ANDRÉS ALDAO
BAILANDO BOSSA NOVA CON GABRIELA
¡Qué suerte más fulera ! ¡Qué desbarranque! Quién lo iba a pensar: a la edad del dolce farniente tengo que romperme el alma, hacer una valija con tres calzoncillos agujereados y cuatro pares de medias en igual estado, camisas de Chemea ya descoloridas y dos vaqueros astrosos. Con cincuenta y dos años a cuestas y sin un peso partido, dos hijas que no quieren verme, y mi ex mujer que se escapó a Córdoba con mi proveedor de papel, me sugieren ahora empezar una nueva vida. Y lo peor: tuve que recuperar requechos del idish que hablaban mis abuelos para hacer pinta en la Agencia. Es un chiste pornográfico. O peor aún: una regia patada en el traste.
Vivía en Almagro. En una de las casitas de clase media recostadas en la confluencia con Caballito, provista de galería, un jardincito y el pulcro quincho con tiraje microsónico, el café de barrio para jugar al truco o al dominó y consumir con los amigos el aperitivo matinal de los domingos, platitos de comienzo del siglo XX con queso mohoso, salame y mortadela pródigos de grasita colesterosa, todo cortado en atildados cubos, y los escarbadientes de segunda mano reciclados en lavandina. Infaltable. Era mi barrio, donde mi sueño de pibe era copiar al viejo: Cuando sea grande voy a vivir en una casa con fondo, árboles que den sombra en la siesta, asaditos los domingos, la familia, los amigos, el fútbol, un sánguche de chorizo y el vaso de tinto. Sueño de pibe mezclado con vivencias buenosaireñas...
El viejo y su mercería. No, no quise saber nada de boliches, comercio. Quería escribir, convertirme en un escritor famoso. Los viejos me miraron con lástima. Acabé estudiando en la escuela de artes y oficios. Tenía mucho seso pero pocas ganas. Gráfica, impresión: no escribía pero allí en mi piecita consumaba mis amores con las letras... y con las fotos de minas en bolas. Y a los diez y seis, los viernes y sábados milonga, chupe, timba. El metejón con la flaca Tere, la goie: embelesó mis ojos y al viejo, que no le importaba, le provocó una úlcera por la coerción de mi vieja.
Terminé los estudios, hice una colimba de mierda en Neuquén y puse una imprentita en el barrio (¡charlatán, confesale a tu conciencia!: te la puso el viejo... Para ver si te saco del café — dijo — y de esa barra de amigotes atorrantes. No pudo; me casé con Teresita, tengo dos hijas. Hice una fortuna bizarra, compré una casa, amplié el boliche con los préstamos de los bancos. Todo al pelo en mi Buenos Aires querido. Hasta escribí algunas letras de tangos que se apolillaron de angustia en un armario . Olvidadas y ruinosas. Las letras, el armario y yo. Y sin embargo era feliz…. Se me ocurrió que una vez alcanzada la felicidad liminar, el resto se iría expandiendo como un suceso involuntario pero imparable,
Concluyente e irrebatible: ¡era Feliz! Pero resulté idiota e infeliz.
Mucho después llegaron los reclamos: por cada peso debía dos. Más los intereses. Sudaba de día en la imprenta, y de noche, agobiado por las deudas, insomniaba. Los amigos se borraron. Los veía los domingos en los tablones de Ferro. Acurrucados en la tribuna detrás del arco. ¿Lo ven allí al Néstor? Ojo que está quebrado: guarda con los pechazos, me transmitían con la mirada de halcones despiadados. Si habrán engullido en el fondo de mi casa. Asaditos, achuras, chivito, cordero. Y vino a rolete. Turros. Malparidos. Al final me fui al tacho. A un tacho desfondado.
Broncas, gritos. Teresita se las tomó. Se fue con el que había sido mi proveedor de papel, las dos nenas y el gato persa. Quedé solo en la casona con fondo, árboles que me dieron sombra en la siesta de los sábados; el quincho roído por el óxido y la soledad, el vino cabernet reemplazado por la botella de quebracho barato. Y sobre todo las deudas, que me quedaron a mí. Sólo para mí.
