lunes, 25 de julio de 2011

DIEGO TATIÁN




Tribulaciones frente a una silla

La silla había pertenecido a mis antepasados desde tiempo inmemorial; al menos seis generaciones, si no más, habían hecho uso de ella en los muchos días y noches de su tiempo. Se trata de un objeto, el único objeto, que por azar o por milagro se había abierto paso a través de los años, los hombres, las mujeres y los niños de una misma sangre. Podría haberse perdido en una de las incontables mudanzas que debió soportar, o deteriorado en las fiestas innumerables, en algún trabajo para el que habrá sido empleada, en alguna de las tantas violencias domésticas. No es una silla sólida ni parece haberlo sido nunca, sino un mueble común y sin particularidades de ningún tipo. Ahora mismo, sentado frente a ella, miro las cosas a mi alrededor y me pregunto cuál de todas será la última en desaparecer del mundo (¿habrá alguna que persevere aún luego de que mi nombre sea pronunciado por última vez? -¿quién pronunciará mi nombre por última vez?), cuál la que llegará a las manos más lejanas, cuál el objeto predestinado a la sobrevivencia de los otros cuando ya los vivos no sean recordados. Pienso en el desconocido muerto que habrá usado esta silla por primera vez; pienso en el ignoto no nacido que recibirá alguno de mis objetos sin saber que era mío. ¿Será la silla misma? ¿Y si la pusiera patas arriba sobre una base de piedra para asegurar su perduración como obra de arte? Sentados en ella, hombres de muchas generaciones han comido, escrito, leído, conversado, bebido, decidido un suicidio, o sólo descansado. ¿Habrá servido la silla para lastimar a alguien? ¿Fue reparada alguna vez? Quizá haya sido dibujada por algún artista, tal vez esté maldita, o sea el mensaje secreto de un hombre a otro distantes en el tiempo –acaso un mensaje cuyo destinatario, aunque incapaz de descifrarlo, soy yo mismo. No siento ante ella veneración ni temor sino una tribulación vaga, nueva, y pienso: tantas son las maneras en que podría interrumpir su misteriosa marcha hacia lo que siento me concierne pero sin saber por qué; puedo dejarla con sólo tres patas para volverla inutilizable, o pintarla de otro color para disimular su vejez, o enterrarla. Dejarla en la puerta de la casa como al descuido para que alguien la tome y la lleve consigo –o en el techo, como afrenta a la memoria y ofrenda a todas las inclemencias. O acaso la desarme y haga con ella un ataúd para un pájaro muerto. ¿Dónde mueren los pájaros? ■

3 comentarios:

  1. Acostumbrado a maravillarme de sus relatos este tiene un pasar efímero sin tracendencia.
    Es mi parecer
    Celmiro

    ResponderEliminar
  2. Comparto el comentario anterior: también es el mío...

    ResponderEliminar
  3. Creo que los gustos son absolutamene subjetivos .
    A mi me retrotrajo a objetos simbolizados entre ellos "la silla petisa " de la abuela.
    Gracias.
    amelia

    ResponderEliminar