Te envío un cuento no publicado y sujeto todavía a revisión. Imaginé que Andrés se paseaba en otoño y se quedaba en el El Ateneo viendo a los visitantes.
Es muy posible que así fuese el paseo en otoño que hace Andrés.
Lo dejo en tus manos y recordaremos a nuestro amigo.
Un abrazo.
EL
ESPERADO DÍA EN EL OTOÑO
Como
siempre, llegó a la Plaza de los Ateneos; como siempre, están los visitantes
del domingo en las más variadas fragancias de la calle: salsa derretida,
castañas de bronce, perfumadas. Le gusta venir porque siente que está en una
sala de teatro y él es actor y espectador. Y hoy más que nunca: podrá decirle
una palabra a la mujer que le ha sonreído el otro día, otro domingo anterior, y
tomar de los estantes viejos un libro siempre buscado, para brindárselo. Hay un
contador de historias agazapado en la figura de un joven que se viste al
descuido, y está el policía que habla de amores a su amiga de los domingos.
Dicen sus historias pero parecen estampas
fijas en un lienzo: perros y sombras, bombillos apagados de lluvia, gestos detenidos
en el aire, y hasta una sonrisa. Todo eso lo ve en la plaza y en la revista que ha encontrado en la calle, en
las plateas de la rotonda abierta al bullicio de una tarde que ya casi es
lunes, en los recuerdos que se forman sin querer, como algodón de feria.
Esta
lluvia transforma los deseos, o los activa; derrama bondades en la sequía de la
tristeza o empapa hasta la saciedad lo cotidiano. Pero siempre nos hace huir
para hallar portales y estampas de viaje en el reflejo de las calles del
domingo. Cuántas pisadas sobre huellas viejas, sobre charcos de vidrio que nos
dan la presencia del contador de historias que le dice que esta mañana hace
buen tiempo y le ofrece en un cucurucho de papel golosinas de colores.
Empezaba el día y llegó a tiempo para esperar
el murmullo de los paseantes. Tomó asiento en la silleta de hierro que utilizan
los músicos en sus atriles y contempló las guirnaldas en los postes de luz; se
hizo plena la mañana. Veía llegar a la gente que se agrupaba bajo los árboles,
escuchaba el reclamo de los niños. Todo está allí y no echa de menos ningún
triunfo. Ha encontrado un sitio al lado de la brizna seca que arrastra la
acequia, y no hay conciliación con el paso de las horas hacia la tarde que
pronto vendrá para silenciar el bullicio de la plaza.
Todo
fue sorpresa, desde el domingo último hasta este otro que le devuelve fuerzas y
hace resplandecer la poca luz otoñal en el cuarto abierto a una ventana de
chimeneas. El sórdido ambiente resuena, mira siempre la huella destemplada de
las paredes, lo agobia la sensación de inutilidad. Todo ocurre y pasa como si
nunca hubiera ocurrido: el golpe que da a la puerta al salir de su templo gris
y frío, la búsqueda desesperada de los bulevares amplios y silenciosos en el
domingo.
Está
en la calle, quebrado el sosiego, para buscar en otro lugar el brillo de las
voces amarillas, frente a la incomprensión, el reto del tiempo, el reclamo del
invierno inevitable, porque no hay más convivencia en ese aposento de paredes
desconchadas. Pero tiene la esperanza de alguna alegría.
Venía en su memoria, paseante distraído hacia el destino de cada fin de semana, el
encuentro del domingo anterior, luz de suave dorado que buscará hoy en la Plaza
de los Ateneos. Fue bálsamo de su soledad la mirada de aquella mujer que luego
desapareció entre la gente.
Atrás quedaron la cama sin hacer y el moblaje
sin color, quedó el plato con los restos de un desayuno incompleto, y sólo trae
emoción ante la expectativa del hallazgo de este domingo que lo rejuvenecerá en
su otoño de oro triste, nada apaciguador. Su exaltación le hace olvidar la
miseria del amanecer, el desprecio de una soledad acerba que ha dejado
recuerdos para cambiarlos por olvido. El grito destemplado, el golpe como de
una enorme puerta de santuario abandonado, las escaleras del cansancio que lo
dejan en la acera de la calle casi silenciosa en domingo, ágora de ilusiones
del jornalero, del hombre aquel, para buscar la mirada y la sonrisa que
suavizará el otoño desvanecido en la niebla.
La
exaltación es verde de hojas y las voces de la calle son susurro que apenas
distingue de las imágenes de su memoria devota: Está fija en el recuerdo una
palabra de alivio que le dijo una semana atrás: te espero el domingo. Plaza de los Ateneos. Te espero para abolir la
tristeza de tu rostro marcado de silencios, conmovedor como puñal adolescente.
Se
conmueve ante la espera, y todos concurren contigo a la cita con las fragancias
de los frutos y la búsqueda de cada domingo.
Y
llega así al parque y no hay rostro conocido, sólo el mismo ambiente pero sin
rostro. Parecen iguales a los del domingo anterior. Está perdido en la memoria
de las paredes de su aposento y siente que están en la plaza los mismos que ha
visto siempre, cada domingo, en su distraído paseo. Quizá ella ha llegado a la
cita; pasa una mujer que suscita un recuerdo, y cree escuchar que dice «el domingo próximo... Otoño restañado»;
pero no es ella, a pesar de la sonrisa. Y entonces finge sosiego cuando saluda
y saca del bolsillo unas pocas monedas para comprar castañas de este tiempo:
sólo fingimiento de oro triste que no se sosiega. Y espera de nuevo el
encuentro que le devolverá la exaltación verde de las hojas, el chirrido del
sol y los aparejos del barco de un niño en la fuente del verano.
Es distinto este domingo que ya casi termina
para abandonarlo en la rutina de mañana y llevarlo de nuevo al aposento del
cansancio invencible. Hoy desea apropiarse de cada color, de la conversación de
las hojas, y puede escucharse a sí mismo en un grito: cuando te vi me hice
diferente, me salvarás de la ingrata desventura que quedó en un cuarto al borde
de chimeneas que alborotan la negrura. Sólo quiero verte otra vez en este mismo
lugar, con el verdor de mi violenta inquietud.
Y
espera todavía más y nadie llega. Otros rostros, otras frases que quiere
apresar mientras el paseo continúa y la tarde se obscurece porque es otoño y el
oro triste ya no es exaltante. Quizás
sea ella pero no lo recuerda; tampoco ella lo recordará. Muchos otros saludos
de verano en este otoño y el de la plaza toda se le ofrecen, y él no responde,
abrumado con el batir de las horas y el paso del día.
Ya no está el cuentacuentos, ni el policía
hablando de amores, y el algodón de la tarde es más espeso, y no bogará en la
fuente el barco del niño. En el estante, los libros hablan de desencuentro y la
tarde avanza y ya no es dorada.
Ella ha venido pero él no estaba y tampoco
vendrá a la cita. El aire de Plaza de los Ateneos volverá a ser lunes.
aLEJO, NO NOS CONOCEMOS PERSONALMENTE, PERO YO TAMBIÉN PUEDO IMAGINARME A ANDRÉS DANDO VUELTAS POR ESA CIUDAD QUE TANTO AMÓ. POR SUERTE, EN LA REALIDAD ÉL Y YO NOS ENCONTRAMOS Y NUESTRA CITA DURÓ 50 AÑOS.....
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