Llegó el remate. No tenía ni un mango partido. A la Flaca y a mis hijas seguía viéndolas en tiernas escenas familiares obtenidas con la polaroid. Y a los amigos (fallutos bastardos) los contemplaba a veces en fotos amarillas de remotos picnics o en noches de pesca en la Costanera. En tanto, yo decrepitaba mi vida en el cuarto que me prestó la vieja. Los antañosos días felices, el deleite porteño y los tiempos de oro se fueron al carajo. Tenía que hacer algo. Mis laureles se fueron a la mierda...a la quiebra. Y resquebrajado tarareaba O juremos con gloria morir.
Busqué trabajo. No había. Linotipista: que oficio más raro, ¿linotipista? Profesión anacrónica. Ya no existe, che, es una antigüedad de museo. Buscá otra cosa (sin pretensiones, me farfullaba el rugido angelical del quebracho). Probé en offset. También se fue al corno. No la pegaba una. La computadora, los sistemas modernos, amigo, susurraban los imprenteros. Me miraban con prevención; como si fuese un pordiosero. Yo vivía arrodillado aunque no sabía rezar. Es que llegué tarde. Y sin darme cuenta fui a hacerle compañía a Satanás.
Una sobrina me sugirió que viajase a Israel: tu vieja es de la colectividad –me dijo con voz de pitonisa...andá a la AMIA. Sólo tenés que divorciarte. Menos mal que mis hijas eran ya mayores.
Hice la cola en la AMIA junto a otro montón de desgraciados como yo. Aunque más tarde descubrí que muchos de los desgraciados tienen ventolina* a cuatro manos. Me acordé de Discépolo: El que no llora no mama. Me quedaba un solo traje decente — costumbre snob de los porteños —, una corbata azul y roja (como la camiseta de San Lorenzo), y unos mocasines con plantillas de cartón y banderolas en las suelas.
Preguntas y preguntas: que si mi vieja es judía; que la partida de nacimiento de ella; que vengan dos testigos; que el certificado de judeidad expedido por un rabino chicato de noventa años: ¡mi madre...! Pensé que mandaba todo al carajo: ¿pero dónde ir? La vieja rezongaba, ponía la tele a full; yo me iba al bar antes de volverme loco. En realidad ya estaba medio colo...
Los diálogos que escuchaba en la sojnú me ponían furioso. Muchos se habían vuelto patriotas, cartones pintados, israelíes de pura cepa echando pestes contra el país en el que nacieron, estudiaron, progresaron, fueron hinchas de River, Boca, Atlanta o Ferro e hicieron fortuna como contadores públicos, fabricantes o comerciantes, talleristas, tuvieron hijos que emigraron a la América del norte, a Israel, a España. Ahora se quieren ir ellos.
Me agarré a patadas con unos cuantos. Y para darles bronca les decía que me casé con una shiqse bien católica, que mis hijas fueron bautizadas en la iglesia de San Cayetano. Me miraban con tirria indisimulada, susurraban, y yo les echaba el humo del cigarro en la cara. Ignoraban mi presencia pero no podían abandonar la fila. ¿La verdad?: me hacían un gran favor. Escucharlos era como revivir la inquisición... o tomar un purgante.
Cuando ya tenía casi todo listo me preguntaron si iba a mandar un container. Las carcajadas me hicieron cosquillas en los sobacos y pensé: ¿qué cuernos tengo para mandar? Alguien habló e idish; los requechos tan lejanos y arrinconados, regresaron triunfales con música de fondo de Jevel Katz (ay ojo, ay mucho ojo…, el Gardel de los paisanos), y La Yumba del maestro. Le dije a la piba que me atendía, Paola Shnaiderman (qué prosapia rebuscada, ¡a la madona!), que sólo tenía para mandar la tabla de planchar que me dejó la mamá de las dos fierecitas y un cajón para lustrar zapatos, pero como no tengo botines dignos de ese nombre, y la ropa que me quedó es lave y use, me iba a conformar con un bolso plástico. Y chau, ¡que me dejen de joder!
Pero no; no me dejaron de joder. Siguieron con el interrogatorio: que si tengo jubilación, que si tengo que revalidar títulos, que si quiero hacer una subida directa, que necesitan la fotocopia del acta de divorcio y una nueva partida de nacimiento en la que conste que soy divorciado, y otro montón de bobe maises (más requechos: si me escuchara el abuelo seguro que me perdonaría todas las perradas que le hice, como por ejemplo cuando le saqué las llaves del Falcon y lo estrellé contra un arbolito en Palermo). Sí, el zeide estaría muy orgulloso de su nieto varón.
