ÍNDICE DE
ARTESANÍAS LITERARIAS DE ENERO FEBRERO DE 2014
lunes, 17 de febrero de 2014
CINE:El atlas de las nubes
CINE:El
atlas de las nubes: Vidas sin fin
por Joaquín R. Fernández
Si bien la película no presenta la regularidad deseada y
su duración resulta excesiva, contiene fragmentos verdaderamente gratificantes.
No apta para alérgicos a las historias no convencionales.
De atrevido se puede calificar “El atlas de las nubes”
(ver tráiler), el nuevo trabajo de Andy Wachowski y Lana Wachowski, quienes
para la ocasión han optado por colaborar con el cineasta Tom Tykwer. Y es que
nos encontramos con una película desconcertante, pues en principio nos muestra
historias diferentes que, sin embargo, en realidad están conectadas entre sí a
pesar de que se desarrollan en épocas muy distintas. Estos relatos no se
exhiben de manera independiente y por orden cronológico, sino que, según avanza
el largometraje, los observamos por medio de escenas que nos llevan al pasado,
al presente y al futuro. Suena extraño, ¿verdad? Se podría decir, pues, que el
filme espantará a los amantes de los montajes clásicos en lo que a la narración
cinematográfica se refiere, mientras que, por el contrario, los que apuestan
más por lo experimental alabarán el modo en el que se nos cuenta todo lo que
sucede en la cinta.
Si al cabo de media hora uno acepta el planteamiento de
los responsables del filme, entonces podrá disfrutar de un buen número de sus
pasajes. Si, por el contrario, semejante rompecabezas nos provoca indiferencia,
entonces sólo nos generará un molesto tedio (algo a lo que contribuye su
desmedida duración). En todo caso, conviene señalar que, bajo mi punto de
vista, no se alcanza una plena conexión entre las distintas historias, de tal
modo que a veces sus puntos en común nos parecen un tanto forzados. De hecho,
algunos de estos relatos nos resultan más atractivos que otros, de ahí que no
exista esa perfecta conjunción que perseguían sus directores y guionistas. En
cuanto a su temática, nos hallamos ante una sucesión de géneros en la que se
mezclan el drama, el romance, la acción, el thriller, la ciencia-ficción y la
comedia.
Hay instantes mágicos y maravillosos, fragmentos de una
deleitable emotividad e incluso pasajes humorísticos. En la mayoría de ellos se
nos presenta la idea de la importancia del individuo, puesto que lo que hacemos
puede influir para bien o para mal en generaciones venideras (asimismo, todo lo
relativo a la reencarnación se aborda sin afán de adoctrinamiento). Mas,
insisto, en la película se echa en falta una mayor regularidad, algo que se
puede perdonar debido a su ambicioso planteamiento. La puesta en escena está
muy cuidada, pues ya sabemos que los Wachowski y Tykwer miman mucho la imagen
de sus obras. Las interpretaciones son fantásticas, aunque personalmente me
quedaría con las de Tom Hanks, Halle Berry y Hugo Weaving (atención a este
último dando vida a una enfermera). Si bien en general el maquillaje es bueno,
a veces determinados personajes nos distraen un poco de la narración. En
definitiva, “El atlas de las nubes” es un filme que no está hecho para el
espectador medio y que dista de alcanzar la perfección (al respecto, comprendo
que muchos lo califiquen de pretencioso). No obstante, su abultado metraje
esconde momentos de gran calidad que no merecen ser pasados por alto.
Andrés Aldao
Una historia como "tantas" tiene relación con las tantas historias y anécdotas en la vida del autor. Estos relatos fueron pergeñados hace muchos años atrás. Hoy he decidido volverlos a publicar para los nuevos y viejos lectores que no los conocen.... por que son parte integrante de mi producción literaria, y forman parte de mi acervo cultural. A.A.
Una historia como tantas
Se paseaba lentamente, Eliseo
Sánchez. Las manos atrás, el torso erguido. Los ojos, como perdidos, parecían
contemplar las casitas del barrio, los árboles añejos o la gente que pasaba a
su lado. El Eliseo Sánchez ese.
Suspiró; se detuvo en Boyacá
y la Juan B.
Justo; curioseó por los alrededores y prosiguió la caminata. Estaba desanimado:
hacía más de un año y medio que no trabajaba.
