Trato de escribir “el cuento”. “El cuento”, digo, porque estoy segura de que es el mejor cuento que escribiré en mi vida. Vislumbré el final antes de que se me hubiese ocurrido la trama. No siempre pasa eso. Generalmente recibo primero al personaje. Emerge de la nada, en medio de otros pensamientos y va adquiriendo forma. Me gusta compararlo con la concepción: en la fase primitiva es como un huevo que va creciendo y brota en brazos y piernas, se cubre de cabello y despega los párpados. Y crece, se desarrolla hasta salir de mí, igual que en un parto. La diferencia fundamental radica en que no nacerá como un bebé desnudo, sino que tendrá la edad real del personaje y una carga emotiva e intelectual acorde. Ni posibilidad de criarlo, o crearlo, bajo mis códigos y mis tradiciones, trae los suyos propios, sus inconfundibles recuerdos y su breve porvenir. A partir de ese momento, me ronda con insistencia, me molesta hasta que lo meto dentro de una historia para que cumpla su misión. Él sabe hacia dónde debe ir y lo que debe hacer. A mí me queda la responsabilidad de organizarle un clima propicio, de abrirle camino para que ande hasta el desenlace.Esta vez había sido distinto. Había intuido el final antes de familiarizarme con los protagonistas y eso me envalentonó, porque podía darme el gusto de ilustrarles el perfil, de colorearles el pelo del matiz que se me antojara, de empujarlos hasta el límite obligándolos a vencer los obstáculos que me diera la gana. El problema fue que, la aparición, no sucedió mientras estaba sentada frente al teclado, en una de esas tardes áridas en que no se me ocurre qué escribir y lleno el vacío psíquico con algún juego virtual, a la espera de que la inspiración se digne a pegarme un mazazo en la cabeza. No… tuvo que herirme como un flash súbito, durante una reunión de trabajo, y siéndome imposible tomar un apunte porque el gerente me escudriñaba y no quería darle motivos para que juzgue que me distraigo en asuntos ajenos a la empresa. Así que procuré amoldarme la máscara de “persona interesada en los temas que se están tratando”, mientras repetía, como una letanía recóndita, frase por frase para memorizarla. La cosa es que eso pasó el martes alrededor del mediodía y que, no obstante hice todas las tentativas posibles, no conseguí concluir el cuento ni el miércoles ni el jueves porque el preludio se me iba revelando gota a gota y, en la pasión porque fuera un encabezamiento digno de semejante remate, borraba lo que recién había escrito y volvía a escribir hasta que me sentía conforme con cada verbo, con cada adjetivo. Era una tarea que me dejaba exhausta y que me estaba insumiendo más tiempo del que me hubiera gustado. No planeaba terminarlo en tres días, pero tenía la esperanza de lograr un esbozo al menos, un borrador que, después, con la inversión de tiempo necesaria, se convirtiera en lo que estaba “viendo” con absoluta claridad. Al fin, el viernes se hizo la luz. Y pude distinguir de un pantallazo la historia completa y sus personajes. Me senté frente al teclado y comencé a tipear al ritmo de mis pensamientos. A la vez, a mi marido se le ocurrió que el gesto que había adoptado mi boca, fruncida por la concentración, era sensual. Y que el desorden de mis cabellos, empujados por mi mano en cada punto y aparte, era libertino. Se asomó por detrás de mí y empezó a masajearme los hombros. Debo haberme erizado como un gato callejero ante el peligro, enajenada por la interrupción, pero él dedujo que reaccionaba excitada frente a su roce y profundizó la caricia, descendiendo con sus manos por mi escote. Me enderecé en la silla y continué escribiendo. Quería pedirle que me dejara en paz, pero sabía que si abría la boca y abandonaba el teclado por un segundo, la idea se desvanecería y estaría en blanco otra vez. Como no le objeté la demostración afectuosa, sus manos prosiguieron envolviéndome, palpándome, y sus labios recorrieron mi oreja. Emití un sonido gutural: fue lo único que me salió cuando quise sacármelo de encima removiéndome. Él interpretó que era un gemido o algo por el estilo y se dedicó a morderme la nuca. En ese preciso instante sentí que el cuento empezaba a disipárseme, me aferré a las últimas palabras que había escrito, tratando de tironearlas para que no se escabulleran, rogando que se dilataran. Para ese entonces, mi marido estaba metiendo sus manos por debajo de mi blusa. Volví a leer: “Josefina tenía un nudo en la garganta” y algo se me enroscó en el cuello, como un lazo que me quitaba el aire. “A su lado, vio brillar el resplandor de las flamas azules”. Miré a mi derecha, no había nada azul allí, sólo un vaso vacío y el paquete de cigarrillos. Giré para mirar a la izquierda, no había flamas, solamente el celular y el encendedor. Josefina se desleía entre los suspiros entrecortados de mi marido, se escondía detrás de las lamidas que su lengua le daba a mi cuello.
Pero la hice volver. Tomé el encendedor y fabriqué las flamas azules, prendiendo fuego los pantalones de mi marido. No pude escribir el resto del cuento porque él aullaba como un loco y tuve que llamar a la ambulancia, pero estoy feliz porque tengo a la protagonista colgada de las pestañas. Él está bien. ¡Semejante aspaviento por unas quemaduras en el muslo!… No era para tanto… en una semana le darán el alta en el hospital. Tengo siete días enteros… Espero que sean suficientes… Siete días para escribir el mejor cuento de mi vida.
Finalista del I Premio de Relato Corto Katharsis 2008
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