Una historia como "tantas" tiene relación con las tantas historias y anécdotas en la vida del autor. Estos relatos fueron pergeñados hace muchos años atrás. Hoy he decidido volverlos a publicar para los nuevos y viejos lectores que no los conocen.... por que son parte integrante de mi producción literaria, y forman parte de mi acervo cultural. A.A.
Una historia como tantas
Se paseaba lentamente, Eliseo
Sánchez. Las manos atrás, el torso erguido. Los ojos, como perdidos, parecían
contemplar las casitas del barrio, los árboles añejos o la gente que pasaba a
su lado. El Eliseo Sánchez ese.
Suspiró; se detuvo en Boyacá
y la Juan B.
Justo; curioseó por los alrededores y prosiguió la caminata. Estaba desanimado:
hacía más de un año y medio que no trabajaba.
Alto y flaco, erguido,
cabello blanco y pómulos salientes, dos manazas emergían de las mangas de su
tricota. Hombre de trabajo, Eliseo no se ocupó de ninguna otra cosa fuera del
yugo cotidiano. Llevaba treinta años en la empresa elaboradora de cigarrillos.
A principios de 1995 instalaron sofisticadas líneas de producción automáticas,
con sistema digital. El robot suplió la tarea de cuarenta obreros y los
capataces. Operaba a través de un programa sofisticado: una leve presión en el
tablero de comandos, el técnico ordenaba “enter”, y a los pocos minutos
recorrían la cinta los paquetes de cigarrillos embalados, listos para el
mercado. A la semana, llamaron a Eliseo desde la oficina del personal
comunicándole que “lamentaban” prescindir de sus servicios. Lo ponderaron, le
agradecieron y le dieron un cheque. Como una gratificación por los treinta años
que le regaló a la empresa. Luego lo despacharon a la casa. Eliseo tenía cincuenta
y pico. Él y sus compañeros cobraron la indemnización. No se los vió jubilosos:
mas bien angustiados por un futuro que sabían incierto.
Eliseo vivía con Juana, su
mujer, en una pequeña casita de la calle Nicasio Oroño, en Caballito. Al
principio no se inquietó: visitaba a los tres hijos, veía a sus nietos, se
levantaba un poco más tarde. Después salía a recorrer las callecitas del
barrio. Como un jubilado.
“Siempre enterrado en la fábrica
-recordó- trabajando dos turnos, haciendo horas extras, años y años sin conocer
esta tibieza que da el solcito. ¿En qué se me fueron los años, mi Dios?”. Un
día cualquiera, pues, descubrió que su vida ya no tenía sentido.
Se sintió ultrajado, vencido.
No encontraba ocupación. Quería sentirse nuevamente útil, vivo. Percibía su
marginación, el rechazo de la sociedad. Los ahorros se iban consumiendo; como
su futuro. Carecía de ingresos. La “depre” se fue adueñando de Eliseo. Casi sin
darse cuenta, lentamente, comenzó a deslizarse cuesta abajo por un tobogán
cínico y malandra.
Harto de la rutina, que ya
detestaba, esa mañana salió de su casa bordeando el Policlínico Bancario.
Andaba sin apurarse por Donato Alvarez, cruzó Gaona y entró en la plaza
Irlanda. Las diez de la mañana de un invierno bien porteño, fumigado por esa
humedad displicente.
Buscó un banco con sol.
Mientras se sentaba, encendió un “Particulares” y replegó los ojos. Los cálidos
rayos solares dieron algo de vida y color a su rostro, arrugado y ceniciento.
El frío le penetraba como un escalpelo inescrupuloso. Pájaros de plumajes
coloridos jugaban a las escondidas en las copas de los árboles, pero el hombre
no tenía humor para diversiones.
