domingo, 27 de mayo de 2012

Andrés Aldao



Dos capítulos de: Las aventuras y desventuras de Ale Aspis

1.-Los censores de la UdeEF


En realidad, uno no sabe qué pensar de
la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman
a pecho la burda comedia que representan en todas
las horas de sus días y sus noches.
Arlt, Los Lanzallamas

Había terminado las correcciones esa mañana, abroché las hojas, metí el manuscrito en una bolsa de plástico y se lo llevé al Bermúdez ése. Me lo recomendó un periodista del semanario Visión Borgiana.
         Dejé la copia del libro sobre el escritorio y le pregunté cuándo tendría una respuesta
−Déjelo nomás, Aspis, y deme su número de teléfono− dijo.
−No tengo teléfono, Bermúdez, no utilizo ese aparato− respondí.
−Pero ché, usted se quedó en la vitrola: ¿cómo es que no usa teléfono?
−Me fastidia, suena a la hora de la siesta, a las tres de la madrugada, me pone de punta, me saca de quicio. ¡No quiero teléfono! Dígame, ¿lo vengo a ver dentro de una semana?
−Como quiera, Aspis, no sé si voy a tener tiempo de leerlo.
Me despedí del editor. Bajé en el ascensor (de la época de las invasiones inglesas) y seguí caminando por Tucumán hacia Maipú.

Había puesto mi nombre con letras grandecitas en la tapa: Alejandro Aspis. Aunque los amigos, mi ex mujer, los alumnos de la secundaria donde enseñaba castellano y todos mis conocidos me llaman Ale. Y en la mitad de la página el título: DoReMiFaSoLa — Ar pe gio (Arlt—Perón—Giovani Papini).
Antes solía escribir cuentos y relatos bastante ingeniosos. Llevé algunos a Página13, el diario de los progrezurdos, se los mostré al secretario de la sección Antena y Antena libros, quien les echó una mirada y se quedó con dos para leerlos... Al mes lo llamé por teléfono: No, le juro que no le recuerdo −me dijo−... ¿Los cuentos? Mire, perdóneme, no sé dónde los dejé. Ahí terminó la conversación. Y la validez del teléfono como medio de comunicación. Desde ese punto comenzó la bronca: contra el golfo pituco de Página13. Contra la literatura y sus regentes. Una bronca que se iba propagando en mi sistema nervioso como una peste virósica.
Los cuentos que había concebido los reuní en forma de libro y se los di al editor.  En el último año cambié de estilo y me consagré a escribir notas de historia, literatura y política... Puro sarcasmo, tirria.
Nadie las leía fuera de los amigos. Y mis alumnos, que debían soportarlas. Me comentaban que les causaba un enorme placer... No les creía a esos descomunales chupamedias.
Envié los escritos a una agencia de revistas y, oh sorpresa, en una de ellas me publicaron un par de notas dedicadas a mancillar la carrera de letras, a los profesores, al posmodernismo y a los académicos. Un famoso artículo de Arlt, en el que pregonaba la riqueza del idioma porteño y ridiculizaba el estilo finolis y elitista del gramático Monner Sanz (cuyos escritos ni la familia leía, o sólo la familia), despejaron mi mente. Luego continué con la tirada de Arlt contra los críticos literarios −tomé frases del prólogo a Los Lanzallamas− caricaturizando sus ínfulas de escritores porque −decía­− son incompetentes, torpes y frustrados.
Otro de mis dardos preferidos era contrastar las palabras con los hechos de toda la ristra de políticos contemporáneos, desde el inefable Alfonsín hasta el somnoliento y trasnochado De La Rua pasando por el saltimbanqui Menem… y la sombra del Viejo cubriendo a toda esa mersa con un manto de misericordia y chanza. A partir de las primeras colaboraciones la revista subió sus ventas y me exigieron nuevas notas. Cuanto más cáusticas mejor, Aspis, rogaban cada vez que iba a la Agencia.
Me causaba un enorme deleite martirizar a los mediocres, crucificar a los corruptos, descubrir las anemias de los grandes nombres, fueren políticos, historiadores o literatos.
Incluso comencé a recibir amenazas al estilo de las que emitían en su tiempo (y cumplían) los tenebrosos de la Triple A en 1974/75. Me mudé: me fui a la provincia... aire puro, un huertito modesto con radicheta y tomates, nada de aglomeraciones ni embotellamientos.
Largué el tubo, fuera los teléfonos, minga (la RAE no la acepta) de móviles, y le oculté  mi dirección a todo el mundo. Inclusé publiqué un aviso con mi nombre pidiendo datos sobre un conocido escritor (aclaro: él dice que es un gran personaje), al que los chupatintas de las gacetillas le hacen coro; algo así como un retintín de sus frases célebres. Di una dirección existente (no la mía) y un teléfono inexistente. Unos días después leí en el matutino Trombón que en una antigua casona del barrio de San Telmo estalló un artefacto de escaso poder explosivo haciendo moco (la RAE no la acepta) la ventana. Sí sí, es lo que imaginan...

