C. ARTURO TRINELLI
El Onanista
Crecí con la esperanza de que algo extraordinario sucedería en mi vida. Algo original que me colocara por encima del común de la gente, sin embargo, superé varias edades y todo siguió igual.
A la edad de veintidos años conocí el sexo y los fabulosos efectos de su ejercicio. No voy a ahondar con detalles lo que fue ésta experiencia, sólo mencionaré la fascinación que este descubrimiento produjo en mi ánimo. Fue como un estallido de éxtasis que atomizó mi espíritu y me indicó de manera definitiva que me hallaba ante el suceso esperado.
Para esa época trabajaba de mecánico en un taller de automóviles y el único gusto que me daba eran mis prácticas de físico culturismo, Mis dos actividades me proporcionaban, una, dinero para poder vivir y la otra un cuerpo y una fuerza que alimentaban mi ego. Pero ninguna de las dos me conectaban con la cadena de sensaciones que erizaban mi piel, cerraban mis ojos con imágenes placenteras y me alejaban del mundo. Decidí abandonarlas.
La suerte hizo piruetas en mi destino y a pesar de estar bien dotado, ellas, las mujeres, parecían no darse cuenta.
En la intimidad y al contemplarme en el espejo no acertaba en descubrir la falla, hasta que ese deambular por los misterios de la mente terminaba en una excitación ficticia y como Onán, una y otra vez, arrojaba mis semillas al vacío.
Con nadie podía compartir mi drama y las prostitutas eran un leve consuelo que solo consumían mi dinero y me regresaban al principio del camino, el espejo y la masturbación.
Tuve que volver a trabajar. Después de evaluar cuál sería la mejor actividad para mis sentidos, me anoté en una academia de peluquería para damas. Al fin las tuve a mi disposición. Mansas, sentadas frente al espejo se dejaban tocar los cabellos, rozar la piel del cuello y tocar la cara para los distintos ángulos del peinado. También y sin abusar del disimulo, podía apoyar mis genitales en sus hombros y observar la inquietud de los semblantes en el espejo. Este accionar inspiraba luego las más lascivas situaciones en la soledad de mis hábitos.
No tardaron en madurar las quejas y no por las situaciones que he descrito con recato. El problema surgió por el ímpetu de mi torpeza.
Al peinar cabellos enredados no medía la fuerza de mis brazos acostumbrados a la gimnasia en aparatos y a aflojar tuercas y tornillos oxidados entonces, ésas frágiles cabezas eran sacudidas hacia uno y otro lado, colocaba tan tensos los ruleros que producía en las damas la apertura de los ojos como si estuvieran asombradas de algo que no acontecía. Los ayes de dolor se sucedían y llamaron la atención del dueño de la academia, Richard o Chochi para los allegados. Él fue quien me persuadió de buscar mi vocación en otra actividad.
Esta invitación me hubiera deprimido de no ser que debido a este hecho fortuito alguien, por fin, se fijó en mis atributos. Desde entonces vivo feliz en pareja con Chochi, el delicado coiffeur. ■
Una sátira al tan atual culto al físico.Músculos firmes y hercúleos devienen en cerebros flácidos.El culto de la imagen sólo se sostiene en el vacío.Impecablemente escrito. Abrazo.
ResponderEliminarErnesto Ramírez
PD: la foto elegida por el editor me trajo a la memoria (hay un parecido en el rostro con uno de los personajes centrales)la película de Jean Claude Lauzon "Léolo".Un filme encantador y lleno de poesía.
otro nuevo giro en tu narrativa. muy impactante por la excelencia de la mínima trama. me encantó el final imprevisto pero posible. un saludito. susana zazzetti.
ResponderEliminarOmitiste la dirección Trinelli. Mi pelo está hecho un desastre.!Quiero ver a Chochi!!!!!!!! quedaré chocha, seguro.
ResponderEliminarUn abrazo. amelia
Como siempre, me deslicé con una sonrisa por todo el texto , preguntándome con que iba a salir mi amigo, ja ja...y fué nomás...tus giros, la ironía, el humor. Un abrazo.
ResponderEliminarLily
Siempre saliéndote del vértice y siempre logrando el objetivo...de que el lector no sepa hasta el final adónde lo queres llevar.
ResponderEliminarMuy entretenido
Celmiro