Algunos jubilados acarreaban
sus cuerpos por los senderos de la plaza. Al verlos, Eliseo recordó la figura
del padre, con esos bigotazos que parecían almidonados, siempre tiesos,
regresando extenuado del frigorífico Anglo. Y la tos aquella, con modulaciones
de bajo, que parecía provenir de una caverna prehistórica. Un día lo trajeron
en ambulancia, con la máscara de oxígeno sobre el rostro. El padre nunca más
volvió al frigorífico. La evocación lo angustió. Ahora, Eliseo se preocupaba por sí mismo.
Un mes antes, precisamente el
día en que cumplió los cincuenta y seis años, Eliseo buscó su oportunidad en un
taller de partes para autos. El capataz lo recibió mirándolo con lástima
grosera, y sin andarse con vueltas le acertó un gancho, que lo dobló por toda
la cuenta:
-Pero viejito, esto no es
para vos: estás muy veterano para este laburo. no me vas a decir que te falta
el mango para morfar -le dijo. -Vamos, viejo, dejá el trabajo para la
muchachada. dedicate a tus nietitos, andá al café, jugate una partidita de
truco con otros viejos como vos, o al dominó: esto ya no es para vos. Metételo
en la cabeza, ya te pasó el cuarto de hora. ¿Me entendiste, viejito? Andá a tu
casa, andá.
Eliseo se fue, cabizbajo,
silencioso. El, tan hombre, inescrutable, remiso a expresar sentimientos, casi
lagrimeó de la bronca. El incidente le quitó las pocas esperanzas que tenía.
Regresó a su casa contrito y taciturno.. Todos los días daba la vuelta del
perro desentendiéndose de lo que ocurría a su alrededor. Comía frugalmente, se
desmejoraba. Juana, la mujer, comenzó a preocuparse. Eliseo no quería
escucharla.
Al día siguiente, luego de
tomar algunos mates, Eliseo rumbeó hacia la plaza Irlanda. En lugar de
sentarse; prefirió ver a la purretada jugar un picado. Damián, el vecinito, lo
saludó con la mano. Luego, ensimismado en sus cavilaciones, prosiguió su
camino. Bordeó la plaza y llegó a la esquina de Neuquén y Seguí. De pronto
escuchó que alguien lo llamaba: “¡Eliseo!. ¡Eliseo!”.
-Eliseo, ¡como te va,
compadre!. ¡Tantos años que no nos vimos! le decía el tipo.
Eliseo Sánchez contempló un
instante la imagen brumosa parada delante de él: luego lo reconoció.
-¡Roque! Cuánto hace que no te
veía: desde que te fuiste de la fábrica. ¿Y qué es de tu vida, Pelado?
-No me va tan mal, Eliseo;
tengo mi propio taller mecánico: ¿Y a vos, como te trata la vida? le preguntó
el antiguo amigo.
-Hace un año y medio que no
trabajo, Roque. me despidieron: estoy hecho un trapo de piso. como si no
sirviera para nada, yo. un mecánico de tantos años.
Eliseo y su antiguo compañero
rememoraron viejos tiempos mientras recorrían la plaza. Eliseo le contó sus
cuitas, le habló de las esperanzas que se le fueron borrando a causa del
despido. Se quedaron un rato mirando jugar a los pibes, y en el momento de la
despedida Roque le dijo:
-¿Querés trabajar en mi
taller, Eliseo? Aquí te dejo mi tarjeta, venite mañana. a las siete: vení a
verme y arreglamos “tutti”, no me fallés Eliseo: acordate, Lacarra al 400
¡Chau!
Eliseo entró en la casa;
Juana no estaba en la cocina. Fue hacia el fondo: allí la vió colgando la ropa.
Ella lo miró con curiosidad. hacía meses que no veía una sonrisa en la cara de
su hombre.
-¿Qué te ocurre, flaco mío?
Estás medio raro, agitado.
-Tengo algo para contarte,
Juana: acabo de encontrarme con un viejo compañero de la empresa, Roque. Hace
diez años que se retiró y hasta hoy no volví a verlo. me ofreció trabajo en su
taller: se nos dió vuelta la taba, ¿que me contás, Juanita? le dijo Eliseo.
