martes, 12 de julio de 2011

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 09/07/2011


Novela negra de Granada


En las novelas policiales una voz lleva a otra, la solución parcial de un enigma lleva a otro enigma, hasta llegar al enigma final que suele ser el de una muerte. Algunas veces con los libros sucede lo mismo. Un libro llega inesperadamente y cambia de golpe la dirección de las lecturas. Mi amigo Alfonso Alcalá, director de la Casa Museo García Lorca de Fuente Vaqueros, me mandó la investigación de Miguel Caballero sobre las trece últimas horas de la vida del poeta. Esa inmersión en la negrura del crimen me hizo dejar en suspenso cualquier otra lectura que tuviera entre manos para recobrar libros a los que no volvía hace tiempo, aunque esa muerte, y la obra y la vida de Lorca, están siempre muy presentes en mí, mezcladas al recuerdo de la ciudad a la que llegué treinta y ocho años justos después de su asesinato, y donde me quedé a vivir veinte años, el tiempo más largo que he pasado en ninguna parte.
A García Lorca uno no deja nunca de leerlo. En sus mejores versos hay una consistencia de pedernal indestructible, hecha de exactitud en la observación de las cosas y de temeridad visionaria que se vuelca con igual vehemencia en la celebración del amor y de la naturaleza que en la denuncia de lo injusto. Dice él mismo, en un soneto dedicado a Manuel de Falla: Álgebra limpia de serena frente, / disciplina y pasión de lo soñado. En un país donde cualquier efusión sentimental es considerada intelectualmente de mal tono, García Lorca se permitió en sus poemas amorosos un impudor de confesión en carne viva que nos sigue estremeciendo al cabo de tres cuartos de siglo. En la capital de provincia cerrada y hosca a la que volvía de Madrid con sus camisas de colores llamativos y sus ademanes fantasiosos aquella singularidad suya se debió de hacer aún más ofensiva cuando la agravó el éxito, a medida que la escalada de la tensión política alimentaba las formas más primitivas del odio. El drama del hombre que huye buscando refugio justo al lugar donde lo aguardarán para matarlo tiene algo de la fatalidad inexorable de un mito griego. He vuelto a seguir esos pasos de Lorca por los mismos libros que ya he manejado otras veces: el diario de Carlos Morla Lynch, la biografía de Ian Gibson. Pero sobre todo he leído con más sosiego y más atención un testimonio que ya es en sí mismo otro enigma, porque más que un libro es la conjetura o el proyecto de un libro que no llegó a existir: una maleta llena de páginas mecanografiadas, cuadernos de diario, copias de documentos, fotografías; una maleta que su dueño, Agustín Penón, llevó consigo en el barco que lo devolvía a Nueva York en 1956, después de más de un año de indagaciones sobre la muerte de Lorca en Granada y Madrid; que permaneció intocada durante más de veinte años, mientras ese hombre, distraído en otras obligaciones, postergaba el momento de ponerse a trabajar en su libro, quizás temeroso de hacer daño a los testigos que habían confiado en él y que seguían viviendo bajo la dictadura de Franco, quizás desalentado de antemano por la dificultad de una tarea que le parecería superior a sus fuerzas.
Uno va dejando para otro día sus mejores propósitos y de repente el tiempo se ha acabado. La maleta que había venido de Granada a Nueva York viajó con Agustín Penón de Nueva York a San José de Costa Rica. En su interior permanecían los testimonios escritos de muchas personas que ya estaban muertas o que habían perdido la memoria, las fotos en blanco y negro de un país cada vez más lejano en el pasado. Antes de morir, en una última tentativa de que no hubiera sido vana su búsqueda de tantos años atrás, Agustín Penón envió la maleta de vuelta a España, dejándola como herencia a su amigo William Layton. Hasta las cosas más frágiles duran más que las personas: el papel quebradizo de las fotografías, el de las copias en calco, la tinta de las máquinas de escribir. Como un tesoro de tiempo la maleta de Agustín Penón la abrió en los primeros años ochenta Ian Gibson, que hizo uso de ella para documentar los episodios finales de su biografía de Lorca. Y aunque el propio Gibson le dedicó luego un libro, pocas personas supieron de ese hombre y de su búsqueda hasta que la editorial Comares de Granada publicó en 2000, y luego en 2009, una edición de sus papeles al cuidado de Marta Osorio: Miedo, olvido y fantasía. Crónica de la investigación de Agustín Penón sobre Federico García Lorca (1955-1956).
Solo un trabajo filológico que no sé si está hecho permitirá conocer la naturaleza exacta de los materiales agrupados en el libro. Algunas veces se leen como entradas de diario, o como anotaciones rápidas hechas inmediatamente después de una conversación. En ocasiones la voz de la editora no acaba de distinguirse del relato original de Penón, y no estamos seguros de si todas sus notas las tomó en inglés, o de si han sido solo traducidas, y por quién, o también resumidas o arregladas de algún modo.
Sea como sea, el resultado es un libro que no se parece a ningún otro escrito sobre García Lorca. Agustín Penón, muerto hace tantos años, no recordado por nadie o por casi nadie, no acreditado por ningún título de erudición universitaria, viajó a Granada cuando la mayor parte de los amigos y de los enemigos del poeta estaban todavía vivos y lúcidos y cuando se respiraba todavía físicamente el terror de una represión que había tenido algo de meticulosa venganza social. Penón es el desconocido que llega haciendo preguntas a la pequeña ciudad en la que todos se conocen: el detective que ha venido para investigar uno de esos crímenes cometido en la claustrofobia de un recinto sin salida en el que las caras de todos los sospechosos son igualmente familiares. En Granada, a mediados de los años setenta, cuando yo me empeñaba en imaginarme a mí mismo como un escritor sin haber escrito apenas nada, leía a Raymond Chandler y a Dashiell Hammett e intuía en las noches de la ciudad la trama posible de una historia policial que la abarcaría entera, con sus callejones y sus barrancos, con sus zaguanes oscuros de viejas casas en ruinas, con sus periferias de bloques especulativos que arrasaban la Vega, con su castillo rojo en lo alto de una colina a la que se ascendía por un bosque.
Solo ahora, leyendo a Agustín Penón, me doy cuenta de que aquella novela negra había existido sin necesidad de ser inventada ni escrita, menos aún por mí. El crimen es simultáneamente la muerte de Lorca y la de los miles que cayeron asesinados al mismo tiempo que él: el detective es ese hombre joven con apellido español y pasaporte americano que llega a la ciudad en 1955 y tiene la misma perspicacia para intuir la verdad o la fantasía en lo que le cuentan y para comprender más hondamente que ningún otro biógrafo cómo fue Federico García Lorca. Qué triste que se muriera sin recibir ni rastro de la gratitud que merecía.

3 comentarios:

  1. Historia de desencuentros que merecería ser contada por una pluma como de la Antonio Muñoz Molina

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  2. Comencé leyendo el artículo con el prejuicio de ¡otra vez Lorca! y el tema me fue atrapando por sus aristas inéditas y el comprobar que los buenos propósitos siempre nos quedan un poco más adelante, coincido con Nurit en el comentario que me precede, Carlos Arturo Trinelli

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  3. Efectivamente, Las venganzas falangistas fueron torpes,groseras y simbólicas del régimen. Y los fachos del PP no quieren investigaciones porque sus almas negras no quieren destapar ollas podridas.

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