Alto y flaco, erguido,
cabello blanco y pómulos salientes, dos manazas emergían de las mangas de su
tricota. Hombre de trabajo, Eliseo no se ocupó de ninguna otra cosa fuera del
yugo cotidiano. Llevaba treinta años en la empresa elaboradora de cigarrillos.
A principios de 1995 instalaron sofisticadas líneas de producción automáticas,
con sistema digital. El robot suplió la tarea de cuarenta obreros y los
capataces. Operaba a través de un programa sofisticado: una leve presión en el
tablero de comandos, el técnico ordenaba “enter”, y a los pocos minutos
recorrían la cinta los paquetes de cigarrillos embalados, listos para el
mercado. A la semana, llamaron a Eliseo desde la oficina del personal
comunicándole que “lamentaban” prescindir de sus servicios. Lo ponderaron, le
agradecieron y le dieron un cheque. Como una gratificación por los treinta años
que le regaló a la empresa. Luego lo despacharon a la casa. Eliseo tenía cincuenta
y pico. Él y sus compañeros cobraron la indemnización. No se los vió jubilosos:
mas bien angustiados por un futuro que sabían incierto.
Eliseo vivía con Juana, su
mujer, en una pequeña casita de la calle Nicasio Oroño, en Caballito. Al
principio no se inquietó: visitaba a los tres hijos, veía a sus nietos, se
levantaba un poco más tarde. Después salía a recorrer las callecitas del
barrio. Como un jubilado.
“Siempre enterrado en la fábrica
-recordó- trabajando dos turnos, haciendo horas extras, años y años sin conocer
esta tibieza que da el solcito. ¿En qué se me fueron los años, mi Dios?”. Un
día cualquiera, pues, descubrió que su vida ya no tenía sentido.
Se sintió ultrajado, vencido.
No encontraba ocupación. Quería sentirse nuevamente útil, vivo. Percibía su
marginación, el rechazo de la sociedad. Los ahorros se iban consumiendo; como
su futuro. Carecía de ingresos. La “depre” se fue adueñando de Eliseo. Casi sin
darse cuenta, lentamente, comenzó a deslizarse cuesta abajo por un tobogán
cínico y malandra.
Harto de la rutina, que ya
detestaba, esa mañana salió de su casa bordeando el Policlínico Bancario.
Andaba sin apurarse por Donato Alvarez, cruzó Gaona y entró en la plaza
Irlanda. Las diez de la mañana de un invierno bien porteño, fumigado por esa
humedad displicente.
Buscó un banco con sol.
Mientras se sentaba, encendió un “Particulares” y replegó los ojos. Los cálidos
rayos solares dieron algo de vida y color a su rostro, arrugado y ceniciento.
El frío le penetraba como un escalpelo inescrupuloso. Pájaros de plumajes
coloridos jugaban a las escondidas en las copas de los árboles, pero el hombre
no tenía humor para diversiones.
Algunos jubilados acarreaban
sus cuerpos por los senderos de la plaza. Al verlos, Eliseo recordó la figura
del padre, con esos bigotazos que parecían almidonados, siempre tiesos,
regresando extenuado del frigorífico Anglo. Y la tos aquella, con modulaciones
de bajo, que parecía provenir de una caverna prehistórica. Un día lo trajeron
en ambulancia, con la máscara de oxígeno sobre el rostro. El padre nunca más
volvió al frigorífico. La evocación lo angustió. Ahora, Eliseo se preocupaba por sí mismo.
Un mes antes, precisamente el
día en que cumplió los cincuenta y seis años, Eliseo buscó su oportunidad en un
taller de partes para autos. El capataz lo recibió mirándolo con lástima
grosera, y sin andarse con vueltas le acertó un gancho, que lo dobló por toda
la cuenta:
-Pero viejito, esto no es
para vos: estás muy veterano para este laburo. no me vas a decir que te falta
el mango para morfar -le dijo. -Vamos, viejo, dejá el trabajo para la
muchachada. dedicate a tus nietitos, andá al café, jugate una partidita de
truco con otros viejos como vos, o al dominó: esto ya no es para vos. Metételo
en la cabeza, ya te pasó el cuarto de hora. ¿Me entendiste, viejito? Andá a tu
casa, andá.