Se sentía excitado; dió
vueltas por toda la casa, subió a la terracita, bajó por la escalera, recorrió
el patio entrando y saliendo de la cocina, llamó por teléfono a los hijos.
Juana finalizó la faena
encaminándose hacia la casa. Preparó unos mates. Él estaba eufórico; la mujer
lo observaba en silencio, preocupada. sus ojos expresaban inquietud.
-Eliseo, quiero decirte algo
pero no te sulfures, por favor: ese compañero tuyo, Roque, ¿era un tipo algo
gordito y medio pelado? le inquirió con prudencia.
-Sí, Juana, ¿y qué hay con
eso? le replicó ofuscado.
-¿Pero ese hombre no es el
que murió de un ataque al corazón? insistió Juana.
Empalideció; la ira le cambió
los rasgos del rostro. Sus arrugas se acentuaron: parecían profundas estrías cruzándole
la frente y los pómulos.
-¡Pero qué sabés vos de mis
compañeros! vociferó perdiendo la paciencia.
Juana prefirió no discutir.
Preparó la mesa para el almuerzo; comieron en un silencio hostil mientras la
mujer lo examinaba de reojo. Terminaron, y Eliseo salió.
El crepúsculo bosquejaba
sobre los muros de la casa figuras extrañas, como imágenes iridiscentes
trepando sobre las paredes descascaradas. Eliseo estaba más sereno; no quería
cenar. Se fué al dormitorio tumbándose sobre la cama. La casa estaba sumida en
un silencio incómodo. El viento invernal, ronco y tozudo, sacudía sin piedad
las desválidas persianas. No podía conciliar el sueño; se veía pequeño, allí,
en su Avellaneda natal. El padre lo llevaba de la mano, un domingo de tantos,
en los que iban a la cancha de Rácing a
ver a sus ídolos.
De pronto, la figura del
“tipo algo gordito y medio pelado” reapareció en su memoria. Eliseo rechazó la
imagen, revolviéndose angustiado en la cama.. No quería pensar en Roque. Pero
las dudas se burlaban de él. Dormitaba inquieto. Juana, a su lado, no se movía.
Le echó una mirada al reloj:
las cinco y media. Se vistió y se
preparó un café en la cocina. Llovía copiosamente. Mientras esperaba a que
amaine, buscó la tarjeta que le dió Roque.
Revisó en sus bolsillos,
revolvió la casa, subió a la terraza, entró sigilosamente en el dormitorio,
buscó en todos los rincones. Nada. Ella lo vió hacer, pero fingió dormir.
Eliseo recordó que antes de irse
Roque le había dicho: “Lacarra al 400” .
Subió al colectivo 113 hasta
Lacarra y Rivadavia. El miedo lo tomó por asalto. Miraba por la ventanilla. La
duda le dio un certero golpe de furca. Ahora temía llegar a destino.
En la casita de Nicasio
Oroño, mientras tanto, Juana -que se levantó al rato- se reprochaba: “Tal vez
no debí dejarlo salir; tendría que haber hablado con él una vez más, incluso a riesgo de
pelearnos”. La mujer estaba segura de que Roque había muerto y que a Eliseo le ocurría
algo raro. Como para preocuparse.
Bajó del colectivo. Una fina
llovizna lo acariciaba con ternura. Se dispuso a iniciar su peregrinaje. Subió
por Lacarra a paso lento; miró a su izquierda, buscó en la vereda por la que
andaba. No vió señales del taller. La lluvia fue transformándose en diluvio;
las gruesas gotas le azotaban el rostro pero Eliseo no cedía: seguía buscando a
diestra y siniestra. Empapado, confundido, se preguntó: “¿Dónde mierda está tu taller,
Roque, dónde, por Dios?” Bordeó el parque Avellaneda y cuando llegó a Gregorio
de Laferrere tiró la toalla y decidió
regresar: el mundo comenzó a estrujarlo. Le parecía que una picadora de carne
le deshacía el cerebro
Volvió al barrio. Descendió del
colectivo en Boyacá y Gaona. No llovía. Escuálidos rayos solares se colaban con
timidez entre las nubes, aún compactas y oscuras.
