ANDRÉS ALDAO
En homenaje a la Feria del libro que se está realizando en Buenos Aires, me pareció bien frappé y apropiado publicar el primer capítulo de la novela Aventuras y Desventuras de Ale Aspis del dicente.
1. Los censores de la UdeEF
En realidad, uno no sabe qué pensar de
la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman
a pecho la burda comedia que representan en todas
las horas de sus días y sus noches.
Arlt, Los Lanzallamas
Había terminado las correcciones esa mañana, abroché las hojas, metí el manuscrito en una bolsa de plástico y se lo llevé a un editor de apellido Bermúdez. Me lo recomendó un periodista del semanario Visión Borgiana.
Dejé la copia del libro sobre el escritorio y le pregunté cuándo tendría una respuesta
−Déjelo nomás, Aspis, y deme su número de teléfono− dijo.
−No tengo teléfono, Bermúdez, no utilizo ese aparato− respondí.
−Pero ché, usted se quedó en la vitrola: ¿cómo es que no usa teléfono?
−Me fastidia, suena a la hora de la siesta, a las tres de la madrugada, me pone de punta, me saca de quicio. ¡No quiero teléfono! Dígame, ¿lo vengo a ver dentro de una semana?
−Como quiera, Aspis, no sé si voy a tener tiempo de leerlo.
Me despedí del editor. Bajé en el ascensor (de la época de las invasiones inglesas) y seguí caminando por Tucumán hacia Maipú.
Había puesto mi nombre con letras grandecitas en la tapa: Alejandro Aspis. Aunque los amigos, mi ex mujer, los alumnos de la secundaria donde enseñaba castellano y todos mis conocidos me llaman Ale. Y en la mitad de la página el título: DoReMiFaSoLa — Ar pe gio (Arlt—Perón—Giovani Papini).
Antes solía escribir cuentos y relatos bastante ingeniosos. Llevé algunos a Página13, el diario de los progrezurdos, se los mostré al secretario de la sección Antena y Antena libros, quien les echó una mirada y se quedó con dos para leerlos... Al mes lo llamé por teléfono: No, le juro que no le recuerdo −dijo−... ¿Los cuentos? Mire, perdóneme, no sé dónde los dejé. Ahí terminó la conversación. Y la validez del teléfono como medio de comunicación. Desde ese instante comenzó la bronca: contra el golfo pituco de Página13. Contra la literatura y sus regentes. Una bronca que se iba propagando en mi sistema nervioso como una peste virósica.
Los cuentos que había concebido los reuní en forma de libro y se los di al editor Bermúdez. En el último año cambié de estilo y me consagré a escribir notas de historia, literatura y política... Puro sarcasmo, tirria.
Nadie las leía fuera de los amigos. Y mis alumnos, que debían soportarlas. Me comentaban que les causaba un enorme placer... No les creía a esos descomunales chupamedias.
Envié los escritos a una agencia de revistas y, oh sorpresa, en una de ellas me publicaron un par de notas dedicadas a mancillar la carrera de letras, a los profesores, al posmodernismo y a los académicos. Un famoso artículo de Arlt, en el que pregonaba la riqueza del idioma porteño y ridiculizaba el estilo finolis y elitista del gramático Monner Sanz (cuyos escritos ni la familia leía, o sólo la familia), despejaron mi mente. Luego continué con la tirada de Arlt contra los críticos literarios −tomé frases del prólogo a Los Lanzallamas− caricaturizando sus ínfulas de escritores porque −decía− son incompetentes, torpes y frustrados.
Otro de mis dardos preferidos era contrastar las palabras con los hechos de toda la ristra de políticos contemporáneos, desde el inefable Alfonsín hasta el somnoliento y trasnochado De La Rua pasando por el saltimbanqui Menem… Y la sombra del Viejo cubriendo a toda esa mersa con un manto de misericordia y chanza. A partir de las primeras colaboraciones la revista subió sus ventas y me exigieron nuevas notas. Cuanto más cáusticas mejor, Aspis, rogaban cada vez que iba a la Agencia.