No hay mal que dure cien años y, aunque no se crea, los trámites terminaron y me dieron fecha de partida a Israel. Parte de la ristra de desgraciados que deseaban irse de la Reina del Plata y seguía con los trámites se libró, por fin, de mi acidulosa presencia. Todos suspiraron: las chicas de la Agencia , los centenares que hacían cola y se enojaban conmigo por las frases insolentes, el humo apestoso del cigarro negro y el humor más negro de mis requiebros foscos, y los requechos del idish que pateaba de chanfle para dejarlos como figuritas repetidas y empalagosas.
Finalmente, el desgarro. Me despedí de la vieja, de tíos y sobrinos, de mis dos hijas (que me hicieron el gran favor de venir a verme), chau al fútbol y al sánguche de chorizo (choripán en las clases bajas). No más Río de la Plata. No más Alfons—in. No más patilludo cipayo. No más Fernando, sonrisa estúpida y helada, no más Duhalde amarillo. Guardé las pilchas ojerosas, metí en el bolso un cuaderno de primer grado, las composiciones que me revelaron el mundo de las letras y me hicieron odiar a la mercería del viejo. Por último, algunos libros de Soriano, Onetti y Arlt salvados del siniestro. Y me vine a Israel. En el vuelo me preguntaba: ¿Habrá choripán allá? ¿venderán chuenga* en las canchas? ¿juegan al fóbal en ese país? Preguntas existenciales. Preferí dormir: me tomé cuatro whisky’s y al despertar había llegado a Barajas.
Arribado a israel, deambulé en un centro de absorción. El hebreo era un calvario, las costumbres de la sociedad israelí una cruz, la soledad un lecho de espinas, la sojnú una pitonisa tramposa. Entretanto, conocí a Gabriela, una brasilera veterana, separada y madre de dos hijas ya grandecitas. La brasilera limpiaba oficinas. Simpatizamos y nos fuimos a vivir juntos: los dos teníamos el pase en blanco y firmamos.
Muy pronto me caí del catre israelí y comprendí que encontrar trabajo en Israel era como escalar el Everest o ganarle los 100 m. a un negro.
Cuando les dije a los de la Oficina de Trabajo que era linotipista les agarró una embolia de risa. Descubrí, luego, que los nuevos inmigrantes de la Argentina éramos los bolivianos de Israel: limpiáles las casas, rompéte el lomo como reponedor en un supermercado o andá laburar a una empresa de seguridad diez y ocho horas diarias...
Gabriela me recomendó a una agencia de vigilancia. Tuve que aceptar: empalmaba dos turnos para poder mantener la casa. Menos mal que necesitan guardias, pensé con mala leche. Chuenga, chuenga, soñaba melancólico a toda hora.
Muy a menudo filosofaba: «Dejar el país en que naciste es como cortar amarras y echarte a navegar sin rumbo, al tun tun, maldito sea». Intenté decírselo al ruso que me vino a reemplazar chapoteando en un hebreo inválido. Era como un taquito fallido o una gambeta sin clase. El ruso me miró con curiosidad y me dijo en su arpegio grosero: niet poniemai ivrit (no entiendo hebreo). Lo putié por lo bajo: ruso ignorante, estalinista.
Luego fui a tomar el ómnibus. Miré hacia el cielo: hasta parece el de allá, celeste y blanco… ¡Qué mierda va a ser! supuse con un gruñido postrero a lo Margarita Gauthier. Más bien un quejido (año y medio en el país y sigo con el mate y el tango, las empanadas y los ravioles).
Me bajé en el barrio de Oshiot, prolongación edilicia de Rejovot. Una vez más el reproche: ¡Qué carajo hago aquí! Remordimiento a dos puntas. Me sentía desamparado. El recuerdo de la viola de Vardaro casi me provoca un lagrimón. Y cosa increíble, pensé en Elsa y Dorita, mis dos hijas. Dos fotos en colores, calladas. Con sonrisas que pasan de largo... Hasta la próxima recaída.
Subí los cinco escalones y entré con los botines en la mano. Era como un personaje de comics. O un dibujo desanimado. Miré a la brasilera con tristeza. Ella dormía. Tiré el uniforme sobre la silla y me tumbé sobre el cotín como un poligriyo rafañoso e inútil. Oía sus suaves ronquidos. Estaba adormecida, desnuda. La abracé; los dos cuerpos pegados, el de la brasilera aún sedoso, cálido, y su corazón bombeándome una bossa nova. Me disponía a dormitar algunas horas. Después retornaría a la estación central de transportes, haría el turno doble hasta las seis de la mañana. ¡Uf! que joda: no me gusta este trabajo. En realidad hace tiempo que odio laburar.
