domingo, 13 de mayo de 2012

Antonio Muñoz Molina




Héroes improbables
Leemos ciertas historias por la curiosidad de saber cómo han actuado otros


Aunque las exhibiciones glandulares de masculinidad siguen teniendo algún prestigio entre nosotros, lo cierto es que a los héroes raramente se les distingue a simple vista, y en modo alguno son sobre todo varones. John le Carré escribió que hay que pensar como un héroe para portarse simplemente con decencia en la vida cotidiana, y casi todos nosotros creemos que hace falta un impulso de rebeldía y una vocación de disidencia para atreverse a no secundar la injusticia. Pero lo mismo que muchas grandes canalladas las cometen personas dedicadas con celo al cumplimiento del deber, también hay actos de heroísmo y de resistencia que se llevan a cabo sin aspavientos y gente de orden que en un momento dado elige decir no, llevar la contraria, aceptar el escarnio e incluso la persecución.
En un libro titulado Beautiful souls, del periodista neoyorquino Eyal Press, he sabido de algunas de esas personas, ninguna de ellas en principio dotada de rasgos épicos: un capitán de policía suizo, un serbio aficionado a la cerveza y las retransmisiones deportivas, un soldado israelí, una exbroker de origen salvadoreño que vive en Houston. Todos ellos eligieron en algún momento de sus vidas negarse a obedecer ciertas órdenes o atreverse a romper ciertas reglas con la plena seguridad de que se buscarían probablemente la ruina y con toda seguridad el rechazo de la mayor parte de aquellos con los que convivían y a quienes respetaban. Ninguno actuó forzado por las circunstancias ni por un interés personal. Cada uno de ellos, a cambio de pagar un precio muy alto, actuó con justicia y salvó o mejoró las vidas de otros. Ninguno ha obtenido la menor recompensa.
El capitán de policía suizo fue un funcionario modelo hasta finales de 1938. Trabajaba en la ciudad de Saint Gallen, cerca de la frontera con Austria. Era un hombre religioso sin exageración y cantaba en el coro de su iglesia. Llevaba el uniforme impecable y unas gafas sujetas con una cadenita detrás de las orejas. Era conservador, aunque carecía de fuertes inclinaciones políticas. En noviembre de 1938, después de la Kristallnacht, la noche de cristales rotos y sinagogas incendiadas, comercios asaltados, gente apaleada y humillada en las ciudades de Alemania y de Austria, se acrecentaron las oleadas de judíos fugitivos que intentaban cruzar la frontera. Suiza, como en mayor o menor grado todos los países, se negaba a acogerlos. Ciertos crímenes se cometen mejor revistiéndolos de una neutra mecánica administrativa. Suiza continuaba siendo un gran país de acogida, pero los emigrantes “no arios” no serían aceptados si su fecha de solicitud era posterior al 19 de agosto de 1938. En los alrededores de Saint Gallen, la policía empezó a notar que un número inusual de emigrantes tenían en sus pasaportes una fecha de entrada anterior a ese día. Cientos de ellos habían encontrado refugio en Suiza cuando el capitán de policía Paul Grüninger fue arrestado por sus superiores, expulsado del cuerpo y calumniado. No encontró nunca más un trabajo aceptable. Siguió cantando en el coro de la iglesia y dando paseos solitarios por las afueras de su pueblo. Murió en 1972 y solo un poco antes alguien se acordó de él y le hizo una entrevista en la televisión. Dijo que volvería de nuevo a hacer lo que hizo. Y que actuó por compasión y por lealtad a los ideales de tolerancia y acogida de la Federación Suiza.