Caminaba con el pecho
hundido, medio encorvado. Se miró los “timbos” embarrados, que pateaban los
charcos de agua marrón terrosa. Como cuando era pibe, en la Avellaneda de su niñez.
Ya cerca de su casa vió el frente pintado de blanco y el manzanero en el
jardín. Se tranquilizó.
Abrió la puerta, entró en la
casa. Juana lo vió llegar, le sonrió con cariño y se quedó esperando. Eliseo lagrimeó en silencio mientras abrazaba a su
mujer. Fue hacia el dormitorio, se desvistió, y metiéndose en la cama se durmió
profundamente.
Cuando despertó no quiso
levantarse. Juana le cebó unos mates y le trajo una picada, que apenas si
probó. Ella lo dejó en paz: sin comentarios ni reproches.
Se sentía como el toro en el
rodeo: esperaba la estocada que lo liberase de la angustia, de ese vivir
crucificado en este cosmos alucinante, donde él era una partícula superflua,
relegada.
Volvió a dormirse. Al día
siguiente, después del mate, se despidió de Juana con una imprevista caricia.
Ella lo besó con ternura dándole unos golpecitos en el hombro.
Eliseo salió a su recorrida
habitual, compró el diario y al llegar a la plaza se sentó en un banco. El
viento, áspero y rudo, jugaba con las hojas caídas. Se enroscó el echarpe, y le
dió una ojeada ausente al “Clarín”.
Algunos chicos pateaban la
pelota, entre ellos Damián, el vecino. Eliseo lo llamó.
-Decime, Damián: ¿vos me
viste anteayer, no es cierto?
-Claro, don Eliseo. ¿no se
acuerda de que yo lo saludé? le dijo el pibe.
-Sí, sí, me acuerdo. y decime
una cosa: ¿vos me viste hablar con alguien?
-Yo no lo ví hablando con
nadie, don Eliseo.
-¿Estás seguro, Damián?
-Más que seguro. no me
olvidaría, don Eliseo; ¿por qué me lo pregunta?
-Por nada, pibe, andá nomás,
seguí jugando con tus amigos.
Los pibes aprovechaban las
vacaciones torturando a la pelota. Garúa; el viento y la llovizna eran para
Eliseo un fastidio, una conjuración . Regresó a su casa; las dudas lo prepearon:
ya no estaba seguro de nada. Maldijo su mala pata: “Mirá que extraviar la
tarjeta: estoy enyetado”, pensó. Entró en silencio pero Juana lo escuchó.
Almorzaron el guiso de mondongo sin cambiar palabras. Se tomó un par de vasos
de tinto y se fue a dormir.
La llovizna rebotaba en la
vereda. Las gotas parecían diáfanas chispas que se desperdigaban y
desaparecían, y volvían a aparecer y desaparecer, como un divertimento mágico.
Eliseo retomó su rutina luego de la siesta, caminando sin rumbo. El gris
melancólico del atardecer se iba desvaneciendo; las reticentes penumbras
sombreaban la noche que llegaba.
Mientras caminaba, recompuso
en su memoria fragmentos de la infancia. La imagen del padre reapareció en
aquellas veladas, en las que narraba, a él y a sus dos hermanos, relatos sobre
los viejos anarcos que habían luchado por sus sueños libertarios, y el calvario
de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, condenados a muerte por un crimen que no
habían cometido.