Me causaba un enorme deleite martirizar a los mediocres, crucificar a los corruptos, descubrir las anemias de los grandes nombres, fueren políticos, historiadores o literatos.
Incluso comencé a recibir amenazas al estilo de las que emitían en su tiempo (y cumplían) los tenebrosos de la Triple A en 1974/75. Me mudé: me fui a la provincia... aire puro, un huertito modesto con radicheta y tomates, nada de aglomeraciones ni embotellamientos.
Largué el tubo, fuera los teléfonos, minga (la RAE no la acepta) de móviles, y le oculté mi dirección a todo el mundo. Inclusé publiqué un aviso con mi nombre pidiendo datos sobre un conocido escritor (aclaro: él dice que es un gran personaje), al que los chupatintas de las gacetillas le hacen coro; algo así como un retintín de sus frases célebres. Di una dirección existente (no la mía) y un teléfono inexistente. Unos días después leí en el matutino Trombón que en una antigua casona del barrio de San Telmo estalló un artefacto de escaso poder explosivo haciendo moco (la RAE no la acepta) la ventana. Sí sí, es lo que imaginan...
Felizmente para mi osamenta, no estaban enterados de que daba clases de castellano en un par de escuelas secundarias. Hasta que en un programa de televisión, ante millares de televidentes, un tal Jorge Luis Borgia, escritor y visitante asiduo de las ferias de los libros, me estigmatizó con una descarga grosera de odio. Me tildó de analfabeto, de escribir desicion... y desconocer las reglas de acentuación.
Al día siguiente, ni bien entré al aula, mi alumno Sergio Zinoviev, biznieto de un bolchevique al que Stalin le achicó la estatura, comentó en voz alta − estentórea, diría más bien−, lo que había sucedido en el programa televisivo de Jorge Lanata durante el reportaje a Borgia.
Toda la clase me contempló con sorna, como si fuese un rumiante con terno gris y corbata roja. Ya no podría ser secreta mi actividad pedagógica... Fui a hablar con el director y le pedí una semana de licencia a expensas de mis vacaciones anuales. Me preguntó la razón y le expuse un pretexto. No me las dio.
Al día siguiente llegué a la escuela con un brazo metido en yeso, un certificado expedido por mi amigo Saulo (cardiólogo de categoría) en el que explicaba, con minuciosos detalles, que a raíz de una caída en la bañera me había roto el brazo, desde el codo hasta la muñeca. En lugar de la semana me concedieron un mes... Y desaparecí.
Volví a mudarme... De Ituzaingó fui a parar a Villa Ballester, a vivir entre ex−nazis, hijos de nazis, y nietos degenerados de nazis, chupadores de chopes y comilones de salchichas con chucrut. Allí pasaba desapercibido. Y cada vez que iba a la estación a tomar el tren entraba a la plataforma y levantaba el brazo al estilo hitleriano ante la mirada tierna y complaciente de los neonazis de la ciudad. En ese mes recopilé mis notas, les dí forma de libro y decidí que había llegado el momento de ser famoso con causa, dejar el anonimato y convertirme en un héroe, un titán literario. Así fue como llegué a la editorial de Bermúdez.
Se había cumplido una semana exacta desde el día en que estuve en su oficina. No le advertí que iría a verlo. Fui. Subí en el ascensor (antiquísimo remanente de las invasiones inglesas) hasta el cuarto piso.
Al entrar a la oficina su cara cambió a verde, o gris; parecía un cadáver destripado. Me hizo sentar, me convidó con un habano cubano y me dispuse a escucharlo:
−Aspis — dijo en un murmullo —la UdeEF no acepta que edite su libro.
−De qué carajo me está hablando, Bermúdez, ¿es el partido de la Julita?
−No, hombre, es la Unión de Escritores Famosos, la UdeEF.
Luego me explicó la perversa actividad que se esconde tras esa sigla esotérica. No podía creer lo que escuchaba. Le exigí la dirección de esa Unión de atorrantes.
