Winston Orrillo, Narrador, poeta, Premio Nacional de Cultura del Perú. Nacido en Lima.
¿Quién maneja ese tranvía? Se me viene encima. Mi pie se ha trabado, al cruzar los rieles que están frente a mi casa, en la calle Naranjos. Es este maldito zapato (¿o zapatilla?) No puedo saberlo. Hace ya mucho tiempo, y sin embargo no ha pasado mucho. Pienso en mi pobre madre, y en mis vecinos. Especialmente en Yolanda, que lo puede ver todo desde su balcón de palo. Y en las señoritas Andrade que, desde su librería, inevitablemente van a ser espectadoras. Aunque —seguro— cuando la gente se amontone, ellas no van a poder ver bien. Pero Yolanda sí vera todo, porque está en un lugar elevado .
Varias veces había soñado con este momento. Varias veces cuando, dentro de mi casa, sentía su ruidosa presencia, su casi escandalosa presencia; su alharaquienta presencia.
Grande, gris, compacto, el tranvía es parte de la sangre de los Barrios Altos. Sus rieles, como las venas que atraviesan el cuerpo de la ciudad.
Venas, sangre. ¿Cómo se verá ella por la pista de la calle Naranjos?
¿Hace cuánto tiempo que no muere alguien atropellado por un tranvía?
Creo que el último fue un borrachito, o una señora que venía del mercado de Buenos Aires, con su bolsa que quedó regada por la pista. Lo más impresionante fueron los tomates y los rabanitos y los huevos, que formaban una abominable ensalada (desde entonces las odio).
Pero creo que muchachos, al menos no por los Barrios Altos. Sí, por la plaza 2 de Mayo, en el viejo Centro de Lima; y era uno que gorreaba, de ésos que venían colgados; creo que fue, además, en un acoplado. ¡Qué hermosos son los acoplados!
Pero éste que se me viene encima es uno simple, de la línea "Cinco Esquinas—2 de Mayo" (los acoplados son para el servicio Inter urbano y parten de la 2 de Mayo, y por eso el atropello del gorrero por un acoplado en esa plaza de Lima).
Uno como éste es manejado por el hermano de Matos; y, allí mismo, el cobrador es uno de sus tíos (creo que en el gremio tranviario funciona el nepotismo). Además, todos los cobradores, inspectores y conductores tienen un inevitable aire de familia. Aire que se acentúa cuando uno viaja de noche. Es hermoso viajar de noche en los tranvías. Recuerdo que cuando nos cortaron la luz por falta de pago, me pasé varias noches viajando en los tranvías: de paradero inicial a paradero final; y allí hacía mis tareas del colegio, leía libros; en fin, la luz de los tranvías era mejor y más acogedora que la de mi casa; además, se podía ver pasar calles, rostros de personas, animación.
Los tranvías no tienen pitazos ni fuman tremendos puros como los trenes; y por eso me gustan más. Los trenes siempre me han dado miedo. Son demasiado —cómo decirlo— solemnes. Como esos señores que usan grandes abrigos y llevan sombreros y guantes. Los tranvías, en cambio, me parecían como los parientes pobres, los muchachos del barrio, la gallada. Familiares, abiertos, democráticos. Los trenes, en cambio, parece que no se sacaran el saco ni siquiera para ir al cuarto de baño. Los tranvías son muchachos en camiseta, en ropa deportiva.
Nunca le había visto tan cerca el rostro al tranvía. Casi puedo decirte que tiene el ceño levemente fruncido. Y no creo que sea por mí. Quiero creer que no lo es. A mí la verdad que me molesta esta situación, pero no puedo evitarla. No sale el zapato (o la zapatilla). Y, además, me gustaba tenerlos siempre medio desamarrados, y ahora a mi tío Pedro se le ocurrió darme una lección de cómo amarrar bien el zapato —o la zapatilla—; porque un joven estudiante y estudioso y formal y de buena familia (aunque viva en los Barrios Altos) debe distinguirse de los otros. Y por eso se pasó un rato (había venido a pedirle plata prestada a mi padre o a fastidiarlo para que lo recomiende con alguno de sus amigos) enseñándome cómo hacer un nudo doble tipo marinero, que se usa para otras cosas, pero como los chicos son mataperros y emplean los zapatos no sólo para caminar, sino para jugar fútbol, pues hay que hacerle doble nudo. Y me enseñó cómo hacer el nudo doble… pero ¡no cómo deshacerlo! Y aquí está mi zapato —o zapatilla— que no sale, que no saldrá a pesar de los esfuerzos que hago sobre todo para que no se frunza aun más el entrecejo de mi viejo, querido amigo, el tranvía, con el que hasta ahora había tenido las mejores relaciones; y que, por él, seguramente, no sería capaz ni de rozarme con el pétalo de una de sus planchas que parecen blindadas, ni menos con esas ruedas de fierro que veo girar a una velocidad que no imaginaba tanta, mientras mi cuello se inclina mansamente para recibir, por fin, el peso de esta guillotina que, desde la Francia de los libros del colegio, yo sabía que, también, inevitablemente, estaría destinada para mí.
Del Blog de Luis Aguilera
Un muy buen manejo valga la palabra de un motor que no se sale de sus vias, Excelente relación nada menos que con un pie. Una ambientación que me acercó a lo que recuerdo. Una ironía que en semejante transporte de un peso que no se calcular circule con ruedas tan pequeñas cómo si fueran pies de bailarina, obedeciendo siempre el trazado de las vias. Creo que el escritor ha hecho aquí una combinación muy hábil y jugosa. Deja el sabor de un buenísimo escrito. Irme a los significados sería recibir ladrillazos en la cabeza mía. Cordialmente Mercedes Sáenz
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