Felizmente para mi osamenta, no estaban enterados de que daba clases de castellano en un par de escuelas secundarias. Hasta que en un programa de televisión, ante millares de televidentes, un tal Jorge Luis Borgia, escritor y visitante asiduo de las ferias de los libros, me estigmatizó con una descarga grosera de odio y aversión. Me tildó de analfabeto, de escribir desicion... y desconocer las reglas de acentuación.
Al día siguiente, ni bien entré al aula, mi alumno Sergio Zinoviev, biznieto de un bolchevique al que Stalin le achicó la estatura, comentó en voz alta − estentórea, diría más bien−, lo que había sucedido en el programa televisivo de Jorge Lanata durante el reportaje a Borgia.
Toda la clase me contempló con sorna, como si fuese un rumiante con terno gris y corbata roja. Ya no podría ser secreta mi actividad pedagógica... Fui a hablar con el director y le pedí una semana de licencia a expensas de mis vacaciones anuales. Me preguntó la razón y le expuse un pretexto. No me las dio.
Al día siguiente llegué a la escuela con un brazo metido en yeso, un certificado expedido por mi amigo Saulo (cardiólogo de categoría) en el que explicaba, con minuciosos detalles, que a raíz de una caída en la bañera me había roto el brazo, desde el codo hasta la muñeca. En lugar de la semana me concedieron un mes... Y desaparecí.

Volví a mudarme... De Ituzaingó fui a parar a Villa Ballester, a vivir entre ex−nazis, hijos de nazis, y nietos degenerados de nazis, chupadores de chopes y comilones de salchichas con chucrut. Allí pasaba desapercibido. Y cada vez que iba a la estación a tomar el tren entraba a la plataforma y levantaba el brazo al estilo hitleriano ante la mirada tierna y complaciente de los neonazis de la ciudad. En ese mes recopilé mis notas, les dí forma de libro y decidí que había llegado el momento de ser famoso con causa, dejar el anonimato y convertirme en un héroe, un titán literario. Así fue como llegué a la editorial de Bermúdez.

Se había cumplido una semana exacta desde el día en que estuve en su oficina. No le advertí que iría a verlo. Fui. Subí en el ascensor (antiquísimo remanente de las invasiones inglesas) hasta el cuarto piso.
Al entrar a la oficina su cara cambió a verde, o gris; parecía un cadáver destripado. Me hizo sentar, me convidó con un habano cubano y me dispuse a escucharlo:
−Aspis — dijo en un murmullo —la UdeEF no acepta que edite su libro.
−De qué carajo me está hablando, Bermúdez, ¿es el partido de la Julita?
−No, hombre, es la Unión de Escritores Famosos, UdeEF.
Luego me explicó la perversa actividad que se esconde tras esa sigla esotérica. No podía creer lo que escuchaba. Le exigí la dirección de esa Unión de atorrantes.

