martes, 9 de noviembre de 2010

ARTURO TRINELLI


La Mancha

Era un final justo. Tomó el bolso que usaba para ir a jugar al fútbol y lo llenó con las ropas imprescindibles. La mirada de ella era neutra, al menos, eso le pareció cuando atisbaba a mirarla en los movimientos que hacía del ropero al bolso.
-Nos hablamos  - le dijo y ella asintió.
     Albertinazzi le había recomendado un hotel cerca de la estación. La casa era antigua y como la mujer, que pasaba el lampazo en la escalinata de entrada, había tenido mejores épocas. Todos fuimos mejores alguna vez se consoló para sí Antonio.
     Cruzó un recibidor de madera lustrada y se acercó a un mostrador. Por una puerta entre abierta vio a una vieja delgada que tomaba mate.
     La vieja se apersonó y recitó la tarifa por día, semana y mes. Pagó un mes adelantado.
     Los huesos de la mujer asomaban en cada pliegue de la piel. La siguió por unas escaleras quejumbrosas y oscuras. Al fin de un pasillo se detuvieron ante una puerta señalada con el número diecinueve. La habitación era estrecha pero luminosa. El orden austero lucía limpio, la encargada le enseñó el ropero, la cómoda y el baño y se fue descarnada.
     Albertinazzi tuvo razón, el lugar era ideal para un hombre solo.
     Miró por la ventana y observó el movimiento en la estación, esperanzas y angustias aguardaban en el andén. Después recorrió con la mirada la pieza. La pared donde reposaba el ropero estaba empapelada con arabescos celestes, la contraria pertenecía a la cómoda y estaba pintada de un blanco que el tiempo había amarillado en los lugares más expuestos. Apoyó el bolso en una silla, hurgó en búsqueda de sus elementos de higiene y fue al baño. La puerta hacía tope en el inodoro y debió entrar de perfil. Luego acomodó los pantalones y una campera en el ropero y las camisas en un estante, la ropa interior en la cómoda.
     Era temprano para almorzar y se recostó en la cama iluminada por los rayos del sol que atravesaban la ventana a su espalda. Escuchó la chicharra de la barrera automática que anunciaba la llegada de un tren. Se quedó quieto e intentó adivinar de que lado vendría. El estrépito monótono pobló de ruidos la habitación, va para Retiro, pensó, pero no se levantó a confirmarlo, supo que estaba en lo correcto porque la chicharra sonó hasta después que el tren volvió arrancar. Entonces detuvo la vista en una mancha azulada apenas encima del marco de la puerta de entrada. Semejaba un cromosoma poliforme o una pincelada al descuido como una limpieza del pincel antes de terminar de pintar pero no, mejor una isla, una isla en el océano pared o un asteroide en el universo pared y se quedó dormido y despertó al paso de un rápido con un ruido distinto a metales que crujen con fuerza y el eco del paso del convoy en sordina a la distancia.
     Todo estaba en su sitio a excepción del sol que ahora alumbraba a la mancha que se recortaba nítida en su lugar.
     Decidió salir a comer, se detuvo ante la puerta, alzó su brazo y recorrió los contornos desparejos de la mancha con la yema de los dedos. Lisa hacia su centro y rugosos los contornos pensó en un lunar. Una pared con una verruga y salió.
     Albertinazzi le había indicado un lugar para comer bien, bien y barato, sostuvo desde la experiencia de la soledad.
     El lugar publicitaba comida casera, atendido por sus dueños. Compartió la mesa con un anciano con la mirada puesta en algún recuerdo. Los dos engulleron el menú completo con un cuarto de tinto también de la casa, El bullicio, mezcla de ruido de cubiertos, conversaciones, masticaciones y sorbos era cortado por los pedidos voz in pectore del mozo vestido con un guardapolvo opaco de grasa.
     Después podes caminar hasta el río, era otro de los consejos de Albertinazzi. Lo hizo. La calma se mecía acompasada por camalotes de basura que acariciaban al espigón. Destellos de sol se desprendían del agua marrón. Algunos pescadores lanzaban las líneas indiferentes unos de los otros, actitud que era mudada cuando alguno la recogía. Ese instante de expectativa, por ver retorcerse a un pescado en el aire, justificaba la excursión.
     Regresó al hotel. La vieja descarnada le dio la llave como quien da una limosna.
     Se tiró vestido en la cama. La angustia le oprimía el pecho o la acidez de la salsa boloñesa ¡qué más daba! Estaba solo, más solo que los pescadores que aguardaban una presa, más solo que los comensales del bodegón casero y más solo aún que la vieja descarnada que tenía a sus pasajeros. Así debió sentirse Albertinazzi cuando decidió marcharse sin decir dónde, pensó. Recordó la mancha y la buscó en un parpadeo, seguía allí, azul, rugosa y sola como él. Le produjo ternura lo absurda que lucía ahí como un botón amorfo, siempre en evidencia, distinta, contrahecha. Una cosa discapacitada eso es lo que era y sin embargo, inanimada, sin un dios de las manchas su espíritu sería libre, no comprometido, sin culpas. En cambio él, el líder de los fracasados, sin habilidades especiales, desubicado constante, tímido. Tímido no, cobarde según su mujer, su ex mujer.
-Es un honor ser cobarde, había sentenciado Albertinazzi en una oportunidad algo borracho y redondeó su idea,-somos los que más vivimos, como sea, pero más y escupió adelante.
     Por hacer algo, se duchó y buscó un libro que había traído consigo.
-Nada te atrae, nada te entusiasma, decía su ex mujer.
-Leer, leer me entretiene, le contestaba él mentalmente. Nadie puede sostener una relación telepática, pensaba ahora, por lo menos hasta hoy. Supuso que los locos podrían pero no en vano se los clasificaba como tales.
     Apagó la luz, corrió el libro hacia un costado. La habitación quedó en penumbras. La luz de la calle aceraba algunos sectores del techo que proyectaba sombras movedizas de las ramas de los árboles. Entonces, apreció la luz que como una pequeña ascua brillante emanaba la mancha. Un punto minúsculo como el de una i latina que parpadeaba y le afirmaba los contornos. Creyó ver un insecto movedizo, un danzarín iluminado por el fuego. Necesitaba ver mejor. Bajó a la recepción, la vieja lo miró indiferente.
-Señora, por casualidad, no tendría una lupa para prestarme.
     La mujer tardó en contestar como si su sistema auditivo se hallara en un lugar distante.
-Sí, mi marido usaba una lupa para leer los prospectos de los remedios que tomaba. Dijo esto y desapareció un instante para regresar con una lupa de mango dorado protegida en un estuche de cuero.
-Tome joven, dijo.
     Agradeció y subió la escalera de a dos peldaños. Frente a la mancha hizo foco con la lupa y el insecto no era tal, un hombre diminuto blandía un cartel. Se esforzó en leer SOY ALBERTINAZZI. Retrocedió hasta tropezar con la cama y se abandonó sobre ella. Comenzó a creer que alucinaba. Pero por qué no podía ser cierto si él lo había visto, al fin, creía en la Santísima Trinidad y nunca los había visto ni con una lupa. Albertinazzi recluido en una mancha, pensó, ¿qué puede tener de extraño? Acaso yo, no estoy recluido en éste cuarto de hotel.
     Bajó a devolver la lupa, la mujer lo recibió con una sonrisa llena de huecos.
-¿Le sirvió?
      Al percibir la condescendencia se animó:-Usted recuerda a un huésped, un tal Albertinazzi.
     La mujer repitió el apellido y tomó un libro de un estante, lo abrió y con un dedo sarmentoso y con la lupa en la otra mano deslizó la uña despareja por las páginas, cada una que daba vuelta humedecía la yema con la lengua y repetía:-Me suena, me suena..., acá está, Albertinazzi Gabriel ¡qué casualidad! se alojó en la diecinueve igual que usted.
-¿Lo vio irse?
-Y, pagar pagó y ahora está usted y antes hubo otros, respondió con uso pragmático del lenguaje.
-Él me recomendó el hotel mientras vivía aquí, yo lo conocía pero no lo vi más ¿dejó alguna dirección?
-No.
     Agradeció y volvió a subir, entró y miró la mancha, todo parecía en su sitio. Tomó el libro y se acostó. Enseguida se dio cuenta que no podía concentrarse en la lectura. Los ojos iban de la página a la mancha y cuando regresaban no acertaban el renglón. Pensó en salir a dar una vuelta pero no se decidía a la espera de alguna señal. De a poco, se abandonó a la laxitud del sueño.
     La voz sonó nítida con inflexiones de entusiasmo. Pausada como para que no se perdieran detalles: Aquí el cielo no es ilusión óptica...Los locos no sufren de soledad...El fin del mundo no inquieta a nadie...
     Frases sueltas como axiomas le acariciaban las orejas y se sorprendió con su voz al preguntar:-¿Albertinazzi, sos vos?
-Yo y los que nos sentimos afuera de todo ¡acá están tus sueños!
     Antonio se contrajo en posición fetal y un escalofrío le recorrió las entrañas hasta hacerse invisible a la mirada del éxito.
     Un final justo como un punto y aparte.