Eliseo se fue, cabizbajo,
silencioso. El, tan hombre, inescrutable, remiso a expresar sentimientos, casi
lagrimeó de la bronca. El incidente le quitó las pocas esperanzas que tenía.
Regresó a su casa contrito y taciturno.. Todos los días daba la vuelta del
perro desentendiéndose de lo que ocurría a su alrededor. Comía frugalmente, se
desmejoraba. Juana, la mujer, comenzó a preocuparse. Eliseo no quería
escucharla.
Al día siguiente, luego de
tomar algunos mates, Eliseo rumbeó hacia la plaza Irlanda. En lugar de
sentarse; prefirió ver a la purretada jugar un picado. Damián, el vecinito, lo
saludó con la mano. Luego, ensimismado en sus cavilaciones, prosiguió su
camino. Bordeó la plaza y llegó a la esquina de Neuquén y Seguí. De pronto
escuchó que alguien lo llamaba: “¡Eliseo!. ¡Eliseo!”.
-Eliseo, ¡como te va,
compadre!. ¡Tantos años que no nos vimos! le decía el tipo.
Eliseo Sánchez contempló un
instante la imagen brumosa parada delante de él: luego lo reconoció.
-¡Roque! Cuánto hace que no te
veía: desde que te fuiste de la fábrica. ¿Y qué es de tu vida, Pelado?
-No me va tan mal, Eliseo;
tengo mi propio taller mecánico: ¿Y a vos, como te trata la vida? le preguntó
el antiguo amigo.
-Hace un año y medio que no
trabajo, Roque. me despidieron: estoy hecho un trapo de piso. como si no
sirviera para nada, yo. un mecánico de tantos años.
Eliseo y su antiguo compañero
rememoraron viejos tiempos mientras recorrían la plaza. Eliseo le contó sus
cuitas, le habló de las esperanzas que se le fueron borrando a causa del
despido. Se quedaron un rato mirando jugar a los pibes, y en el momento de la
despedida Roque le dijo:
-¿Querés trabajar en mi
taller, Eliseo? Aquí te dejo mi tarjeta, venite mañana. a las siete: vení a
verme y arreglamos “tutti”, no me fallés Eliseo: acordate, Lacarra al 400
¡Chau!
Eliseo entró en la casa;
Juana no estaba en la cocina. Fue hacia el fondo: allí la vió colgando la ropa.
Ella lo miró con curiosidad. hacía meses que no veía una sonrisa en la cara de
su hombre.
-¿Qué te ocurre, flaco mío?
Estás medio raro, agitado.
-Tengo algo para contarte,
Juana: acabo de encontrarme con un viejo compañero de la empresa, Roque. Hace
diez años que se retiró y hasta hoy no volví a verlo. me ofreció trabajo en su
taller: se nos dió vuelta la taba, ¿que me contás, Juanita? le dijo Eliseo.
Se sentía excitado; dió
vueltas por toda la casa, subió a la terracita, bajó por la escalera, recorrió
el patio entrando y saliendo de la cocina, llamó por teléfono a los hijos.
Juana finalizó la faena
encaminándose hacia la casa. Preparó unos mates. Él estaba eufórico; la mujer
lo observaba en silencio, preocupada. sus ojos expresaban inquietud.
-Eliseo, quiero decirte algo
pero no te sulfures, por favor: ese compañero tuyo, Roque, ¿era un tipo algo
gordito y medio pelado? le inquirió con prudencia.
-Sí, Juana, ¿y qué hay con
eso? le replicó ofuscado.
-¿Pero ese hombre no es el
que murió de un ataque al corazón? insistió Juana.
Empalideció; la ira le cambió
los rasgos del rostro. Sus arrugas se acentuaron: parecían profundas estrías cruzándole
la frente y los pómulos.
-¡Pero qué sabés vos de mis
compañeros! vociferó perdiendo la paciencia.
Juana prefirió no discutir.
Preparó la mesa para el almuerzo; comieron en un silencio hostil mientras la
mujer lo examinaba de reojo. Terminaron, y Eliseo salió.
