lunes, 9 de marzo de 2020

ALEJO URDANETA - El esperado día en el otoño


 Querida amiga:
Te envío un cuento no publicado y sujeto todavía a revisión. Imaginé que Andrés se paseaba en otoño y se quedaba en el El Ateneo viendo a los visitantes.
Es muy posible que así fuese el paseo en otoño que hace Andrés.
Lo dejo en tus manos y recordaremos a nuestro amigo.
Un abrazo.


EL ESPERADO DÍA EN EL OTOÑO

Como siempre, llegó a la Plaza de los Ateneos; como siempre, están los visitantes del domingo en las más variadas fragancias de la calle: salsa derretida, castañas de bronce, perfumadas. Le gusta venir porque siente que está en una sala de teatro y él es actor y espectador. Y hoy más que nunca: podrá decirle una palabra a la mujer que le ha sonreído el otro día, otro domingo anterior, y tomar de los estantes viejos un libro siempre buscado, para brindárselo. Hay un contador de historias agazapado en la figura de un joven que se viste al descuido, y está el policía que habla de amores a su amiga de los domingos.
 Dicen sus historias pero parecen estampas fijas en un lienzo: perros y sombras, bombillos apagados de lluvia, gestos detenidos en el aire, y hasta una sonrisa. Todo eso lo ve en la plaza y en  la revista que ha encontrado en la calle, en las plateas de la rotonda abierta al bullicio de una tarde que ya casi es lunes, en los recuerdos que se forman sin querer, como algodón de feria.

Esta lluvia transforma los deseos, o los activa; derrama bondades en la sequía de la tristeza o empapa hasta la saciedad lo cotidiano. Pero siempre nos hace huir para hallar portales y estampas de viaje en el reflejo de las calles del domingo. Cuántas pisadas sobre huellas viejas, sobre charcos de vidrio que nos dan la presencia del contador de historias que le dice que esta mañana hace buen tiempo y le ofrece en un cucurucho de papel golosinas de colores.

 Empezaba el día y llegó a tiempo para esperar el murmullo de los paseantes. Tomó asiento en la silleta de hierro que utilizan los músicos en sus atriles y contempló las guirnaldas en los postes de luz; se hizo plena la mañana. Veía llegar a la gente que se agrupaba bajo los árboles, escuchaba el reclamo de los niños. Todo está allí y no echa de menos ningún triunfo. Ha encontrado un sitio al lado de la brizna seca que arrastra la acequia, y no hay conciliación con el paso de las horas hacia la tarde que pronto vendrá para silenciar el bullicio de la plaza.

Todo fue sorpresa, desde el domingo último hasta este otro que le devuelve fuerzas y hace resplandecer la poca luz otoñal en el cuarto abierto a una ventana de chimeneas. El sórdido ambiente resuena, mira siempre la huella destemplada de las paredes, lo agobia la sensación de inutilidad. Todo ocurre y pasa como si nunca hubiera ocurrido: el golpe que da a la puerta al salir de su templo gris y frío, la búsqueda desesperada de los bulevares amplios y silenciosos en el domingo.
Está en la calle, quebrado el sosiego, para buscar en otro lugar el brillo de las voces amarillas, frente a la incomprensión, el reto del tiempo, el reclamo del invierno inevitable, porque no hay más convivencia en ese aposento de paredes desconchadas. Pero tiene la esperanza de alguna alegría.

 Venía en su memoria, paseante distraído  hacia el destino de cada fin de semana, el encuentro del domingo anterior, luz de suave dorado que buscará hoy en la Plaza de los Ateneos. Fue bálsamo de su soledad la mirada de aquella mujer que luego desapareció entre la gente.
  Atrás quedaron la cama sin hacer y el moblaje sin color, quedó el plato con los restos de un desayuno incompleto, y sólo trae emoción ante la expectativa del hallazgo de este domingo que lo rejuvenecerá en su otoño de oro triste, nada apaciguador. Su exaltación le hace olvidar la miseria del amanecer, el desprecio de una soledad acerba que ha dejado recuerdos para cambiarlos por olvido. El grito destemplado, el golpe como de una enorme puerta de santuario abandonado, las escaleras del cansancio que lo dejan en la acera de la calle casi silenciosa en domingo, ágora de ilusiones del jornalero, del hombre aquel, para buscar la mirada y la sonrisa que suavizará el otoño desvanecido en la niebla.
La exaltación es verde de hojas y las voces de la calle son susurro que apenas distingue de las imágenes de su memoria devota: Está fija en el recuerdo una palabra de alivio que le dijo una semana atrás: te espero el domingo. Plaza de los Ateneos. Te espero para abolir la tristeza de tu rostro marcado de silencios, conmovedor como puñal adolescente. 
Se conmueve ante la espera, y todos concurren contigo a la cita con las fragancias de los frutos y la búsqueda de cada domingo.

Y llega así al parque y no hay rostro conocido, sólo el mismo ambiente pero sin rostro. Parecen iguales a los del domingo anterior. Está perdido en la memoria de las paredes de su aposento y siente que están en la plaza los mismos que ha visto siempre, cada domingo, en su distraído paseo. Quizá ella ha llegado a la cita; pasa una mujer que suscita un recuerdo, y cree escuchar que dice «el domingo próximo... Otoño restañado»; pero no es ella, a pesar de la sonrisa. Y entonces finge sosiego cuando saluda y saca del bolsillo unas pocas monedas para comprar castañas de este tiempo: sólo fingimiento de oro triste que no se sosiega. Y espera de nuevo el encuentro que le devolverá la exaltación verde de las hojas, el chirrido del sol y los aparejos del barco de un niño en la fuente del verano.

 Es distinto este domingo que ya casi termina para abandonarlo en la rutina de mañana y llevarlo de nuevo al aposento del cansancio invencible. Hoy desea apropiarse de cada color, de la conversación de las hojas, y puede escucharse a sí mismo en un grito: cuando te vi me hice diferente, me salvarás de la ingrata desventura que quedó en un cuarto al borde de chimeneas que alborotan la negrura. Sólo quiero verte otra vez en este mismo lugar, con el verdor de mi violenta inquietud.

Y espera todavía más y nadie llega. Otros rostros, otras frases que quiere apresar mientras el paseo continúa y la tarde se obscurece porque es otoño y el oro triste ya no es exaltante.  Quizás sea ella pero no lo recuerda; tampoco ella lo recordará. Muchos otros saludos de verano en este otoño y el de la plaza toda se le ofrecen, y él no responde, abrumado con el batir de las horas y el paso del día.

 Ya no está el cuentacuentos, ni el policía hablando de amores, y el algodón de la tarde es más espeso, y no bogará en la fuente el barco del niño. En el estante, los libros hablan de desencuentro y la tarde avanza y ya no es dorada.

 Ella ha venido pero él no estaba y tampoco vendrá a la cita. El aire de Plaza de los Ateneos volverá a ser lunes.













1 comentario:

  1. aLEJO, NO NOS CONOCEMOS PERSONALMENTE, PERO YO TAMBIÉN PUEDO IMAGINARME A ANDRÉS DANDO VUELTAS POR ESA CIUDAD QUE TANTO AMÓ. POR SUERTE, EN LA REALIDAD ÉL Y YO NOS ENCONTRAMOS Y NUESTRA CITA DURÓ 50 AÑOS.....

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