La logia de censores literarios − la pandilla masónica −  tenía su guarida en la calle Corrientes y San Martín, donde funcionó en una época la ALN de Kelly y Queraltó (el matrimonio transexual del nacionalismo criollo).
Subí en el ascensor sónico hasta el piso cuarto (es mi destino estrellado: todo lo malo me ocurre en cuartos pisos). Vi la placa cobriza de UdeEF. Golpeé con discreción: el silencio más estridente fue la respuesta. Ningún sonido. Menos que nada. Decidí entrar y me encontré en una sala de espera. Escuchaba el farfulleo de voces engoladas, risas, a la salud de mis queridos colegas, grititos y otras sandeces por el estilo
Sobre la puerta de la que provenían las voces distinguí la mirilla y entonces los pude ver: estaban casi todos los grandes nombres de las letras, desde Jorge Luis Borgia, Mirta Lagrande, Jorgito Atchís (el que robó flores en los jardines de Quilmes) hasta la distinguida poetisa Susanita Giménez de Alcorta, incluidos otros relevantes personajes del mundillo literario, jugando con serpentinas, pomos de carnaval, matracas, pitos, con una escalofriante curda y exiguas ropas, brincando patéticos y delirantes en la singular parafernalia de la UdeEF.
Dudé un par de minutos y, siguiendo mis impulsos, recordé una de las famosas frases de  Don José de San Martín...  Entré a la sala de debates en pelotas, como los indios, y les pregunté en medio del jolgorio: ¿Están jugando al carnaval? Permítanme participar, y sin darles tiempo a nada caché un par de sifones y, a sifonazos limpios, les empapé la jeta de censores literarios vociferando ¿Censores a mí? ¡Vamos, hombre!.

No fue una pesadilla... Esto ocurrió, pero no recuerdo cuándo. Los médicos me tratan muy bien pero me quitan los cuadernos y lápiceras, y no me permiten escribir porque −aducen− tengo fea letra y horribles faltas de ortografía.
Arlt tuvo mucha suerte ·

2.-El regreso de Alejandro Aspis


Lo único que sé es que el personaje
 se forma en el subconsciente de uno
como el niño en el vientre de la mujer.
Roberto Arlt (entrevista)


Me estaban esperando en la oficina del Sanatorio. Debo de haber adelgazado bastante porque Toña, la secretaria de la Agencia, me miró con cara de lástima mientras yo firmaba una pila de papeles.
—¿Cómo está Aspis...? Se lo ve muy bien — me dijo con cara de julepe.
—¿Le parece? Un finado tiene mejor aspecto que yo, ¿no?
—No hable así. Desde ahora se va a sentir mucho mejor: descanso, comida, escribir de nuevo... ya va a ver, Aspis.
La escuchaba como si su voz viniese desde un fonógrafo recitando un tango de Rosita Quiroga. Mirándola, le pregunté por qué la Agencia se había  preocupado por mi suerte. Le confesé que la pasaba bárbaro en el sanatorio, aunque no me dejaban escribir... No sé si me creyó.
—Ese es el punto, Aspis me dijo con voz de flauta encantada. La miré a los ojos. Por primera vez los advertí... Cuando iba a la oficina sus ojos siempre se arqueaban sobre el teclado de la pc: lo único que tenía delante era una cabellera trigueña revuelta y sus dedos flacos apretando las teclas. Como diminutos garfios remachando clavijas.
—No la entiendo Toña, ¿qué relación hay entre lo que acabo de decirle y el punto...? ¿a qué punto se refiere? ¿al punto y coma o al punto y seguido?
—Ja, qué ocurrente es. No. La Agencia se ocupó de todos los trámites para que pueda salir del Sanatorio. Qué lío hizo usted en la sede de la UdeEF, que bochinche se armó —dijo con arrobo algo bizcote. En eso me llamó el Dr. Chimichurro. Me dio una serie de instrucciones, y me rogó que no se me ocurriese pasar por Corrientes y San Martín. Se lo prometí. Me dio una bolsa con píldoras, devolvió mis cuadernos y los bolígrafos, me palmeó la espalda y se despidió. Como si fuese su hijo. Hasta creo haber percibido un par de lágrimas deslizándose sobre sus mejillas (como patines sobre hielo). Propiamente. Y bueno, ellos se encariñan con la gente que internan.