El crepúsculo bosquejaba
sobre los muros de la casa figuras extrañas, como imágenes iridiscentes
trepando sobre las paredes descascaradas. Eliseo estaba más sereno; no quería
cenar. Se fué al dormitorio tumbándose sobre la cama. La casa estaba sumida en
un silencio incómodo. El viento invernal, ronco y tozudo, sacudía sin piedad
las desválidas persianas. No podía conciliar el sueño; se veía pequeño, allí,
en su Avellaneda natal. El padre lo llevaba de la mano, un domingo de tantos,
en los que iban a la cancha de Rácing a
ver a sus ídolos.
De pronto, la figura del
“tipo algo gordito y medio pelado” reapareció en su memoria. Eliseo rechazó la
imagen, revolviéndose angustiado en la cama.. No quería pensar en Roque. Pero
las dudas se burlaban de él. Dormitaba inquieto. Juana, a su lado, no se movía.
Le echó una mirada al reloj:
las cinco y media. Se vistió y se
preparó un café en la cocina. Llovía copiosamente. Mientras esperaba a que
amaine, buscó la tarjeta que le dió Roque.
Revisó en sus bolsillos,
revolvió la casa, subió a la terraza, entró sigilosamente en el dormitorio,
buscó en todos los rincones. Nada. Ella lo vió hacer, pero fingió dormir.
Eliseo recordó que antes de irse
Roque le había dicho: “Lacarra al 400” .
Subió al colectivo 113 hasta
Lacarra y Rivadavia. El miedo lo tomó por asalto. Miraba por la ventanilla. La
duda le dio un certero golpe de furca. Ahora temía llegar a destino.
En la casita de Nicasio
Oroño, mientras tanto, Juana -que se levantó al rato- se reprochaba: “Tal vez
no debí dejarlo salir; tendría que haber hablado con él una vez más, incluso a riesgo de
pelearnos”. La mujer estaba segura de que Roque había muerto y que a Eliseo le ocurría
algo raro. Como para preocuparse.
Bajó del colectivo. Una fina
llovizna lo acariciaba con ternura. Se dispuso a iniciar su peregrinaje. Subió
por Lacarra a paso lento; miró a su izquierda, buscó en la vereda por la que
andaba. No vió señales del taller. La lluvia fue transformándose en diluvio;
las gruesas gotas le azotaban el rostro pero Eliseo no cedía: seguía buscando a
diestra y siniestra. Empapado, confundido, se preguntó: “¿Dónde mierda está tu taller,
Roque, dónde, por Dios?” Bordeó el parque Avellaneda y cuando llegó a Gregorio
de Laferrere tiró la toalla y decidió
regresar: el mundo comenzó a estrujarlo. Le parecía que una picadora de carne
le deshacía el cerebro
Volvió al barrio. Descendió del
colectivo en Boyacá y Gaona. No llovía. Escuálidos rayos solares se colaban con
timidez entre las nubes, aún compactas y oscuras.
Caminaba con el pecho
hundido, medio encorvado. Se miró los “timbos” embarrados, que pateaban los
charcos de agua marrón terrosa. Como cuando era pibe, en la Avellaneda de su niñez.
Ya cerca de su casa vió el frente pintado de blanco y el manzanero en el
jardín. Se tranquilizó.
Abrió la puerta, entró en la
casa. Juana lo vió llegar, le sonrió con cariño y se quedó esperando. Eliseo lagrimeó en silencio mientras abrazaba a su
mujer. Fue hacia el dormitorio, se desvistió, y metiéndose en la cama se durmió
profundamente.
Cuando despertó no quiso
levantarse. Juana le cebó unos mates y le trajo una picada, que apenas si
probó. Ella lo dejó en paz: sin comentarios ni reproches.
Se sentía como el toro en el
rodeo: esperaba la estocada que lo liberase de la angustia, de ese vivir
crucificado en este cosmos alucinante, donde él era una partícula superflua,
relegada.
Volvió a dormirse. Al día
siguiente, después del mate, se despidió de Juana con una imprevista caricia.
Ella lo besó con ternura dándole unos golpecitos en el hombro.
Eliseo salió a su recorrida
habitual, compró el diario y al llegar a la plaza se sentó en un banco. El
viento, áspero y rudo, jugaba con las hojas caídas. Se enroscó el echarpe, y le
dió una ojeada ausente al “Clarín”.
Algunos chicos pateaban la
pelota, entre ellos Damián, el vecino. Eliseo lo llamó.