La logia de censores literarios − la pandilla masónica − tiene su guarida en la calle Corrientes y San Martín, donde funcionó en una época la ALN de Kelly y Queraltó (el matrimonio transexual del nacionalismo criollo).
Subí en el ascensor sónico hasta el piso cuarto (es mi destino estrellado: todo lo malo me ocurre en cuartos pisos). Vi la placa cobriza de UdeEF. Golpeé con discreción: tuve por respuesta el silencio más estridente. Ningún sonido. Menos que nada. Decidí entrar y me encontré en una sala de espera. Escuchaba el farfulleo de voces engoladas, risas, a la salud de mis queridos colegas, grititos y otras sandeces por el estilo
Sobre la puerta de la que provenían las voces distinguí la mirilla y entonces pude verlos: estaban casi todos los grandes nombres de las letras, desde Jorge Luis Borgia, Mirta Lagrande, Jorgito Atchís (el que robó flores en los jardines de Quilmes) hasta la distinguida poetisa Susanita Giménez de Alcorta, incluidos otros relevantes personajes del mundillo literario, jugando con serpentinas, pomos de carnaval, matracas, pitos, con una escalofriante curda y exiguas ropas, brincando patéticos y delirantes en la singular parafernalia de la UdeEF.
Dudé un par de minutos y, siguiendo mis impulsos, recordé una de las famosas frases de Don José de San Martín... Entré a la sala de debates en pelotas, como los indios, y les pregunté en medio del jolgorio: ¿Están jugando al carnaval? Permítanme participar, y sin darles tiempo a nada caché un par de sifones y, a sifonazos limpios, les empapé la jeta de censores literarios vociferando ¿Censores a mí? ¡Vamos, hombre!.
No fue una pesadilla... Esto ocurrió, pero no recuerdo cuándo. Los médicos me tratan muy bien pero me quitan los cuadernos y lápiceras y no me permiten escribir porque −aducen− tengo fea letra y horribles faltas de ortografía.
Arlt tuvo mucha suerte -
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A sifonazo limpio este final es apoteósico...siempre lo recuerdo por la frase: Arlt tuvo mucha suerte.
ResponderEliminarSiempre existirán censores y series de Alex Aspis.
Satiricamente refresca y urge leer el segundo capítulo.
Celmiro
Andrés, descubrí otra cosa: el urgir de la lectura, como dice Celmiro, se debe a que usted, al desarrollar el relato, continuamente propone opuestos o contradicciones, como trabajar tranquilo en Villa Ballester..., que no le permite al lector respirar con calma; y el iluso cree que lo va a solucionar leyendo lo que sigue.
ResponderEliminarUn irónico festejo
con afecto
Ofelia
andrés: maestro en el uso de la ironía en una narración que deja muchas lecturas, todas engarzadas en la actualidad. susana zazzetti.
ResponderEliminarQué bueno leer tanta frontalidad. ësto es la vida, hermano. Gastón Peña- Córdoba.
ResponderEliminarEs sorprendente la vigencia de este texto. Es casi maravilloso!. Ale Aspis debería corporizarse y hacer llegar sus comentarios de cosas que suceden en los alrededores. Me encantaría que además de ser un personaje pase a ser comentarista. No me perdería sus razonamientos y sus dichos.
ResponderEliminarExcelente Andrés. Desde los confines, por acá tan lejos, un abrazo.
Cuántas cosas lindas, sentidas y acertadas para el excelente narrador que es Aldao, no pierden vigencia, sus relatos y sus cuentos son verdaderas fotografías de toda una época , uno va leyendo y casi asiente con la cabeza cada cosa, su escritura tiene una personalidad que no todos consiguen. Asi es que, nada queda, excepto decirte Felicitaciones Andrés.
ResponderEliminarLily Chavez.
Me encanto: en pelotas como los indios, como me hubiera gustado ser india.
ResponderEliminarAdemás me hubiese gustado "estar" dentro del relato, no me aburriría nunca. !Bravo capitán ! Mi abrazo. amelia
Andrés: me hizo reír mucho este cuento y la mezcla de personajes que participan en él. Genial!!! Te envío un abrazo y aplausos,
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