CARLOS GARDINI
Reliquias
Encontré la cabeza a esa hora incierta en que las playas aún están libres de bañistas. El mar, como de costumbre, ya había vomitado los desechos arrastrados el día anterior por el oleaje, y un reguero de algas, papeles plateados y paquetes de cigarrillos festoneaba el límite entre la arena húmeda y la arena seca.
Me gusta caminar a esas horas por la playa desierta, cuando aún no la ha invadido la multitud de turistas que pagará al mar su nueva cuota de desperdicios. Cartones, botellas, tapas de gaseosas y envases de plástico forman un collage que parece una estilización de nuestras secreciones, una geología de la intimidad que adquiere otro relieve cuando se mezcla con las valvas, las conchillas, las plumas de gaviotas, los caparazones de cangrejo.
La cabeza yacía en la arena húmeda, los ojos entornados y los labios entreabiertos en una mueca de perplejidad. Era calva y rugosa, una cabeza de viejo con ese dorado falso que se consigue con los bronceadores de mala calidad.
Al principio pensé que era un bañista que se había enterrado en la arena y dormitaba bajo el sol tenue, observando igual que yo la espuma arremolinada en la punta del espigón, antes que un ejército de sombrillas ocupara ese mundo plácido. Después noté que junto a la cabeza no había ningún montículo, y comprendí que el cuerpo no estaba. Era simplemente un objeto más, olvidado entre los muchos residuos que la marea de turistas deja en la playa. Siempre recojo muestras de sus residuos, y sin vanidad puedo afirmar que poseo una colección de especímenes invalorables. Esa afición muere en otoño y renace a fines de primavera, pero aun en invierno la playa es mi retiro favorito, y entre las casillas desnudas me gusta meditar sobre la caducidad de las cosas humanas.
Tomé la cabeza con cuidado, tratando de no despeinarle el pelo ralo y gris, y la llevé a casa envuelta en una manta de lona. La puse en un estante, entre una lata de cerveza oxidada y abollada y un pomo de bronceador vacío. La cabeza parecía más hermosa en mi pequeño museo, donde ocupaba un lugar distinguido y no estaba condenada a ser pisoteada o tapada con arena, como tantas otras reliquias que el público no valora. Noté que ahora los ojos estaban abiertos -eran grises, de un gris desleído como el pelo, tal vez porque el agua salada había corrompido el color- y parecían observar con interés esa casa desconocida. Pensé que no es justo olvidar entre desperdicios una cabeza que se ha llevado tanto tiempo sobre los hombros, aunque luego reflexioné que la injusticia había tenido su compensación: esos desperdicios configuran diseños hermosos así agrupados, y es mucho mejor formar parte de una colección de fósiles que soportar las ruindades de un cuerpo decadente.
De un modo u otro la cabeza me despierta compasión, y no me desprendería de ella por nada del mundo. Me desvivo por cuidarla para que no se sienta desamparada, temiendo que extrañe la playa, su hábitat natural, y este lugar le parezca artificioso, indigno, sofocante. La rodeo con caracoles, tapas de plástico, colillas húmedas, le hago guirnaldas de cáscaras de naranja sucias de arena. Sé que es tímida y no me atrevo a preguntarle si se siente a gusto, pero por momentos, cuando la miro de reojo, creo sorprenderle en los ojos acuosos un destello de triunfo, y en los labios morados una sonrisa de complicidad.■
Me gusta caminar a esas horas por la playa desierta, cuando aún no la ha invadido la multitud de turistas que pagará al mar su nueva cuota de desperdicios. Cartones, botellas, tapas de gaseosas y envases de plástico forman un collage que parece una estilización de nuestras secreciones, una geología de la intimidad que adquiere otro relieve cuando se mezcla con las valvas, las conchillas, las plumas de gaviotas, los caparazones de cangrejo.
La cabeza yacía en la arena húmeda, los ojos entornados y los labios entreabiertos en una mueca de perplejidad. Era calva y rugosa, una cabeza de viejo con ese dorado falso que se consigue con los bronceadores de mala calidad.
Al principio pensé que era un bañista que se había enterrado en la arena y dormitaba bajo el sol tenue, observando igual que yo la espuma arremolinada en la punta del espigón, antes que un ejército de sombrillas ocupara ese mundo plácido. Después noté que junto a la cabeza no había ningún montículo, y comprendí que el cuerpo no estaba. Era simplemente un objeto más, olvidado entre los muchos residuos que la marea de turistas deja en la playa. Siempre recojo muestras de sus residuos, y sin vanidad puedo afirmar que poseo una colección de especímenes invalorables. Esa afición muere en otoño y renace a fines de primavera, pero aun en invierno la playa es mi retiro favorito, y entre las casillas desnudas me gusta meditar sobre la caducidad de las cosas humanas.
Tomé la cabeza con cuidado, tratando de no despeinarle el pelo ralo y gris, y la llevé a casa envuelta en una manta de lona. La puse en un estante, entre una lata de cerveza oxidada y abollada y un pomo de bronceador vacío. La cabeza parecía más hermosa en mi pequeño museo, donde ocupaba un lugar distinguido y no estaba condenada a ser pisoteada o tapada con arena, como tantas otras reliquias que el público no valora. Noté que ahora los ojos estaban abiertos -eran grises, de un gris desleído como el pelo, tal vez porque el agua salada había corrompido el color- y parecían observar con interés esa casa desconocida. Pensé que no es justo olvidar entre desperdicios una cabeza que se ha llevado tanto tiempo sobre los hombros, aunque luego reflexioné que la injusticia había tenido su compensación: esos desperdicios configuran diseños hermosos así agrupados, y es mucho mejor formar parte de una colección de fósiles que soportar las ruindades de un cuerpo decadente.
De un modo u otro la cabeza me despierta compasión, y no me desprendería de ella por nada del mundo. Me desvivo por cuidarla para que no se sienta desamparada, temiendo que extrañe la playa, su hábitat natural, y este lugar le parezca artificioso, indigno, sofocante. La rodeo con caracoles, tapas de plástico, colillas húmedas, le hago guirnaldas de cáscaras de naranja sucias de arena. Sé que es tímida y no me atrevo a preguntarle si se siente a gusto, pero por momentos, cuando la miro de reojo, creo sorprenderle en los ojos acuosos un destello de triunfo, y en los labios morados una sonrisa de complicidad.■
Y si, Carlos me parece que la cabeza la tiene muy clara. Un abrazo. amelia
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