Paul Grüninger era un hombre conservador y ordenado, amante de la música y la lectura: a Aleksander Jevtic le gusta vestir camisetas de grupos de rock, conducir a mucha velocidad y beber cerveza. En 1991, cuando el ejército serbio tomó la ciudad croata de Vukovar, Aleksander Jevtic recibió el encargo de recorrer un campo en el que estaban encerrados los prisioneros croatas e identificar a los serbios que hubiera entre ellos, a fin de liberarlos. Siendo un serbio que había vivido siempre en Vukovar, no tendría dificultad en reconocerlos. A lo que sucedió en Yugoslavia se le llama enfrentamiento étnico, pero no existe la menor diferencia étnica que distinguiera a los que se mataban entre sí o a los verdugos de sus víctimas. Jevtic caminaba entre los prisioneros muertos de frío, heridos, torturados. Al fin y al cabo eran el enemigo. Pero entonces hizo algo que no había premeditado: uno tras otro, empezó a señalar como serbios a los que le parecían más en peligro, más asustados, más vulnerables. Cuando los militares se dieron cuenta del engaño, unos trescientos prisioneros croatas habían escapado.
La solitaria rectitud no atrae ninguna recompensa. El que actúa con justicia cuando casi todo el mundo secunda las consignas de la sinrazón pone en evidencia la conformidad de los otros, los deja sin coartada. Después de la guerra, para casi todos los croatas de su ciudad, Aleksander Jevtic no parecía de fiar, porque al fin y al cabo era serbio; para los serbios era un traidor, porque había ayudado a croatas. De los trescientos prisioneros a los que ayudó a escapar, ni diez siquiera han ido a darle las gracias. A él, dice Eyal Press, que lo visitó en su casa, no parece importarle. Ni siquiera piensa mucho en lo que hizo.
Es mucho más concienzudo el ex soldado Avner Wishnitzer. Pertenecía a una unidad de élite del ejército israelí y un día vio cómo unos colonos ultraortodoxos talaban y arrasaban un huerto de olivos jóvenes de una familia palestina. Casi de un día para otro se convirtió en militante por la paz. Porque ama a su país y cree en sus valores democráticos se rebeló contra los abusos que su propio gobierno y su propio ejército estaban consintiendo. (subrayado por los editores) El precio es siempre el ostracismo. Como en el caso de Leyla Wydler, que creía con la ingenuidad apasionada del emigrante que las leyes de Estados Unidos protegían a las personas que confiaban sus ahorros a los bancos de inversión, que trabajaba en uno de ellos y sospechó poco a poco que toda su lujosa fachada encubría una estafa formidable. Estaba sola, había sufrido un cáncer, tenía dos hijos y una hipoteca, por fin había encontrado un empleo que le ofrecía seguridad, incluso cierta opulencia. Pero los indicios de la estafa eran demasiado evidentes, aunque solo ella parecía advertirlos. Confió sus sospechas a la autoridad reguladora y no le hicieron ningún caso. Se quedó en la calle bajo la amenaza no solo de la quiebra, sino de demandas agresivas por parte de sus antiguos patronos. Nadie creía que en las operaciones de un banco con instalaciones tan lujosas pudiera haber nada irregular. Nadie renunciaba a inversiones que dejaban beneficios tan grandes. Al cabo de un tiempo se descubrió que todo era una estafa piramidal, pero a Leyla Wydler nadie le dio las gracias, salvo algunos jubilados a los que les había salvado las pensiones. No actuó así porque odiara el capitalismo o quisiera denunciar la hipocresía de unas leyes que desamparan a los pobres y sirven a los poderosos; lo hizo precisamente porque creía en el juego limpio del mercado, en el imperio de la ley.
Leemos estas historias no tanto por la curiosidad de saber cómo han actuado otros; lo que nos intriga es imaginar cómo actuaríamos, como habríamos actuado nosotros. 

2 comentarios:

  1. En los dos renglones finales se encierran las dudas que acompañan a la condición humana, Carlos Arturo Trinelli

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  2. Los dichos tienen su lógica de hierro: no se pueden ocultar o difuminar las políticas represivas y racistas: todo se sabe!
    andrés

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