Sueño. Entresueños azul y oro, rojiblancos, verdes. Sigo dentro del sueño: Reflejos verdosos y vivos blancos. Los tablones de la cancha, el choripán, el vaso de tinto. Siempre ir a ver a Ferro y sufrir con la murga; otra chilena pifiada. Casi gol en contra. Chuenga, chuenga. Los arquetipos de la urbe...
Miro el despertador: las nueve y media, me queda otra horita. Me doy vuelta y sigo durmiendo. Continúan los sueños. Abra la cartera; ¿qué lleva en el bolso? a ver el paquete. Y la pregunta estúpida, absurda y cándida a un anciano de ochenta y algo:¿Lleva un arma? Horas de vigilia. Me muestran los paquetes y los bolsos, meto la mano y palpo no sé qué, hago una leve reverencia y que pase el otro. Chuenga, chuenga, yelo, yelo***. Me entretetengo imaginando que juego a los dados saboreando un imperial: ¡full, generala! otro imperial mozo, póker de ases. Y en eso aparece el control de los guardias y me...
Desperté sobresaltado. Eran las once. Reflejos de un sol generoso me alegraron el despertar. Gabriela me dejó una nota: Conseguí una casa para limpiar, vuelvo a las tres: te dejé el estofado con tallarines y un sánguche para que te llevés al trabalho. Por áhi paso después. Chao, menino. Me sonreí. Gran mina la brasilera, flor de hembra, otra que la goie... De pronto recobré la imagen de Teresa: se me apareció tal como la conocí en aquellos años, jovencita, comprimida contra mí pecho bailando tangos un sábado en la milonga del Social Buenos Aires de la calle Gaona. Con la pollera adherida al medio muslo, las tetas aplastándome la corbata. Me entristeció el recuerdo; ¡qué carajo estoy haciendo aquí!
Luego de la ducha leí un diario en castellano que me prestó el uruguayo que trabaja conmigo, tomé mate, comí a la disparada, metí el revólver en la funda (a gatas si sabía correr el seguro) y fui a reemplazar al ruso. Volodia me esperaba perfumado con el olor a ajo crudo y cebollitas.
Me pusieron en la puerta de entrada del shoping. Soy nuevo y tengo que pagar el derecho de piso. Abrí el bolso; ¿llevás una granada? Un desfile de gente; no paraban. Chuenga, chuenga, fantaseaba aturdido.
Las seis de la tarde. La brasilera no vino. Estoy agarrotado. Ví al tipo extraño que se acercaba a la entrada con un portafolio en la mano. No me gustó nada: tenía la mirada huidiza... ¿Lo atajo en la puerta o disparo? Disparé. Abandoné la entrada, me metí en la galería y empecé a gritar como un desaforado ¡terrorist, terrorist! La gente me miraba como si fuese un chacal con uniforme y yo seguía vociferando ¡terrorist, terrorist! Las chicas que vendían teléfonos celulares cerca de la entrada me gritaron: ¡Ese es nuestro patrón, calláte loco, es nuestro patrón! Chuenga, yelo, ¡buumm! Quedé pagando; como un infeliz. La paranoia, el miedo, la idiotez.
Al día siguiente fui a la agencia, devolví la camisa con el logo y los pantalones negros, la pistola de mierda y el permiso de portar armas que no sé usar. ¡Inconscientes!
Cae el telón. Gabriela estaba esperándome. Me recibió desnuda y alegre. Con la sonrisa de sambera exótica me apretujó contra sus pechos erguidos y sedientos, y me propuso bailar bossa nova sobre las dos plazas con sábanas color fucsia, música de Jobim al tono y una excitante luz granate y canela. Choripán, vaso de tinto. Chuenga, chuenga: pensamientos pecaminosos y arcaicos de nuevo inmigrante. ¡Fuera con ellos!
¿Y el trabajo de guardián? ¡Quién piensa en esas cosas! Gabriela no me dio tiempo ni oportunidad: flor de terapista resultó la brasilera.
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* ventolina, dinero en lunfardo
** Chuenga, golosina masticable que se vendía en las canchas.
*** Yelo, voz popular de las barritas de hielo que se repartían a domicilio en los tiempos del Congreso de Tucumán (por esa razón la independencia quedaba congelada...).