Salimos a la calle, la Toña detrás de mí. Como un San Bernardo. Mientras subíamos a un taxi le pregunté cuánto tiempo estuve en el Sanatorio. Nueve meses, Aspis, me dijo con una sonrisa algo romántica. Ahí cai en la cuenta de que la muchacha estaba prendada de mí. En fin, muchacha no era... la edad se le trepaba sobre una poderosa nariz parecida a un alfiler de gancho.
—¿Y para dónde rumbeamos ahora? ¿Cuál es mi casa? ¿Tengo...?
—No se preocupe, la Agencia se ocupa de todo. Ahora viajamos hacia las oficinas, sabe? Tuvimos que desocupar la casita de Ballester. Sus cosas están en un guardamuebles.
—Escúcheme, Toña, le pregunto con franqueza: ¿por qué tanta amabilidad conmigo?
—Muy simple, Aspis: cuando dejó de colaborar con la Agencia la venta de notas a las revistas y diarios se redujo a la mitad.
La escuchaba y no podía creerle. Llegamos a la calle Riobamba. Las oficinas de la Agencia eran un departamentito para gnomos, repleto hasta el techo, en el que un simple estornudo, pienso, podría causar el derrumbe de todo el papelerío con hedor de las cavernas.
—¡Aspis, muchacho! Qué alegría verlo, che. Venga, póngase cómodo.
—Qué dice, don Samuel. Usted me pide que me ponga cómodo pero en este cuartucho lo único que hay son revistas amarillas y pulgas. Déme una silla, o al  menos un banco —protesté mientras pensaba: cara rota... en nueve meses no me mandaron ni una sola vez criollitas con fetas de salame picado grueso, o chocolate con maní.

Toña se sentó delante de la computadora, su alfiler de gancho tostadito por el sol primaveral emitía señales luminosas. De vez en cuando me echaba una miradita dulce cruzada por la bizquez, por lo cual ignoraba si me estaba mirando a mí o al gato que, sosegado, dormitaba sobre las gavetas del archivo.
Todavía no me había recuperado. Todavía esas pastillas me tumbaban y seguían con su efecto exterminador. Todavía continuaba en el loquero, impreciso, haciendo footing entre las nieblas del Riachuelo.
—Muchacho, ¿cómo se siente? — me preguntó don Samuel encendiendo el cigarro cuya humareda, sin dudas, acabaría con todas las pulgas (y con nosotros) — Le hemos dado una mano para sacarlo de ese lugar. Lo apreciamos, Aspis. Y ahora hablemos de negocios porque...
—...Espere...s´pere don Samuel, quiero saber qué pasó con las cuatro notas que me quedaron debiendo y con todas mis cosas personales y...
—...Aspis Aspis: no sea impaciente. En la Agencia lo estimamos todos.
—... necesito vivienda, don Samuel, un bulín para vivir y trabajar. El aprecio es importante, pero si me necesita deme una mano. Además, quiero salir a respirar aire puro, debo dar una vuelta por las calles del centro. Nueve meses en ese loquero, otra que sanatorio.
—Vaya, Aspis, vaya y dése una vueltita por el centro. Ah, tome un adelanto.
—Un atraso querrá decir, porque usted me debe guita, ¿recuerda?