-Decime, Damián: ¿vos me
viste anteayer, no es cierto?
-Claro, don Eliseo. ¿no se
acuerda de que yo lo saludé? le dijo el pibe.
-Sí, sí, me acuerdo. y decime
una cosa: ¿vos me viste hablar con alguien?
-Yo no lo ví hablando con
nadie, don Eliseo.
-¿Estás seguro, Damián?
-Más que seguro. no me
olvidaría, don Eliseo; ¿por qué me lo pregunta?
-Por nada, pibe, andá nomás,
seguí jugando con tus amigos.
Los pibes aprovechaban las
vacaciones torturando a la pelota. Garúa; el viento y la llovizna eran para
Eliseo un fastidio, una conjuración . Regresó a su casa; las dudas lo prepearon:
ya no estaba seguro de nada. Maldijo su mala pata: “Mirá que extraviar la
tarjeta: estoy enyetado”, pensó. Entró en silencio pero Juana lo escuchó.
Almorzaron el guiso de mondongo sin cambiar palabras. Se tomó un par de vasos
de tinto y se fue a dormir.
La llovizna rebotaba en la
vereda. Las gotas parecían diáfanas chispas que se desperdigaban y
desaparecían, y volvían a aparecer y desaparecer, como un divertimento mágico.
Eliseo retomó su rutina luego de la siesta, caminando sin rumbo. El gris
melancólico del atardecer se iba desvaneciendo; las reticentes penumbras
sombreaban la noche que llegaba.
Mientras caminaba, recompuso
en su memoria fragmentos de la infancia. La imagen del padre reapareció en
aquellas veladas, en las que narraba, a él y a sus dos hermanos, relatos sobre
los viejos anarcos que habían luchado por sus sueños libertarios, y el calvario
de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, condenados a muerte por un crimen que no
habían cometido.
Una súbita congoja le oprimió
el pecho. Le pareció escuchar la voz quebrada del padre detallándoles el
martirio de Nicola y Bartolomeo; y a su hermano, Cosme, decirle: “Ufa, viejo,
otra vez el cuento de los dos tanos, otra vez lagrimeando”.
La garúa no cedía. Eliseo
entró en el bar de Gaona y Añasco. Pidió un café con gotas. El lugar estaba
desierto; el mozo se entretenía observando las vueltas del segundero del reloj,
colgado detrás del mostrador. Bebió el café abstraído. Miró hacia atrás y se
sorprendió: en un ángulo del bar vió sentado a un joven que le resultó
conocido: “Pero si éste es Oscar. Oscarcito Valladares”, pensó asombrado. Se
levantó dirigiéndose al baño; orinó, se enjuagó las manos y regresó a su lugar:
Oscar había desaparecido.Llamó al mozo, y mientras le pagaba le preguntó:
-Dígame, mozo, ¿el muchacho
que estaba sentado en aquella mesa es cliente del bar?
-Usted es el
único cliente que entró en la última hora, señor: ¡con este tiempo la gente no
sale! le dijo el mozo
-Me habrá parecido. Déjelo,
no tiene importancia.
Eliseo estaba convencido de
que su compañero de la escuela técnica, Oscar, estuvo sentado en el bar: “¿Pero
cómo puede ser? Era él, yo lo ví!”, pensó con aflicción.
Salió del bar. Una pareja
intercambiaba arrumacos en un portal, umbrío como la noche. Los colectivos
pasaban vacíos y no se veía gente por las calles. Abandonó Gaona y se internó
por las calles de Caballito, oscuras y tristonas. Una piña en el plexo solar lo
habría afectado menos que los dos últimos incidentes. “¿Qué fue? ¿alucinación,
locura, pesadilla?”, se preguntó.
El chirrido de la frenada lo
devolvió a la realidad. Eliseo quedó anonadado, y el conductor del taxi
vociferó como un poseído:
-¡Viejo pelotudo!.¿adónde
tenés los ojos? tendría que haberte dejado chato, como a una milanesa. ¡Andá a tu casa, viejo hijo de
puta!
Eliseo retomó su camino
perturbado y deprimido:. “Mi vida no vale un pito: es como si estuviera muerto”,
pensó enhebrando el dolor y los sollozos, mientras transitaba por una rara e
inhóspita ingravidez. Percibía un acoso que se encastraba en su cuerpo,
aprisionándolo.