Un poco extenso para leer de contrabando, en el trabajo pero me han divertido las expresiones: embolia de risa , chapoteando un hebreo inválido y toda ese palabrerío interesante que tiene el editor de la revista. Felicitaciones
ResponderEliminarMariano Lazarte
Toda una historia de vida y verse forzado a un transplante, esperar a aclimatarse, sentir la extrañeza en la boca cuando los sentimientos íntimos tienen que expresarse en otra lengua.
ResponderEliminarY después, aunque la situación objetiva haya cambiado para bien, no se debe poder evitar entrar por un instante en la piel de cualquier maltratado por la vida pero que imaginamos todavía en el bar de la esquina,o leyendo el diario en la vereda con el mate en la mano. Sabemos que lo que extrañamos tampoco está ya igual en la tierra natal, pero eso tiene el exilio: nos aferra a la tierra que ya no es, a nuestra sensibilidad de entonces que ya no es.
Aunque lo que sí sigue siendo increíble es tu memoria, Andrés.
Muy bueno
Cristina
por suerte existen las gabrielas con olor a canela en cualquier parte del mundo.
ResponderEliminarGracias Andrés por su relato,
Olga Ajma
Desde la prosa impecable queda reflejado el desarraigo y la soledad, la idealización de lo perdido, como dice el tango: el dolor de ya no ser. Suerte el samba, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarMuy bueno señor Aldao, todo un recurrido, ir y venir por las imágenes y los tiempos. Un placer leer este texto como los otros que salen de su pluma.
ResponderEliminarIrene
Andrés, qué bien me hace leer un relato (porción de vida), tan suelto, nostalgioso y vital; creo que acaricié las palabras mientras leía.
ResponderEliminarUn abrazo grande, querido amigo
Betty
Quedan pocos, muy pocos. Estoy segura de eso. Ni en el propio Buenos Aires narradores que tengan ese lenguaje lunfardo, ese variedad que desnuda al porteño. Cada vivencia fresca como recién vivida. Y me preguntaba, a qué se deberá. La conclusión es que los ojos de Andrés se quedaron en esas estampas y a los demás se les cubrió el cielo de humo, los edificios taparon el sol, terminaron de deshojarse las flores en los macetones de los balcones.Viste? ese es el lado que el exilio debe recuperar.
ResponderEliminarFeliz de leerte, y voy a invertir lo que dice Betty, "las palabras me acariciaron " y tengo entonces ganas del festejo, más de un motivo para levantar la copa: POR LA PALABRA ANDRES, POR ESTA NARRATIVA QUE CAMINARÁ POR EL TIEMPO,
POR LA FUERZA DE SEGUIR Y NO BAJAR LOS BRAZOS, POR NO HABERLE PUESTO PAÑOS FRIOS A TU GENIO...POR HACER QUE LOS AÑOS CUENTEN SOLO A MEDIAS. FELIZ CUMPLEAÑOS, A BRINDAR!!
Lily Chavez
Le leí este relato a mi tío, está viejito y casi no ve .Lo estoy cuidando en el sanatoria hasta que llegue mi hermano a reemplazarme.Por momentos sonreía, claro, sabía de que hablaba el relato, seguramente algunas cosas le son familiares. Mi tío ha sido un gran lector y hoy me agradó que las palabras lo acercaran un poco a la vida. Perdonen, estoy algo cansada y triste y casi me iba sin decirle Feliz cumpleaños señor Aldao. No sabía. Felicidades
ResponderEliminarAndrea Casas
Deseo agradecer los comentarios a este relato mezcla de imaginación, recuerdos y observación sobre lo que le ocurrió a mucha gente que debió huir del vodevil del patilludo o del pretérito de la rúa... Y me siento complacido por las palabras de Lily Chavez, amiga del editor y de la revista. Y mis gracias profundas a las lectoras/res que han comentado esta calcamonía de la vida, a Mariano, a Cristina a Olga Ajma, al Boulognese Arturo, a Irene, a Betty Badaui, a Liliana, a Andrea Casas (muy conmovedor su comentario) y a todos aquellos que enviaron salutaciones vía correo electrónico (Marita, Iris de Neuquén, Trinelli, Koryto -por tubo-, y no quiero ser injusto y dejar a alguien en el tintero... Y a quienes se olvidaron, pues sabrán por qué y también les agradezco!