                             Arturo Trinelli


                                                                                   

8 comentarios:

  1. Los pensamientos circulares del protagonista en una habitación llena de otras presencias, hacen del este cuento una incursión a la fantasía prolífera de su autor. Me gustó mucho.
    MARITA RAGOZZA

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  2. El personaje repite los gestos de la soledad que loe fueron "recomendados" y es como si volviera a transitar por los caminos de todos aquellos que estuvieron solos antes que él. Como siempre, amigo Trinelli, sabés crear un clima, en esta oportunidad un solitario sobrio, pero solitario al fin. Ester

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  3. Una soledad poblada de presencias, diría , nadie está solo del todo. Tampoco absolutamente acompañado. Son momentos. Un relato excelente para pensar... y pensarse.
    Abrazo. amelia

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  4. Bueno, este cuento lo conocía pero además significó para Arturo un premio y una publicación.Y valoro tanto su trabajo que simplemente acompaño cada texto, cada creación con mucha alegría. Me hace feliz que un amigo conquiste a sus lectores. Un abrazo.

    Lily Chavez

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  5. Qué buen cuento! hay en él muchos factores en los que pensar, es una narrativa que va metiendo sí o sí al lector dentro del personaje y lo que le pasa. Felicitaciones a su autor.

    María Esther Martinez

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  6. ADMIRADO?. DE NINGUNA MANERA, EL SEÑOR TRINELLI YA NOS TIENE ACOSTUMBRADOS A SU EXCELENTE NARRATIVA. FELICITACIONES ARTURO.

    EDGAR BUSTOS

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  7. Como me pasa siempre como este autor, no me puedo despegar de lo que va diciendo, todo detalle puede ser importante a la hora de definir el cuento. Excelente, mezcla de lo misterioso y lo que roza. Saludos Trinelli

    Lalo Ledesma

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  8. Che Trinelli, aunque este cuento fue publicado volví a leerlo y me surge un comentario copiado de Julio Jorge Nelson: Gardel cantaba cada vez mejor, y vos en presente fantaseás cada vez mejor.
    abrazos,
    Andrés

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