Llegué a la esquina de Riobamba y Corrientes; estaba allí el quiosko de flores en pleno, y gente... gente que no hacía morisquetas, gente que no reía sin motivo, gente que no me pedía un faso o un peso para comprarse un chupetín, o un condón. Si fuese un perro movería la cola y brincaría como hacen los pichichos...
Dichoso pero vacío. Caminaba hacia el Obelisco, volvía a las noches de aquella Corrientes traspapelada de la primera juventud. Respiraba hondo hasta que los aromas de la fugaza y la fainá de Güerrin me rescataron de la nirvana del retorno.
Crucé la 9 de Julio en dos etapas; al llegar a Esmeralda me acordé de los guapos que amainaron junto a sus ochavas, frené y me pareció oír la voz del Doctor NO. No quise seguir, o toparme con alguno de aquellos desgraciados que me mandaron al loquero (por un puñado de sifonazos tanto aspaviento...). Regresé por  la vereda de enfrente al punto de partida: Fausto, el Foro falsificado, pitucazo, irreal, La Giralda vaciada de sus churros y submarinos. Y gente, mucha gente que no hacía muecas, no me sacaba la lengua, no se pasaba media hora guiñando ora un ojo ora el otro. Y luego los dos juntos.
Sin prestar atención llegué a la puerta del edificio de la Agencia. Era el mediodía y sobrevivía con el mate cocido y el pancito de la mañana, fofo como algodón y gomoso como chicle.
Don Samuel estaba solo en el cuartucho que llamaba las oficinas, el habano holandés prendido y sus pequeños ojillos de ardilla revisando papeles.
—¡Aspis! ¿ya terminó el paseo? Escúcheme, ahora que la Toña se fue a comer aprovecho para explicarle el tema de la próxima nota. Si la hace cobra triple. Venga, acérquese, las paredes escuchan.
Se arrimó y me farfulló palabras al oído. Su cara, a la vez, era diabólica y angelical. Yo escuchaba, los ojos se me revolearon de asombro y delectación. ¡Cómo me conoce don Samuel! A  mi juego, balbuceé.
—En una semana lo puedo terminar. ¿Qué pasa con mi vivienda?
—Ahora lo acomodo por unos días en un hotel de San Telmo. Tome, le pago lo que le debo y agarre este teléfono móvil, así nos comunicamos.
—No me tome el pelo, don Samuel, yo no uso teléfono, me produce quistes y verrugas: ya se lo dije. Si me necesita venga al hotel, chau.

Samuel me consiguió un cuarto en un hotel de la calle Estados Unidos. Una piojera, se me ocurrió mientras viajaba hacia allí. Al entrar me desdije: un lugar limpio, tranquilo, con ventana a la calle, los dueños amables, podría tomar mate hasta reventar o hacer lo que quisiera. En la Agencia me prestaron una PC ambulante.
Me zambullí sobre la cama. Nueve meses atorrando en camastros asépticos junto a internos extasiados, monologuistas que se babeaban, toda la especie demencial del universo en ese pabellón. Acomodé mis pocas pertenencias, otras las compré en la farmacia de la esquina y en el boliche de enfrente. Ahora, a trabajar...

