jueves, 22 de abril de 2010

CARLOS ARTURO TRINELLI


Historia Inconclusa (parte 1º)

A riesgo de que sólo lean los siguientes cuatro renglones, les cuento el final. Gabriel murió de varios disparos pero uno certero y entre todos le tejieron una alfombra roja que formó un barro morado bajo el cuerpo sobre el camino de tierra. Toda una vida derramada en ese desierto. Nadie lo sabría. Nadie reclamaría.

     Llegó a casa una noche de invierno. Me di cuenta enseguida de que no estaba sobrio. Su indumentaria desmentía el frío brumoso de la calle.
     Carmen y yo estábamos a punto de acostarnos para ver desde la cama una película de Fassbinder titulada Lili Marleen que a mi mujer le encantaba por lo azaroso que a veces se presenta el éxito.
     Lo hicimos pasar a la cocina. Carmen nos dio la espalda para preparar café y noté como él le miraba el trasero remarcado por la liviandad del camisón. No me molestó, había pasado los últimos veinte años ponderando ese atributo de mi compañera.
-Ay Carlitos, flaquito querido por fin lo conseguí, exclamó con tono confidencial.
-A ver con que gilipollada nos sorprende hoy nuestro artista, dijo Carmen con el resabio español que le quedaba después de veinticinco años en Argentina.
-¡Callate gallega! No sea que te alce el camisón y te toque el culo.
     Carmen se rió y la risa en cascada pareció jalarle el pelo hacia atrás en tanto el sonido rebotaba en el techo.
-A mi un carajillo.
     Puse la botella de coñac sobre la mesa.
-Voy a escribir la gran novela épico-lírica jamás escrita. Mejor aún, una epopeya pre-novela, y, como tal, tan transgresora del género que va a marcar un antes y un después.
     Carmen le sugirió que para tamaña noticia podría haber aguardado que fuera de día y no irrumpir en medio de una pareja madura preparada para hacer sus cosas.
-Creo que Carmen tiene razón Gabriel.
-La razón es un instrumento de servidumbre según Adorno y yo los necesito. Seremos los personajes, algo así como Edna, Butch y Sundance pero vernáculos.
-Yo soy española.
     Reprimí a Carmen con la mirada. Él pareció no haberla oído y explicó el proyecto.
     Para cuando finalizó, la botella de coñac estaba transparente. La madrugada nos había desvelado y Gabriel cabeceaba la reparación de un sueño satisfecho por la tarea cumplida.       Lo ayudamos a acostarse en un sillón y nos fuimos a la cama.
     Carmen me abrazó y cruzó una de sus piernas sobre mi cuerpo. La miré y un beso húmedo nos atrajo en un comienzo igual pero siempre distinto.
     Cuando me desperté el día era una realidad luminosa que se colaba por la persiana. Carmen dormía y me quedé quieto para no despertarla y recordé cómo nos habíamos conocido. Un tal Álvarez, homosexual y drogón, guitarrista de música flamenca, tocaba en un colmado del barrio de Almagro. Nunca le pregunté, no correspondía, pero creo que Gabriel había intimado con él.
     Sobrevivientes de una revolución solo imaginada creíamos merecer las experiencias no menos violentas del abandono. La música y el baile flamenco nos tenían sin cuidado, pero por algún extraño compromiso Gabriel insistió y allí fuimos como podríamos haber ido a cualquier otro sitio.
     La sorpresa fue la bailarina. Tal vez bailaba bien, no me importó, pero quedé impresionado por su presencia. El pelo negro revuelto en ondas, la blancura de la piel, un físico rotundo y la sensualidad que emanaba me hicieron pensar cómo podía hacer para poseerla. Los comentarios de Gabriel demostraron que pensaba igual.
     Cuando Álvarez y Carmen se sentaron con nosotros  la vi de cerca: pómulos altos, nariz perfecta, ojos ambarinos, labios gruesos realzados de carmín. Al oírla hablar, con una ronquera susurrante y el gracejo español, noté que me faltaba el aire.
     Comencé a ir todos los días. A la semana nos fuimos juntos y al mes ya convivíamos.
La primera vez no, pero a la segunda o tercera que hicimos el amor creí subirme a una nube y desde allí ver el mundo.
     Es cierto que ella coqueteó con los dos y es cierto que me eligió a mí, aunque nunca supe por qué. Nunca le pregunté, conforme como estaba de tenerla conmigo. Una cosa que me llevaría de éste mundo: haber conocido el amor. No es poco.
     Gabriel vendió todas sus pertenencias de hombre solo. Lo más valioso, un auto del 92 bastante arruinado. Nosotros hicimos lo propio con excepción de algunos libros que consideramos emblemáticos. ¿Qué estábamos locos? No. Solo éramos grandes. Escépticos y con el horizonte de la vida al alcance de un brazo extendido. Nuestras vidas, tal como estaban, ofrecían seguir con las pautas de la rutina. La seguridad de la rutina, la vejez social. Por fuera, un mundo que se derrumbaba sobre sus cimientos de ideologías banales. Nada ganaríamos, nada perderíamos, a veces, la vida transcurre en un lugar neutro.
     Compramos un viejo colectivo Mercedes Benz frontal devenido en casa rodante, pusimos parte del dinero y firmamos pagarés por la diferencia que no pensábamos pagar.
     Partimos un día de agosto del 2009 hacia el Norte con la paciencia como aliada y con la sensación de que algo, irremediablemente nuevo, nos sucedería.
     Una serie de ideas vagas componían el argumento principal de la supuesta novela. En Formosa cambiaríamos de identidad y nacionalidad ayudados por un contacto paraguayo. El motivo no estaba claro y obedecía más a las reglas de la ficción que a un sentido práctico.
     Otro desatino consistía en comprar al menos tres pistolas y sus cargas. A la consulta de por qué no comprar algo más contundente Gabriel nos enseñó el contenido de un cajón de madera repleto de granadas de cotillón de distintos colores y nos sugirió, como entretenimiento, que las fuéramos pintando de negro.
-Son intimidantes, lo vi en varias películas, remató convencido.