Una súbita congoja le oprimió
el pecho. Le pareció escuchar la voz quebrada del padre detallándoles el
martirio de Nicola y Bartolomeo; y a su hermano, Cosme, decirle: “Ufa, viejo,
otra vez el cuento de los dos tanos, otra vez lagrimeando”.
La garúa no cedía. Eliseo
entró en el bar de Gaona y Añasco. Pidió un café con gotas. El lugar estaba
desierto; el mozo se entretenía observando las vueltas del segundero del reloj,
colgado detrás del mostrador. Bebió el café abstraído. Miró hacia atrás y se
sorprendió: en un ángulo del bar vió sentado a un joven que le resultó
conocido: “Pero si éste es Oscar. Oscarcito Valladares”, pensó asombrado. Se
levantó dirigiéndose al baño; orinó, se enjuagó las manos y regresó a su lugar:
Oscar había desaparecido.Llamó al mozo, y mientras le pagaba le preguntó:
-Dígame, mozo, ¿el muchacho
que estaba sentado en aquella mesa es cliente del bar?
-Usted es el
único cliente que entró en la última hora, señor: ¡con este tiempo la gente no
sale! le dijo el mozo
-Me habrá parecido. Déjelo,
no tiene importancia.
Eliseo estaba convencido de
que su compañero de la escuela técnica, Oscar, estuvo sentado en el bar: “¿Pero
cómo puede ser? Era él, yo lo ví!”, pensó con aflicción.
Salió del bar. Una pareja
intercambiaba arrumacos en un portal, umbrío como la noche. Los colectivos
pasaban vacíos y no se veía gente por las calles. Abandonó Gaona y se internó
por las calles de Caballito, oscuras y tristonas. Una piña en el plexo solar lo
habría afectado menos que los dos últimos incidentes. “¿Qué fue? ¿alucinación,
locura, pesadilla?”, se preguntó.
El chirrido de la frenada lo
devolvió a la realidad. Eliseo quedó anonadado, y el conductor del taxi
vociferó como un poseído:
-¡Viejo pelotudo!.¿adónde
tenés los ojos? tendría que haberte dejado chato, como a una milanesa. ¡Andá a tu casa, viejo hijo de
puta!
Eliseo retomó su camino
perturbado y deprimido:. “Mi vida no vale un pito: es como si estuviera muerto”,
pensó enhebrando el dolor y los sollozos, mientras transitaba por una rara e
inhóspita ingravidez. Percibía un acoso que se encastraba en su cuerpo,
aprisionándolo.
Aullidos de perros profanaban
la noche; el contrapunto canino estaba en su apogeo. Eliseo salió del pasmo,
como recuperando la realidad. Miró a su alrededor: ni un alma, las calles
aleladas, el barrio dormía. Sólo él y los perros alborotadores daban señales de
vida. Miró el reloj, medianoche. Eliseo apuró el paso; el frío y la llovizna
acabaron por despabilarlo.
Debajo de una columna de
alumbrado, cuya luz titilaba y no terminaba de encenderse, Eliseo vió a alguien
envuelto en un oscuro gabán La sombra le susurró con tierna voz:: “¡Eliseo.Eliseo!” Se aproximó,
miró estupefacto y pegó el grito: “¡Viejo, viejo! ¿qué hacés aquí? ¡¡pero si
vos estás muerto!” La figura envuelta en el gabán negro lo miró con una dulce
sonrisa. Él creyó escuchar.: “Es cierto, hijo; pero la muerte no impide a los
padres compartir las penas de los hijos, consolarlos, ¿comprendés, Eliseo? Es
lo que nos queda a los difuntos”.
Eliseo, demudado, vió como la
sombra se disipaba hasta desaparecer. Retornó a su casa; ya era de madrugada.
Penetró sigilosamente; Juana lo esperaba inquieta, acostada en la cama.
-No podía dormirme, Eliseo.
¿qué te pasó, adónde estuviste?
Eliseo no la hizo partícipe
de sus visiones. La besó con ternura y le dijo que iba a la cocina a prepararse
una bebida caliente.
