miércoles, 26 de mayo de 2010

CARLOS ARTURO TRINELLI

Niña

Hombre En La Ruta

     Transcurría esa hora incierta en que el atardecer comienza a fundirse con la noche. Miguel manejaba desde el día anterior. Mil kilómetros lo separaban desde el punto de partida. El tiempo pasado dentro de la camioneta y la distancia que se iba acumulando le hacía, por momentos, parecer inútil el escape, como si nada hubiera acontecido. Tal vez fuera así pero no podía arriesgarse y es que todo dependía...
     Sus pensamientos se interrumpieron en el punto exacto en que su estómago se contrajo de hambre. El hambre produce alegría siempre que se tenga qué comer y no era éste el caso. Colocó el mapa sobre el volante, con un dedo recorrió la línea de la ruta y comprobó que aún faltaba bastante para hallar un parador.
     A sabiendas de que quizá fuera más estúpido que culpable se ocultaba de los controles policiales circulando por una ruta secundaria.
     El camino semejaba una víbora desinflada y la oscuridad se encaramaba a sus flancos.
     A la salida de una curva se enfrentó con una casa y a la vera de la ruta un cartel indicaba la palabra HOTEL, palabra que debía suponerse ya que la O no estaba y la L había trastabillado y pendía como un guión.
     Retomó y regresó hasta el lugar. Una luz reticente alumbraba el vano del recibidor. Golpeó y esperó un instante hasta que una mujer le abrió la puerta y lo invitó a pasar.
     La mujer le indicó que la siguiera y llegados a un mostrador alzó una tapa con bisagras y se puso del otro lado. A espaldas de la mujer vio, a través de una puerta vidriada, a un hombre y una niña sentados a una mesa en la actitud típica de los que aguardan la comida.
     La mujer se mostraba turbada y necesitó alegar que eran pocos los pasajeros que allí se detenían desde que la ruta principal se había trazado a veinte kilómetros de distancia.
     Le extendió un registro para que se anotase y él lo hizo con un nombre falso. Nada es más perturbador que una idea fija y la de él era que podía ser perseguido.
     Preguntó si estaba a tiempo de comer y la mujer le dijo que sí y agregó que podía compartir la mesa con ellos.
     Luego lo acompañó hasta la habitación y le dijo que lo esperarían para servir la comida.
     Cuando estuvo solo probó la cama, después levantó la persiana de la única ventana y observó la camioneta estacionada sobre la grava e invadida por la bruma del otoño. Por detrás del vehículo se cernía la oscuridad.. Se lavó la cara y las manos y fue al encuentro de la comida.
     La mujer lo hizo pasar y le presentó al hombre como a su marido y a la niña como hija de los dos.
     El menú era guiso de guanaco, animal que el hombre cazaba de manera furtiva. El detalle fue contado por la mujer, el hombre solo sonrió de manera torva mientras la nena, de una belleza luminosa que alumbraba sus primeras formas de mujer, lo acribillaba a preguntas hasta que la madre la reprendió. Miguel la detuvo con la palma extendida hacia delante y comenzó a responder una a una las preguntas de la nena mintiendo las mayorías de las respuestas.
     La historia del matrimonio se consumió junto con la comida sin que él nada hubiera preguntado.
     El hombre había huido (como huía él) de la ex Yugoslavia. Sin saber el idioma había conseguido empleo en una empresa petrolera y pasó meses en una plataforma marina al sur de Cabo Vírgenes. Trabajó sin regresar al Continente porque aunque regresara no tenía dónde ir, y en poco tiempo ahorró lo suficiente para comprar el hotel. La esposa era del pueblo vecino y allí se conocieron. Ahora vegetaban en ese páramo, no lo dijeron pero fue lo que pensó Miguel.
     Antes de irse a la cama la nena le preguntó, con su mirada azul, cuándo pensaba seguir viaje. Él le respondió que descansaría un día cosa que en realidad había decidido en ese momento, luego de naufragar en el mar de esos ojos que lo escrutaban con inocencia. La inocencia que él identificaba como sabiduría instintiva y  que siempre le había producido sufrimiento y no pudo menos que pensar que los mil kilómetros de escape lo habían depositado en el comienzo.
