilloso pero sería otra cosa.
Excelente.
Felicitaciones!! Parece que el abrazo lo mando desde Saturno, desde la tierra se vuelan.
Desde , un blandengue y acolchado maquillaje de mujer, desde un par de piernas largas, desde el sol en su "infinita misericordia" ,Aldao con ese lenguaje que se atreve a ironizar con Pedro de Mendoza y Juan de Garay, nos van llevando por el relato, desprendiendo más de una sonrisa, más de una verdad , el texto se impregna de vivencias y claro que es para aplaudir ese puntilloso manejo de la palabra. Hoy por hoy,es muy difícil encontrar una narrativa tan impecable con un lenguaje que es para retener en el tiempo y es lo que hace Andrés, sin lugar a dudas.Felicitaciones .
ResponderEliminarLily Chavez
Una crítica astuta a los sistemas de premiación en los concursos literarios basados en el contubernio. La prosa atildada produce el placer de la lectura, un abrazo Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarAndrés, un texto dinámico, que atrapa desde el comienzo, por su fluidez en el lenguaje y su contenido. Me sacó más de una sonrisa y me mostró una realidad también muy cercana.Excelente la ironía del final.
ResponderEliminarUn abrazo y mis felicitaciones
Juany Rojas
VAYA VAYA, ESTE TEXTO TAN ATRAPANTE, DINAMICO Y ENTUSIASTA NOS PONE AL TANTO O NO, DE LO QUE OCURRE CON ALGUNOS CONCURSOS. HA SIDO UN VERDADERO PLACER LEERLO SEÑOR ALDAO.
ResponderEliminarEDGAR BUSTOS.
Lo que vine a buscar, narrativa. Excelente esto, qué lenguaje, y va llevando, con fluidez y realmente hace que el lector se interese.
ResponderEliminarLalo Ledesma
Un disfrute , capitán. Me encanta el analisis y reflexion , sobre el silencio. Una prosa para pensar...- Gracias . amelia
ResponderEliminarAndres Aldao lo debe haber escrito antes del suceso con Nielsen y Piglia. Los escritores solemos tropezar con la misma piedra ante los certámenes y dudosos jurados.
ResponderEliminarHoy , al releerlo, me detengo en el juego que hizo el autor con el título.
"Co" es el prefijo equivlante a " con", entonces cabría que esos señores fueran co-jurados. Pero la chispa de Andrés fue decir " conjurados", donde ya cambia el significado y entramos en la connotación de ligarsse en un complot para perjudicar al otro.
Inolvidable narración.
MARITA RAGOZZA