Samuel arregló el encuentro con Federico Lupines. Dos horas después estaba sentado frente a un tipo algo secote en el café de Independencia y Piedras. Tenía los ojos humectados, como listos para echar algunos lagrimones. Me extendió una mano huesuda con dedos largos y transparentes. Tuve la sensación de apretar una mano invisible... Lupines me contó la siguiente historia:
—En una mesa redonda en Liberarte me presentaron al escritor Andrés Costera, ¿lo conoce? Entramos en confianza, le hablé de un manuscrito mío, me invitó a su casa. Fui, conversamos, se lo dejé y me pidió que me comunicara en un par de semanas. Al tiempo lo  llamé: me dijo que debería corregirlo. Fui a buscarlo. Pasaron seis meses y no supe más nada. Hace una semana presentó su nueva novela en una librería de Santa Fe: Norita en búsqueda  de la muerte. Fui a verlo. Lo percibí medio raro conmigo, revoleaba los ojos, desviaba la cabeza, tosía y escupía con disimulo. Tuve que comprar un ejemplar y cuando leí la solapa...
—...se dio cuenta que le plagió la novela le dije ¿es eso, no?
—Sí —un sí lacónico, un bramido de fiera escapada de la jungla, los ojos parecían minúsculas brasas al rojo.
—Y usted quiere que escriba una nota denunciando al tipo, que lo convierta en albóndiga y puré de mierda...
—Sí. Sí señor. Sé quien es usted, Aspis. Samuel me contó su pedigrí y yo deseo que usted redacte el artículo. En ese estilo tan bilioso y frenético. ¿Puede?
—Dejelo por mi cuenta, Lupines. A este Costera lo llevo a alta mar y lo hundo con una piedra atada a los pies. Chau, un gusto.
Me extendió la diestra. Percibí que estrujaba el vacío...

El destino a veces me da una mano. Ese Costera no me conoce; el día del carnavalito de las ratas famosas no estaba en la sede de la UdeEF. Urdí el plancito que me iba a ayudar. Tenía la dirección. El dueño de la librería Angelitos Negros y Rubios me prestó una colección de libros de Cervantes y con ellos me fui al domicilio de Costera, en Villa del Parque.
Salió una mujer de cara pálida, pregunté por el plagiador y me dijo que no estaba, que llegaría en una hora. Uy señora, ¿qué hago ahora con este paquete...? No, no puedo dejárselo... ¿No podría esperarlo?. Muy amable, gracias.
Me hizo pasar al estudio, me sirvió un café y me dejó hojeando los libros del quía. Papita pa´l loro. Busqué como loco (no innovo...), traspiraba, abría armarios y cajones, exploraba los estantes. Al lado de la computadora distinguí dos carpetas, una decía Norita en búsqueda de la muerte, y la otra Norma busca el fin del camino. Leí fragmentos de cada una: idénticos, como una cebolla cortada al medio (me decidí por la cebolla porque comencé a llorar de la emoción). Me las guardé. Le dije a la mujer que no podía esperar más y me fui. Alegre como una bataclana bailando el can can en un teatro de revistas.
Regresé a Los Robles, mi guarida, y empecé a teclear en la lap top. Como poseído. Los dueños del hotel se acercaron para averiguar qué sucedía. Me traían pavas de agua para mate (hervida las más de las veces) una tras otra. Estaba exaltado, tenía pruebas al canto, reproducía y tecleaba, alcancé la página quince cuando garabateé la palabra fin. Agotado, me tiré sobre el cotín. Quedé palmado.
Me despertaron las luces del cartel luminoso del hotel. Las ocho de la tarde. Luego de la ducha tomé el colectivo 10 y me bajé en Lavalle. Comí media parrillada (la carne, madera maciza, el chorizo, sebo puro) y tomé medio de la casa. Me fui hasta Corrientes, gente, gente y más gente. Regresé a Los Robles. Me senté frente a la caja rectangular, las películas eran de la época del cine mudo, o programas de cómicos que me hacían llorar con sus chistes. Apagué. Volé al sobre y me evadí del mundo. Soñé con mi ex, los alumnos de la secundaria, los nazis de Villa Ballester, el loquero y por último con Toña, que deseaba embelesarme e inflaba su nariz de alfiler de gancho, yo intentaba escapar. No podía. Ahí me desperté.
Al día siguiente llevé la nota a la Agencia. Don Samuel leía, sonreía, reía, carcajeaba, se revolvía en la butaca mascando el habano y al final me comentó:
—Che Aspis, usted ha vuelto con más chispa del sanatorio. Estupendo, irrefutable, lo hizo pedacitos, ¡felicitaciones, muchacho!
—Don Samuel, ¿me está sugiriendo que he vuelto más colifato? No me ofendo. Es verdad.