ResponderEliminarAndrés
SEÑOR ALDAO, DESPUES DE UN VIAJE COMPLICADO QUE ME LLEVO UNOS DIAS A LA CLINICA, REGRESO A LA LECTURA DE ARTESANOS. Y LO PRIMERO ES ESTE TEXTO NARRATIVO TAN BIEN ESCRITO , COMO ES HABITUAL EN USTED. Y NADA SABIA DEL FESTEJO, NO ANDABA POR ESTOS LADOS EL AÑO PASADO EN NOVIEMBRE QUE YO RECUERDE PERO VAYA EL BRINDIS, EL SALUTE, FELICIDADES Y NO OLVIDEMOS AMIGOS PESE A TODO, VALE LA PENA VIVIR LA VIDA Y CREAME, ESTOS DÍAS ME DI CUENTA QUE NO QUIERO PARTIR TODAVIA.
ResponderEliminarEDGAR BUSTOS
Ya me había ido y volví (eso pasa muchas veces). No sabía nada de tu cumpleaños. Yo también cumplí años el 17 de noviembre aunque en mis documentos figura el 21 porque mi papá estaba muy ocupado en aquellos tiempos y no encontraba el momento para ir a anotarme. Bueno, saquemos los años de las respectivas mochilas, antes de que empiecen a pesar y caminemos para que "no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo"... como decía León Felipe
ResponderEliminarCristina
Extraordinario relato, Andrés. Te cuento que yo aún frecuento los tablones de Ferro que, a pesar de los años transcurridos, siguen iguales. Todavía no los arrasó el cemento. También sigue habiendo choripanes (aunque la parrilla es a gas y no a carbón). Lo que sí los caramelos ”chuenga” ya no están. Para los que no conozcan la historia, se trataba de unos caramelos caseros que fabricaba un vecino de Floresta, cuyo nombre era JOSE EDUARDO PASTOR, que nació en 1915 y nos dejó en 1984. Muchos de nosotros alternamos con ese personaje delgado y medio pelado, que ofrecía su mercadería al popular grito de “Chuengaaa” Y, con los años, pasó a ser conocido directamente como "Chuenga". Ya nadie sabía su verdadero nombre. Siempre iba enfundado en ”pull overs” de llamativos colores y diseños.
ResponderEliminarLa hilación que ahce Andrés de las calamidades del personaje tienen agilidad, rebeldía y piden abrazos como los de Gabriela.
ResponderEliminar" Irse ( sin haberlo elegido) es infinito.
MARITA RAGOZZA
Como siempre reconforta leer al señor Aldao. Y perdón llegué tarde al festejo. Atrasado los deseos son sinceros, felicidades.
ResponderEliminarMaría Esther Martinez
Hay palabras que no entendía pero me suena a nostalgia y la presencia de Gabriela, perfuma la distancia.
ResponderEliminarUn abrazo. ámelia
HOLA ESTIMADO EDITOR, ANDRÉS. ESTA HISTORIA REFLEJA ESTILO, MEMORIA VIVA, NOSTALGIA, TANTOS DESE0S. ES UN TEXTO CASI POÉTICO, A PESAR DEL LUNFARDO, Y DIGO A PESAR SOLO POR ELLO. ADEMÁS ESTE ES UN TRABAJO DE MUCHO ESFUERZO Y DEDICACIÓN PARA QUE NO ESCAPEN LAS PALABRAS QUE NO SEAN LAS INDICADAS A LAS CIRCUMSTANCIAS QUE SE PLANTEAN, Y ESO MERECE ADMIRACIÓN, PODER LOGRARLO EN TODO EL TEXTO, SIN TRASTABILLAR. POR OTRA PARTE ES UN TRABAJO QUE REFLEJA Y REFLEJARÁ A FUTURO UNA PARTE DE LA HISTORIA DE ESE BUENOS AIRES TAN ESPECIAL QUE NO QUIERE USTED OLVIDAR Y ASÍ QUEDARÁ, PLASMADO PARA LA HISTORIA. FELICITACIONES. MARTA COMELLI.
ResponderEliminarAndrés: como siempre tus escritos traen alguna sonrisa, mucha nostalgia y montañas de recuerdos que se hacen realidad, cada vez que integran tus pensamientos y los vuelcas en algún realto. Ah !!!FELIZ CUMPLEAÑOS atrasado, pero sincero. Un enorme abrazo,
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