Aullidos de perros profanaban
la noche; el contrapunto canino estaba en su apogeo. Eliseo salió del pasmo,
como recuperando la realidad. Miró a su alrededor: ni un alma, las calles
aleladas, el barrio dormía. Sólo él y los perros alborotadores daban señales de
vida. Miró el reloj, medianoche. Eliseo apuró el paso; el frío y la llovizna
acabaron por despabilarlo.
Debajo de una columna de
alumbrado, cuya luz titilaba y no terminaba de encenderse, Eliseo vió a alguien
envuelto en un oscuro gabán La sombra le susurró con tierna voz:: “¡Eliseo.Eliseo!” Se aproximó,
miró estupefacto y pegó el grito: “¡Viejo, viejo! ¿qué hacés aquí? ¡¡pero si
vos estás muerto!” La figura envuelta en el gabán negro lo miró con una dulce
sonrisa. Él creyó escuchar.: “Es cierto, hijo; pero la muerte no impide a los
padres compartir las penas de los hijos, consolarlos, ¿comprendés, Eliseo? Es
lo que nos queda a los difuntos”.
Eliseo, demudado, vió como la
sombra se disipaba hasta desaparecer. Retornó a su casa; ya era de madrugada.
Penetró sigilosamente; Juana lo esperaba inquieta, acostada en la cama.
-No podía dormirme, Eliseo.
¿qué te pasó, adónde estuviste?
Eliseo no la hizo partícipe
de sus visiones. La besó con ternura y le dijo que iba a la cocina a prepararse
una bebida caliente.
Lo encontró a la mañana
sentado en la silla, todavía tibio, con el mentón apoyado sobre el pecho. Los
ojos abiertos de Eliseo, como sorprendidos, parecían mirar algo. Tal vez a su
padre, o a Roque, el compañero, o a Oscar Valladares, su antiguo condiscípulo.
O tal vez el rostro de su querida Juana, que lo acompañó durante tantos años.
Eliseo Sánchez ya no busca trabajo. no lo necesita ·
Ester Mann
Subió al primer colectivo que iba en esa dirección, pagó
y se sentó atrás, lejos del conductor, donde no había otros pasajeros, para no
ceder a esa necesidad de hablar, de reírse, de recibir simpatía humana.
Cuando el vehículo dobló, se bajó por la puerta trasera y
se dispuso a caminar las siete u ocho cuadras que lo separaban de la pensión.
La piecita la había alquilado hacía ya dos semanas y tenía allí algunas pocas
cosas que pensaba llevar.
Era capaz de callar y de caminar normalmente como
cualquiera de las personas que andaban a a su alrededor, pero no podía evitar
pensar y repensar en lo que había pasado.
Tenía que tener cuidado, en estos casos siempre el amigo,
el novio o el marido son los primeros sospechosos. No pudo reprimir una
carcajada y la mujer que caminaba atrás suyo apuró el paso para mirarle la
cara. El le hizo una mueca y la mujer –bastante joven- miró para otro lado y lo
adelantó. Es que era cómico que el cliché de las psicólogas, trabajadoras sociales
y feministas de todo tipo fuera cierto:
el culpable, el violador, golpeador e incluso asesino siempre era alguien
conocido, el marido, el novio, el amigo. –"Yo entro en la categoría de
amante amigo", pensó, -"pero bueno, por lo menos no la maté, sólo
unos golpecitos, unos dientitos perdidos, un ojito negro, ja, ja, tal vez hasta
le rompí algun huesito a mi amor".
Entró a la pieza y se cambió, guardó el dinero que esa
misma mañana había retirado del banco, puso
en el bolso la ropa más nueva, sus documentos, pasaporte incluído –qué
inteligente había sido al renovar el pasaporte hacia unos meses, se dijo- y ya
estaba listo. La ropa que había usado la puso en una bolsita de nylon para
tirarla.
