MARCELO ZAMBONI
¿Volver?, ¿para qué volver?, se pregunta el hombre que descansa acostado mientras se pasa la mano por la cara como si no quisiera recordar y mira, con la mente en blanco, las aspas del ventilador de techo que giran y giran removiendo el aire caliente de Colombia. Esas aspas parecen hélices, se dice, hélices. Está harto del trabajo y del calor que ahora se ha echado sobre el ambiente como una manta pesada. Un hielo se derrite blando en un vaso con agua mientras lleva la mano hacia el abdomen y piensa que tiene que bajar de peso.
Recuerda las caminatas y los trotes por el Central Park de Nueva York pero también los enormes platos de tallarines de Little Italy y sonríe. Sabe que no es bueno para su imagen estar excedido de peso; pero cuando mejor figura tuvo, la gente le preguntaba si en verdad era él y él respondía que no, que el otro era su hermano; pero su voz, su voz, la gente ama esa voz que ya no es lo que fue; una voz que ahora descansa en escalas bajas; lejos de notas audaces o de sonoridades coloridas, él aprendió a cuidarse de las melodías que lo exigen, de las notas que lo podían dejar al descubierto; él sabe con qué canciones el público lo seguirá amando. Por suerte, se dice, ha quedado atrás la bendita orquesta de Tucci y esas películas baratas en Long Island. Alfredo insiste que el próximo paso debe ser Hollywood, que el mundo es grande y alcanza para Chevallier y para mí, eso dice Alfredo. Pero piensa que, tarde o temprano, tendrá que hablar con Alfredo para solucionar las cosas pendientes, porque si algo les llegara a ocurrir se vería en serios problemas; no quiere que pase con él lo mismo que sucedió con Razzano. Tanto confiar, murmura, y al final...
El hombre cierra los ojos y aprieta los labios; aparece Buenos Aires, lejos con su casa de la calle Jean Jaures y esa vieja adentro: ¿no habrá ya hecho lo suficiente por ella?; a qué seguir dando esa imagen de hijo bueno si están a mano.
Mientras los dedos vuelven al costado del cuerpo piensa que las hélices del ventilador no sirven: la temperatura es un incendio, una explosión, un instante mortal. Se acomoda de costado buscando dormir un poco se reconoce cansado de la gente que lo rodea; del miedo que le producen estos miserables viajes en avión; cansado de las fechas previstas y del itinerano del demonio que fijaron los empresarios; cansado de tener que cumplir con los contratos.
El ventilador le acerca oleadas de aire hirviendo y gruesas gotas de sudor le aparecen en el pecho y le empapan la camiseta. Entonces vuelve a pensar en volver y ahora la idea es una flor cuyos pétalos se abren.
Volver, dice.
La tarde de Colombia es un perro con los ojos cerrados; la tarde en Buenos Aires también es blanca.
Con la frente marchita, piensa.
Las aspas de ventilador son hélices. hélices.
Pero, ¿puedo volver?, se dice; ¿quién sería ahora si vuelvo?; hay gente que no se olvida de que me alegré con la revolución de Uriburu y que hasta le dediqué un tango; encima estoy viejo; ya no canto como antes y no me puedo sacar de la cabeza la imagen de las butacas vacías de mi teatro mientras el público desbordaba el teatro de Charlo, cruzando la calle.
El éxito es puro grupo, suspira, puro camelo.
Entonces, ¿a qué volver?, piensa, ¿a enfrentarme con el fracaso?; ¿a enterarme de que lo único que tengo son deudas?, ¿a aguantar a esa vieja?, ¿a ver mi propia cara en el espejo?. ¿A qué volver?, se pregunta mientras el calor pasea su infierno silencioso sobre el hombre abandonado en la cama del hotel colombiano. ¿Acaso este exilio no es la gloria?
Se pasa una mano húmeda por el rostro mojado y recuerda que en un rato vendrá la manicura, el peluquero; aparecerá alguna de sus "escobas" haciendo alarde de la última conquista o vendrá a joderle la vida Alfredo, con su vieja historia de la corista francesa y su tuberculosis. Siente que no tiene ganas de nada, mucho menos del despropósito de ese gentío que no lo quiere ver a él, no: quiere asistir a la puesta en escena del mito, del porteño, del zorzal, del hombre de la sonrisa torcida y el chambergo requintado. Se dice que el éxito es eso, sí, eso: apretujones, manos tironeando su ropa, llevándose pedazos de bolsillos o haciéndolo perder un zapato; ni que hablar de los gritos histéricos de todas esas locas.
Si no fuera por mis "escobas" y el resto, se dice; si no fuera por mi imagen; si no fuera por Hollywood y la inmortalidad; si no fuera porque todavía no puedo volver a taparle la boca a todos esos cretinos de Buenos Aires, si no fuera por todo eso, volvería para mandar a la mierda a la vieja y a los caballos, para poner las cuentas claras con Alfredo y comprar un campito o una chacra y dedicarme a las vacas.
¿Y la gente, su público, el pueblo?, le pregunta una voz dentro de él.
¿La gente?. Que le vaya a cantar a Tita Ruffo, la gente.
Y es en ese momento de la tarde que se abre la puerta y entra Le Pera y pregunta: ¿se puede?
Y Gardel, sin abrir los ojos, contesta. pasá, sentate, Alfredo.
Y Le Pera, que conoce de su fatiga, le palmea la rodilla y dice: ya falta poco, Carlos. Hoy es 23, manana pasamos por Medellín, llegamos a Cali, y todo esto se termina, viejo.
<><><>
¿ quién sabe? Podría haber sido así, exactamente, o tal vez no. Pero qué importa, cómo fue...Muy bueno, hermosa prosa. Ester Mann
ResponderEliminarVOLVER?? Sabor y olor a tango .con la nostalgia rondando. amelia arellano
ResponderEliminar