     Despertó cerca del mediodía, desde la cama alcanzó a ver un cielo plomizo que parecía derrumbado sobre las cosas. Salió y se enfrentó con la mujer que barría con un escobillón un montículo de aserrín húmedo que dejaba una pátina brillosa sobre el embaldosado.
     La niña se le acercó a los saltos primero con un pie y luego con el otro con el modo, que él consideraba seductor, que tienen las niñas cuando están contentas. Lo tomó de la mano y el contacto lo estremeció de manera familiar.
     La niña le preguntó si quería conocer la cascada y la madre terció para explicar que el padre le había prometido llevarla pero había tenido que ir al pueblo; que llegar hasta la cascada demandaba más de dos horas de caminata y que el día no era el mejor para la travesía. La nena insistía con un zapateo caprichoso. Él aseguró que iría con gusto y entonces la criatura que todavía le aferraba la mano le dio un beso que rozó sus nudillos. La madre meneó la cabeza y se fue a la cocina a preparar una vianda y ordenó a la hija que se abrigara.
     Él se fue hasta la camioneta y buscó una campera. La nena salió de la casa ataviada con un gorro, guantes, bufanda y una mochila sobre la espalda. Entonces la mujer le explicó que a un kilómetro salía una huella a su izquierda que terminaba a unos dos kilómetros de la ruta, allí debían dejar el vehículo y tomar una senda que los llevaría hasta la cascada. De todas maneras, la niña sabía bien el camino porque lo había hecho muchas veces.
     Subieron a la camioneta y la mujer quedó atrás, en la puerta del hotel, con su mano alzada en un saludo al que ya no respondían.
     La niña comenzó a cantar y lo invitó a que lo hiciera, él sacudía la cabeza y golpeaba las manos en el volante, cuando la miraba ella sonreía.
     Llegaron al punto donde debían comenzar a caminar. Él le sugirió que comieran dentro de la camioneta para no llevar peso. Ella se contrarió y le hizo entender que comer era parte del paseo. Él debía de ser cauteloso para que ella no notara la creciente necesidad que lo embargaba ya que sino, como la mayoría de las otras niñas, no lo querría. Consintió en llevar la comida pero a cambio exigió un beso en un pómulo señalado con un dedo y acercando la cara hacia la niña. Ésta se arrodilló en el asiento, pasó sus bracitos por el cuello de Miguel y lo besó con un chasquido Él le quitó el gorro y le revolvió el pelo rubio. Entre risas le explicó que ahora le tocaba a él y le quitó la bufanda, la abrazó y la beso en el cuello produciéndole cosquillas que la hicieron retorcer entre los brazos que la aferraban con delicadeza. Entonces introdujo una mano por debajo de la campera  y le alzó el pullover. El contacto con esa piel tibia le hizo cerrar los ojos de placer. La niña se sacudía de la risa y él intentó besarla en la boca. Las risas mudaron en llanto y él debió afirmar sus intenciones amparado en la fuerza. La niña comenzó a gritar. Le apretó la boca con fuerza. En un instante todo terminó.
     La vistió con delicadeza y abandonó el cuerpo apartándose de la senda. Volvió al camino y retomó la huída seguro de que ahora lo perseguirían y que la persecución ya no dependía de que su vecinita hubiera contado los abusos a los que la sometía.  

4 comentarios:

  1. Sé que el tema es crudo, que hay quienes prefieren no leer este tipo de textos, pero la vigencia es este hoy, donde el abuso es moneda corriente. Y lo hiciste muy bien querido Arturo, lograste en la lectora que hay en mí, un estremecimiento. Un abrazo.

    Lily Chavez

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  2. como filmado todo en cámara lenta, tal el realismo narrativo tan excelente como impresionable. susana zazzetti

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  3. excelente relato /vivo y con las secuencias de una pelicula en blanco y negro de Godard aunque en el naufragio de la mirada los ojos eran muy celestes.

    Celmiro Koryto

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  4. Arturo, el tema es el pretexto, pienso, para desplegar tu narrativa, atrayente, ingeniosa, con aciertos en los diálogos, y con una vitalidad de realismo cotidiano. La magia es la escritura.
    Felicitaciones y un abrazo, amigo.
    Andrés

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