lunes, 3 de diciembre de 2012

Roberto Paniagua




                                               El Escritor
    


Aparentar que trabajo mientras escribo un cuento, se ha convertido en el deporte diario de mi vida. Jamás quise depender de un empleo fijo y,  un Banco, es el peor  lugar al que se pueda dedicar un aspirante a escritor como yo.
    Reviso cheques vencidos, cuentas y deudas de clientes que han dejado de venir a la entidad por más de un año. Fugitivos, evaporados del sistema que, por alguna razón particular, han decidido convertirse en un expediente de armarios oxidados.
     La cuestión es ficcionar mientras  “trabajo”. Pero para ello tengo que inventar el espacio necesario.  Abro los cajones en busca de algo que no me interesa encontrar. Muevo carpetas y expedientes de atrás para adelante. Cuando todos  ya están en sus tareas, prendo mi computadora y, haciendo que lleno documentos, comienzo a escribir un cuento. De reojo miro por dónde anda el encargado y si lo veo muy cerca, agito una carpeta en el aire solicitando su ayuda.  La reacción es siempre la misma: sale disparado para otra sección, de esta manera  puedo continuar libremente con mi deporte favorito: Escribir.
     Vivir tranquilo se puede, solo que, siempre habrá alguien para impedírtelo…    
     Siento golpecitos de uñas en el vidrio del mostrador, levanto la vista y noto la mano de una señora mayor que hace señas para que la atienda. Molesto, dejo mi escritorio y me acerco a la ventanilla.
     -Qué desea señora, pregunto sin ganas.
     -Buen día, es que hay mucha gente esperando y no quiero incomodar. Lo mío es solo una pregunta... Verá usted, prosigue, sin notar que yo miro unos papeles restándole importancia a sus palabras.
     -Es que mis hijos me han abierto una cuenta, o mejor dicho una caja de ahorros. No, no, perdón. Me dijeron que es una caja de seguridad. Aquí tengo la llave, dice, haciendo ruido con un montón de ellas dentro de una bolsita...
     -Señora usted verá que yo estoy muy ocupado con otros trámites. Tiene que dirigirse al final de las cajas y bajar por una escalera hasta el segundo subsuelo.  Ahí, un señor con uniforme tocará un timbre. Luego, un empleado abrirá una puerta de rejas que da a las cajas de seguridad. Una vez que usted le de sus datos y muestre la llave de su caja, le hará pasar. ¿Entendió?
     -Me podrías repetir hijo... Al mencionar  estas palabras, agranda sus ojos celestes y de su boca aparece una dulce sonrisa.
    ¡No, no! No puede ser que esta vieja loca y desubicada me saque del adorado ritmo de no hacer nada. Mis dedos golpean enloquecidos la madera del mostrador y una de mis piernas tiembla descontrolada. Me doy cuenta de que me va a dar un ataque de nervios y si no logro exteriorizar el ahogo, pronto seré víctima de un exceso de caspa que caerá sobre mi camisa azul, y, de ocurrir eso, el pelotudo de Raymonda comenzará con esa eterna cargada de que tengo que casarme y “mover ciertas glandulitas...” Cargadas a las que, seguramente, la gorda Pérez  sumará su ridículo chistecito de “es virgen, Jaimito es virgen…” 
     La anciana estira su mano y al tocar la mía, me sustrae de toda imaginación.
     -Joven, como usted verá yo con este bastón no puedo bajar escaleras sin ayuda. Me podría lastimar seriamente y sería muy engorroso para esta sucursal. De caerme, tendría que venir una ambulancia tocando la sirena y despejar el área para que  pueda ser atendida... Ahora, la que hace tamborilear los dedos sobre el mostrador es ella. Miro hacia mis costados y  veo cuatro compañeros con la cabeza metida entre sus papeles, haciéndose los ocupados. Los demás, siguen atendiendo desde sus ventanillas, largas colas de clientes.
     -Está bien señora, espere junto a esa columna, en unos segundos estoy con usted. 
     -¡Cómo harán las viejas para saber quién es el más boludo de la oficina! se mofa por lo bajo Méndez y los demás acompañan la ocurrencia, con tediosas carcajadas...
     Al acercarme la tomo del brazo y lentamente camino junto a ella.
     -¡Gran hombre, gran hombre! murmura la mujer y me dedica un suspiro que me llega al corazón.
     Mientras bajamos las escaleras, cuenta parte de su vida. Los nombres de sus hijos y nietos. Separaciones de alguno de ellos y los viajes a España e Italia que habían realizado en frustrados intentos de mejoras laborales. Sobre el final de las escaleras y ante su insistencia de querer saber algo de mí, le digo que en mis ratos libres me gusta escribir, sin mencionar que lo hago en horarios de oficina.
     Ya en el subsuelo, el Sargento Espina me cierra un ojo y, cuando paso cerca me dice: "¡Qué potra Jaime! después contame el método que usas, veo que es infalible" No lo puteo por respeto a la dama, a quién a esta altura, ya la estoy sintiendo como si fuese mi abuela.
     Toco el timbre junto a la reja y aparece Sosa, nos mira y se vuelve a meter detrás de unos armarios. Su risa llega nítida a mis oídos... ¡Hijo de puta, ya se las verá conmigo, a solas...! pienso.
     -Dale Sosa que no tengo todo el día, ¡abrí!, le digo en un grito que se ahoga en mi garganta.
     Regresa secándose las lágrimas con un pañuelo. No puede ni hablar, se le inflaban los cachetes conteniendo una carcajada.
     -Pase pase, dice, mientras abre la puerta y agrega entre dientes: "Los archivos de Gerontología están a la izquierda, caballero".
     La anciana se sienta en una silla y deja su cartera sobre la mesita que acompaña el mobiliario. Luego, saca un manojo de llaves sueltas (serán como veinte) y agrega:
     -¿Sabes tu hijo, cual de éstas es la que corresponde a mi caja? ¡Imposible! no puedo tener tanta paciencia sumada en un mismo día. Le digo que no podemos perder tanto tiempo y que me de su nombre y apellido.  Se calza los anteojos, saca un papelito de su bolsillo y lo deja sobre la mesa. Se lo paso a Sosa y le pido que me alcance el duplicado que guarda el Banco por casos de extravíos.  Al volver mi compañero dice:
     -Por sus datos es la M1806  y deposita la llave sobre mi mano.
     -Bien abuela, veamos que hay aquí, digo, y abro la cajuela.
     Me sorprendo ante una buena cantidad de billetes verdes y doradas joyas. La abuela comienza a guardar todo en una bolsa de supermercado, esforzándose para que nada quede afuera. Luego carraspea y, mirándome a los ojos dice: “bien querido, conozco la salida. Ahora, yo saldré despacio y solita. Y vos, como escritor, terminá el cuento como quieras. Pero, de mi, no escribas más ¿eh?…”
                                                                                       Roberto Paniagua

3 comentarios:

  1. Muy buen humor pra etraer esta metáfora de la realidad y hacer lo que hace un escritor

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  2. Un giro excelente en el final para sorprender al lector y matizado con un humor que me hizo transitar el cuento con una sonrisa, muy bueno, Carlos Arturo Trinelli

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  3. Humor sin exageraciones, esta narración es muy del estilo de Paniagua. Muy buena y escrita con su estilo que me hizo llegar al final de buen humor...
    Andrés

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