Se sentía bien consigo mismo, había actuado como un lince,
todo previsto y solucionado y a iniciar una nueva vida en cualquier lugar del
planeta. Brasil por ahora estaba bien; ya había reflexionado en el asunto, nada
de grandes ciudades, alguno de los pueblitos perdidos en el que se necesite un
maestro. No le importaba volver a enseñar a leer y escribir. De todas formas la
literatura lo tenía podrido, le había traído solo malasangre. Y todo por esas
guachitas que lo provocaban…Pero ésta pagó por todas, no era tan necio como
para matarla, pero la paliza no se la olvidaría asi nomás, toda la vida la
recordaría, y cada vez que conociera a un tipo se preguntaría si tambien
resultaría pegador. ¡Mocosa imbécil, pretendió arrastrar a un hombre de 40 años
de la nariz!¡Creyó que ella con sus 16 inocentes añitos iba a estipular las
reglas del juego…!
No era la primera mocita que él se tiraba ni sería la
última, ya las tenía caladas desde el primer día de clase. Iba tejiendo su red
y para semana santa ya había volteado a la elegida de ese año. Ah! Eso sí,
tenía una norma: nunca más de una por curso, había que cuidarse de los
chimentos como del diablo.
Pero ésta le salió rebelde, la muy estúpida quería
casarse con él. Y no quería atender razones, lo amenazó con denunciarlo. ¡
Necia, gansa, chiquilina!
Primero, mientras preparaba el camino de la huída, le
siguió la corriente y hoy, cuando ya tenía todo preparado, le dijo que no
pensaba casarse ni con ella ni con nadie. Que si creía que esta relación había
sido algo serio para él, estaba loca. Y cuando se puso pesada la empezó a
cascar, no con rabia ni odio, sino con método, rápido y contundente, hasta que
la nena perdió el conocimiento. La dejó en la pieza del hotel y se fue. Por lo
menos dos horas le llevará recuperarse, pero hasta que pueda hablar él estará
volando sobre Buenos Aires.
Así eran las mujeres, era parte de su herencia genética:
atrapar un macho para que las fecunde y repetirse hasta el infinito. Pero no con él, que se
buscaran a otro tarado…
Salió y cerró con llave. Aunque no había dejado adentro
casi nada, no quería facilitarle las cosas al gallego roñoso que dirigía la
pensión.
Se abstuvo de viajar en taxi, y en cambio tomó el
colectivo a Nuñez, primero volaría a Montevideo, después de allí a donde la
inspiración lo llevara. Seguramente
sería Brasil, pero también podría viajar a Venezuela, Peru…Toda America latina
estaba ante él, la veía como en una maqueta, desplegándose ante sus ojos. El
dinero que hace unos años había comenzado a ahorrar, sin saber exactamente con
qué finalidad, ahora se revelaba como una pegada, otro de sus aciertos, sonrió
y pensó con satisfacción que entre sus cualidades no figuraba la modestia, no.
Se puso en la cola para comprar el boleto, había un avión
dentro de 80 minutos, ¡otro golpe de suerte! Mientras esperaba se sentó en la
confiteria, comió con gusto un triple tostado y se tomó una cervecita. Bueno,
hora de abrir las alas y empezar a volar.
No vió a los dos policías que entraron en el recinto en
ese momento, ni se dio cuenta que estaban pidiendo documentos a los dos o tres hombres jóvenes que esperaban el
vuelo, como él.
Cuando ya estaban a su lado y uno le extendía la mano
pidiendo los documentos, logró ignorar el frío que le atenazaba la columna
vertebral, y sin pronunciar una palabra extendió el documento.
En su cabeza se desplegó el otro guión viable, el que
había descartado por improbable: que la puta hubiera logrado llamar a la
policía, que ya hubieran llegado a la
pensión, que lo hubieran localizado…
Mientras los pensamientos se arremolinaban en su cabeza,
el policía le devolvía el pasaporte, él lo guardaba en el bolsillo y contestaba
con voz mecánica un "gracias" a los deseos de "buen viaje"
del agente.
Ahora el calor amenazaba con reventarle la cabeza, por un
pelo se había salvado, le decía la vocecita infame que aparecía en esos
momentos, si hasta tenía la voz de su ex.…
Pero, macho, ¿qué te pasa? La otra, la que reconocía como
propia lo reprendió…¿Te olvidaste ya de todo lo que sabés, de tu experiencia de
tantos años? ¿Acaso las pibitas esas no están desesperadas por tener una
aventurita con el profe? Si lo sabré yo, que nunca lo intenté con una de esas
modositas que son capaces de ir con el cuento a la Asistente social ….No se
qué me pasó, la policía me hizo perder la cordura, me olvidé de toda mi
experiencia, qué boludo.
