ERNESTO RAMÍREZ
Manos
Al escuchar la voz le empalideció el semblante salpicado de mariposas cárdenas. Y sus piernas se entregaron a un bailoteo sobre el charco tibio, irregular, que se iba acumulando. Sentía el pavor fluirle en torrente. Antes de que la puerta se abriese unos ojos la escrutaron por la pequeña rendija y reconocieron lo expresado en sus facciones. Una vez la puerta abierta y vuelta a cerrar, se instaló a su frente, muy cerca, una sonrisa de hiena cincelada en ese rostro que no podía mirar. Sin pronunciar palabra le observaba fijamente disfrutando del terror que desencajaba sus rasgos. Pensó fugazmente en el tiempo que llevaba sin sonreír, y en que nunca querría hacerlo de aquella manera.
El temblor y las nauseas aumentaron al observar los movimientos lentos con que aquellos dedos iban descubriendo su oprobio. Percibió indignada como sus piernas cedían. Se supo hundida en el charco al sentir el hormigón frío carcomerle los meniscos. El miedo, el asco y las interrogantes de alto voltaje seguían somatizándose en líquido. En lo alto, bajo los ojos entrecerrados, la sonrisa flotaba sobre el rango por el cubículo inmundo. No podía parar de tremer y fluir. Impotente, frente al muro, se repetía asintiendo en la plegaria.
Por su cabeza pasaban escenas de su vida despierta, antes de sumirse en esa larga pesadilla. Su novio, sus colegas de estudios, sus padres. También aparecieron en su horizonte más reciente manos extendidas firmes, libres de gritos y tremores, por que le constaba que habían alcanzado el silencio. Ella, sollozaba bajando la vista. Ellos, comprendían sin mirarla. De pronto y con violencia las garras sacudieron las imágenes con su premura. Segundos para el juicio final. Lo había decidido la noche antes, y antes de esa noche, y antes de antes esa noche… no habría otra instancia.
Pero recién esta noche llegaron las manos. Esas manos poderosas y sin rostro aumentaron con su presión la ira en el marco marfilado privado de la sonrisa y, como en el arranque repentino de un vehículo, la tiraron hacia atrás. Un caos de rojez a la deriva siguió al big bang. Estallaron escupitajos, gritos y puteadas como esquirlas de odios contenidos por el miedo. La sonrisa se transformó en aullido de alimaña revolcándose en el rango de su inmundicia. En el mismo momento en que la puerta era abierta aquel averno se teñía, aquí y allá, de un surrealismo chorreado de rojo. Después llovieron botas y culatas. Volvieron las imágenes, ahora con sus rostros, y las mismas manos de antes se extendieron hacia ella. Lo último que oyó mientras aferraba aquellas manos fue: “maten a esa zor…”. Pero ya estaba muy lejos, migrando entre una bandada de manos…
Ernesto Ramírez
un texto limpio comparado con otros...mente clara /trama y desarrollo y el sabor gélido de esa manos que desaparecen.
ResponderEliminarCelmiro Koryto