La Agencia vendió la nota al semanario Detrás de la Careta. Apareció un lunes y esa misma tarde se formaron corrillos en las librerías de moda, en los eventos culturales y literarios; el teléfono del semanario no paraba de sonar. La edición se agotó ese mismo día y publicaron una tirada extra.
El martes a la noche allanaron las oficinas de la revista. Don Samuel apareció en el hotel el miércoles de mañana.
—Aspis, hay un escándalo con su nota. Alguien estuvo en la casa de Costera, le robó el original de su novela y una carpeta. ¿Usted sabe algo?
—La prueba del delito, don Samuel, el manuscrito del que plagió la novela de Lupines. Esa carpeta es la que le quita el sueño — le expliqué sin explicarle.
—Aspis, ¡Aspis! ¿me oyó?  Allanaron la editorial. Ahora lo están buscando. Váyase a Montevideo hasta que la cosa se calme, le pago gustoso por su trabajo. Un abrazo, muchacho.

Al llegar al control de documentos del Buquebus me colocaron las esposas. Uno de los tipos miraba una foto y me señalaba. Para hacerla corta: me hice el loco pero esta vez no me dio resultado. Estoy en Devoto. Don Samuel me manda paquetes con salamines picado grueso y criollitas.
Doce meses a cargo del estado trabajando en la biblioteca del penal. Aunque, por suerte, no me sacaron ni el cuaderno ni las lapiceras...

9 comentarios:

  1. Un lujo leerlo maestro , como siempre.
    Sumado a eso , que facha , que pintón!
    Abrazos.
    amelia

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  2. Existen personajes de la literatura que me acompañan; su excelente caracterización permite que tomen vida, y de esta manera se pueda conversar con ellos. Uno es Ale Aspis. Celebro su regreso a Artesanias.
    Ofelia

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  3. Ale Aspis me inunda de nostalgia, me retrotrae a los primeros años de Artesanías, personaje entrañable, en contramano del mundo, que atraviesa distintos oficios desde periodismo, escritor y profesor, en las redacciones, en el hospicio, en la cárcel. . .
    Inolvidable, siempre renace y es vigente.
    MARITA RAGOZZA

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  4. Como siempre el reencuentro con Ale es un placer que se disfruta y es que él tiene el talento y la valentía para llamar a las cosas por su nombre, un abrazo, Carlos Arturo Trinelli

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  5. A.A. un personaje que siempre esta candente porque su historia no fenece. Y leer sus aventuras es como volver a decir las cosas con eñl mismo peso y su veracidad.
    Un abrazo

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  6. Ale es un personaje fuerte y tierno. Y es valiente hasta para ser tierno a pesar de las amarguras y eso no es poca cosa. Siempre tuvo claro su objetivo y la experiencia le enseñó a llamar cada cosa por su nombre, o mejor dicho , por el nombre que podía no gustar a más de uno.
    Cristina Pailos

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  7. Ale Aspis se te mete adentro desde los primeros renglones, imposible soltar las páginas hasta el final. Así, enviado de nuevo en trozos, es un placer en cuenta gotas de exquisitez. Ale, ese anti*heroe heroico y valiente que uno quisiera ser, ese desfachatadamente loco de cordura que con su simpatía irónica se gana de entrada el cariño del lector. Luego, su paso quebrado por tanta injusticia, merece la admiración absoluta cuando ante tanto corte de paso, nadie puede cambiarle el rumbo.Gracias por la obra en dosis. ElsaJaná.

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  8. Agradezco los comentarios y señalo que la novela total la conocen muy pocas personas... porque los autores solitarios no tenemos "prensa" pero nos cabe el orgullo de decir que fue comentada por gente que leyó y supo apreciar el trasfondo de estas aventuras.

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  9. Andres, sos un genio me he reido muchisimo esas ironias tan reales de la vida de un escritor, impagable


    Carmen Passano

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