Mientras acomodaba su bolso en el portaequipajes y se
ajustaba el cinturón, los otros pasajeros se iban sentando y el varón ejemplar,
profesor de literatura y solterito sin apuro, respiró hondo y se dispuso a
iniciar una nueva vida….
Ambrose Bierce
Chickamauga
Ambrose Bierce
En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el
campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía
la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la
ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y
miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos
y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias,
cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna
de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos
continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un terreno
donde recibió como herencia la guerra y el poder.
Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador.
Este, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado en el
extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la
guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba
los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo
bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no
hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como
conviene al hijo de una raza heroica, y separaba de tiempo en tiempo en los
claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de
agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido
por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban
detenerlo, cometió el error táctico bastante frecuente de proseguir su avance
hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho
pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la
caza de un enemigo derrotado que acababa de cruzarlo con ilógica facilidad.
Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza
que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho
menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar
donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de
distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia
de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.
Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que
se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros
conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía ni
refrenar su sed de guerra ni comprender que el más afortunado no puede tentar
al Destino. De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a
un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas
tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo.
El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber
qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando,
tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su
corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas,
perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo
llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se
acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin
dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un
compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del
bosque cantaban alegremente, las ardillas, castigando el aire con el esplendor
de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño
lastimero, y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo,
como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza
sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la
esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y
negros, llenos de alarma, buscaban afiebradamente en los campos y los cercos,
una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
Pasaron las horas y el pequeño durmiente se levantó. La
frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su
corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un
impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta
llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una
suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas
del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró
miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la
dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque
sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto
extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía;
quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no abrigando temor hacia
ellos, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el
movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso;
el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que
la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió
que no tenía, al menos, las orejas largas y amenazadoras del conejo. Quizá su
espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar
vacilante, ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar
sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había
muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba
de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas.
Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros, sólo las
rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en
pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra.
Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie
por pie en el mismo sentido. Una por uno, dos por dos, en pequeños grupos,
continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se
les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces, reanudaban
el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e
izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque
negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse
hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto
no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y
gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de
nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el
cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
El niño no reparó en todos estos detalles que sólo
hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran
hombres, y sin embargo se arrastraban como niñitos. Eran hombres, nada tenían
pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó
libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los
rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de
rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes grotescas, les recordó al
payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso
a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no
dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste
entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un
espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las
manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado,
«haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás
a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó
a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio,
furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo
salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula
inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo
franjeado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. La saliente
monstruosa de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al
herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos
por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño
se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin
aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y
después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud
continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la
pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor
ruido, en un silencio profundo, absoluto.
En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a
iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba
una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas;
golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras
que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus
rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que
distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y
las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel
esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en
pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su
manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera
siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos,
solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar que sus fuerzas no
quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente
aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no
provocaban ninguna asociación de ideas significativa en el espíritu del jefe:
en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por
una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma,
esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada,
jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos
lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo
había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los
cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que
esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno:
avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza
habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más
felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres
y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo
habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían
despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado,
habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles,
el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores».
Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable
de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo
rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como a los caídos
que allí habían muerto para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro
lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de
su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la
línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y
rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas
piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar.
Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el
fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de
marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado
hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que yacían
inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño
se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía
aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado
su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener
sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros
del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha,
innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su
gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a
la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.
Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en
la cintura de árboles, la franqueó fácilmente, a la luz roja, escaló una
empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para
coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de
una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero,
no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba
y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí
y allá para recoger combustibles, pero todos los objetos que encontraba eran
demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le
imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las
fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas
dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de
haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la
plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje.
Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En
los edificios en llamas reconoció su propia casa!
Durante un instante quedó estupefacto por la brutal
revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente
visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido
vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las
ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre
coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado
salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada
de racimos escarlata obra de un obús. El niño hizo ademanes salvajes e
inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en
los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma,
maldito lenguaje del demonio. El niño era sordomudo.
Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los
ojos fijos en las ruinas.
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