Lo encontró a la mañana
sentado en la silla, todavía tibio, con el mentón apoyado sobre el pecho. Los
ojos abiertos de Eliseo, como sorprendidos, parecían mirar algo. Tal vez a su
padre, o a Roque, el compañero, o a Oscar Valladares, su antiguo condiscípulo.
O tal vez el rostro de su querida Juana, que lo acompañó durante tantos años.
Eliseo Sánchez ya no busca trabajo. no lo necesita ·
esta desesperanza del personaje porteño, y tanto, esta mixtura de ficción y realidad me entregan un cuadro no difícil de representar en estos tiempos. creí en la palabra de roque como salvadora y me puso de pie la imagen de juana. susana zazzetti.
ResponderEliminarNada fácil de leer. Me trompearon desazón y angustia. Quise huir de las lineas, escapando a la insolencia empresarial bien conocida. Eliseo…una sombra viviente sin prisa por calles y plazas…entre sombras que reaparecen: piezas faltantes que incompletan el rompecabezas de la vida. Sujeto de una esperanza imaginaria…utopia de seguir siendo aquello para lo que ya no se es desde que se ha sido marcado como pieza de descarte. Las intervenciones de Juana son un respiro a la lectura: sorbos de dignidad ante lo irreversible. Ella (que bien podría ser una muerta más) da vida, mientras la sombra de Eliseo sigue deambulando sus propios rincones de pasado, sin hoy y sin sentido de mañana, más allá de cualquier calle…Los muertos que vinieron después, tal vez, solo retazos de una memoria extraviada…Y es que, Eliseo ya estaba muerto cuando la “cesantía” le acabó la vida. El relato no nos deja otra opción que ese entre paréntesis desde la desocupación al cementerio…Extraño modo de respirar. El papelito con la dirección del taller fue una bocanada de aire fresco…ese ardid del escritor jugando con la emoción de que tal vez, no todo se había perdido. Pero las historias avanzan hasta su propio final que, en este caso, asfixia. Muchas gracias, Andrés, por este relato puro sin pretensiones altisonantes, tangueando una realidad diaria en la que, poco a poco, como Eliseo o no, vamos quedando atrapados. Gusto en leerte. Abrazo. ElsaJaná.
ResponderEliminarEs bueno publicar papeles que quedaron en un cajón. Traer vivencias que para muchos lectores son nuevas o desconocidas hoy, en un mundo de literatura "de moda" o de "entretenimiento"
ResponderEliminarDifícil y apasionante seguir los vericuetos del personaje y sus situaciones. Como lectora el interés es saber más que el escritor, anticiparse. Esta vez, imposible. Se percibe un quebranto cada vez mayor en cada renglón, junto con un paso que encierra más misterio, una vinculación entretejida con nostalgia y con algunos hilos de fatalismo que solo se comprende al final.
ResponderEliminarAh, no es una historia de tantas...no.no- Excelente.
Felicitaciones, Andrés y abrazo.
MARITA RAGOZZA
Un testimonio del dolor, de la injusticia y el desencanto personificado en uno de los miles de Eliseos que han sufrido estas circunstancias. Impecable el lenguaje, abarzo, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarUn mundo cerrado, denso, asfixiante, un laberinto en el que sólo la muerte ofrece una posibilidad de salida. La narración no da descanso y el lector, de la mano de Eliseo, se deja llevar a un desenlace fatal.
ResponderEliminarGracias Andrés
Ofelia
Un relato que nos introduce por laberintos inesperados. El factor sorpresa nos espera a vuelta de esquina. Te quiero Pibito.
ResponderEliminarNo está para nada mal, volver sobre los relatos, para aquel que lee por primera vez como para quienes conocemos la obra, es y será siempre un privilegio para los ojos que leen, para el corazón que siente y la mente que piensa. Usted es un grande Aldao.
ResponderEliminarLily Chavez