     La cucheta que ocupábamos con Carmen al fondo del colectivo apenas nos contenía. Gabriel bebía afuera en la noche cálida poblada de ruidos desconocidos. Una claridad argenta se colaba dentro del micro y me permitía observar las gotas de sudor que recorrían el cuello de Carmen y se afirmaban como un collar en derredor de sus arrugas. La abracé y nuestros cuerpos pegajosos se unieron como una sopapa en el agua. Su lengua ácida me recorría la boca como una víbora herida.
-Che, quieren venir a fumar un caño.
     Nos separamos confundidos.
-Perdón, perdón, repitió Gabriel desde las penumbras de la entrada. Se dio vuelta para descender del colectivo y Carmen lo detuvo: -Ven, que al fin siempre me has tenido ganas.
-No, gracias, los espero afuera.
-Anda, dícelo tú, dijo ella y yo, resignado, le hice caso.
     Se acercó dubitativo al borde de la cama. Ella lo rodeó por el cuello con los brazos y lo besó en la boca. Luego le tomó las manos y se las hizo apoyar en las tetas. Él pareció ponerlas en el fuego y ella debió asirlas con fuerza.
     Lo que siguió después fue todo fracaso. Un fracaso torpe del que solo puedo recordar los olores. Un grotesco que no pudo superar los prejuicios. Los códigos los llamó luego Gabriel cuando una vez afuera ella se echaba agua con un balde para después sentarse desnuda entre los dos.
     El cigarrillo pasaba de mano en mano, la fogata crepitaba delante nuestro y fuera del alcance mínimo de su resplandor la oquedad de la noche era impenetrable. Entonces, entre los primeros efectos del canabis me reí con ganas de nuestra decadencia.
     Cuando me enteré que el croata Ostrovich había sido quien nos recomendara al contacto paraguayo tuve miedo y con el miedo el dolor de recordar a Ostrovich. El ahora viejo Ostrovich, buchón de la policía a cambio de licencia para reducir artículos robados y poder revenderlos, había sido miembro de la triple A, luego de su paso por la juventud sindical peronista. Nosotros lo habíamos conocido a fines de los 80 cuando era mano de obra desocupada.
     Bebía solo en la barra del bar que frecuentábamos y se nos arrimaba sin poder esquivarlo. Nos contaba historias atroces que según él le dictaba el demonio de la bebida. Aseguraba que no eran ciertas, eran historias impuestas a su mente y que solo podía acallarlas diciéndolas. En los 90 se hizo de una secta evangélica y con ello, las voces menguaron contenidas por fenómenos paranormales de índole religioso. Tal vez estaba loco o siempre lo estuvo.
     Arsenio Rosa Rodríguez vivía en la localidad de San Martín II a poco menos de  trescientos kilómetros de Clorinda hacia el Oeste.
     Un local rotulado como Gestoría Integral fue el sitio hacia donde nos dirigimos. Arsenio aparentaba menos edad que Ostrovich y que nosotros. Afectado en los modos no podía disimular ser un pillo de cuarta. La presencia de Carmen en el trío desnudó todavía más sus modales contenidos. (la 2º parte el 29 de abril)

2 comentarios:

  1. EStoy en la mitad inquieto por la segunda parte...buen ritmo/ el resto al final.
    Un abrazo
    Celmiro

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  2. Uy Trinelli: Esto me llama a dos reflexiones. ¿No serán más inofensivos los perros que las víboras?
    ¿Este relato, fué escrito antes del capitalismo?
    Un abrazo, amigo. amelia

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