miércoles, 15 de junio de 2011

GISELA BIGATTI


                                      
Las cuerdas de Oliverio

Se acuerda bien que fue un lunes de vuelta a su casa, cuando sintió que el traje le pesaba como si fuera viernes. Al otro día no pudo volver a la oficina. Hacía tiempo que caminaba por un borde muy fino, casi más fino que la cuerda más delgada de su guitarra, pero se hacía el distraído y miraba para el costado. Para el costado de las obligaciones, de la oficina, y de tantos compromisos tomados sin siquiera poder reconocerse en alguno de ellos.
Ese lunes miró tanto para el costado que perdió el equilibrio y cayó del otro lado, donde las cosas no se arreglan con la rutina, ni con explicaciones racionales, ni con argumentos vacíos. Cayó del lado donde la vida duele, cuestiona y replantea. Ahí fue donde Oliverio se quedó. En un primer momento se sintió raro y en la desesperación intentó volver. Estiró el brazo todo lo que pudo pero fue inútil. Había caído demasiado abajo. A la falta de fuerzas se sumó que empezaba a no sentir ganas de volver a intentarlo. Entonces cerró los ojos, suspiró y se sintió más aliviado.
Era contador, como lo había sido su padre, quien cabalmente le había recomendado que aprovechara la facilidad que tenía para los números y siguiera la misma carrera que él, que así iba a tener el camino despejado. Oliverio recuerda esa frase, y cuando no le dan ganas de llorar, se ríe. Con dieciocho años, apenas podía imaginar en lo que se transformaría ganarse la vida con una profesión que uno no siente. Siempre había sabido con seguridad que lo que más le gustaba era tocar la guitarra. Todos le decían que lo hacía muy bien, pero cuando había dejado traslucir la idea de dedicarse a eso más en serio, saltaba la mirada aterradora de su padre. Le decía que era un lindo pasatiempo pero que se concentrara en lo que importaba, sus estudios.
Pero ese día, en la oscuridad del pozo donde se encontraba, lo único que vislumbró fue la guitarra. La buscó en el placard, la desempolvó y la saco del estuche. Fue un rencuentro crucial. Con el paso de los días, sintió que ella hacía de escalera y lo sacaba a la superficie, a otra superficie.
En el trabajo pidió licencia. Se la dieron después de que un entendido en la materia argumentara en una planilla, en el casillero de motivo, crisis de ansiedad. El gordo Machiatti, su compañero de almuerzos y demás pesares laborales, lo llamaba día por medio y con ese tono de preocupación que siempre llevaba, le decía- Che, flaco, volvé que se te extraña y le daba a entender que González, estaba haciendo lo imposible para congraciarse con “La Hiena”, el jefe.
Oliverio le agradecía la preocupación y le decía que en cualquier momento lo sorprendía por allá. La verdad era que en la oficina había sido el único al que siempre había considerado un señor y no quería desanimarlo. Pero en lo más profundo sabía que no iba a volver más. Ahora, desde afuera, la actitud de González, que tantas veces lo había indignado le daba risa y hasta lo había empezado a ver como un pobre tipo. Pensaba en como las huellas del esfuerzo en el trabajo se empezaron a borrar mucho más rápido de lo que se hubiera imaginado, porque al poco tiempo salvo el gordo, no lo llamó nadie más.
Su aspecto cambió y mucho. Usa la ropa grande y como no tiene fuerzas ni cabeza para pensar en afeitarse o ir a la peluquería, la barba y el pelo fueron creciendo y así se quedó.  A veces le divierte ver como solamente esos tres elementos lo convirtieron en un tipo sospechoso.
La plaza se transformó en su lugar. Por las mañanas se pasea tarareando las melodías que compuso la noche anterior para ver como suenan con la naturaleza. Entonces después de una larga caminata, en su casa hace los ajustes correspondientes. Cuando empieza a caer la noche, vuelve a la plaza y se sienta sobre una alfombra bordada a mano que  trajo de un viaje de negocios, donde aprovechó para hacerse una escapada y visitar el Machu Picchu. Oliverio siente que es como sentarse en la alfombra mágica que, junto con  la melodía de su guitarra, lo transportan a nuevos lugares.
A esa hora ve bajar del tren a sus ex compañeros de viaje, camino a sus casas, con el día a cuestas. Cuando a alguno de ellos los escucha hablar por celular con aires de importancia y el traje impecable, se sonríe. Porque nadie escapa. Él puede detectar en la mirada al que ya está caminando por el borde y todavía no lo sabe. A alguno con cara de mejor gente, a veces le dan ganas de avisarle. Después piensa que es mejor descubrirlo sólo.
Los viernes hay un hombre que se sienta en el banco de enfrente, al lado de unas ramas que intentan ser un arbusto y lo mira. Se queda escuchando varias melodías y cuando se va le hace un gesto de aprobación con la mano.
El otro día, cuando Oliverio terminó un tema, se le acercó y le dijo si tenía unos minutos para charlar. Le contó que le encantaba escucharlo porque le hacía acordar mucho a como tocaba su padre, un gran músico. Y él como no heredó el talento, pero ama la música tanto o más que su padre, puso un bar donde invita a tocar gente con verdadera pasión por lo que hace. Le dice que lo espera una de estas noches, y guiñándole un ojo comenta que se va a sentir muy bien porque su público está a la altura de lo que su talento promete.
Cinco noches después de haber escuchado esas palabras, Oliverio se decidió. Sentado en una tarima que hace de escenario, empieza a tocar. De a poco el murmullo de las tazas de café apoyándose en los platos y alguna cucharita que cae al piso, desaparecen. Un señor sentado en la primera mesa, con el traje arrugado, la mirada trunca y un portafolio que lleva años transportando papeles que parecen expedientes, va cerrando los ojos y marca el compás con su zapato con una exactitud que lo sorprende. Oliverio siente que esa noche, todas sus melodías van destinadas a él, porque parece que es el que más las necesita. Y en ese encuentro de cuerdas que están tensas y vibran y el sonido imperceptible del taco sobre el piso, Oliverio entiende que la vocación es una voz que a veces duerme, a veces susurra y a veces grita, pero es inútil querer silenciarla. 

4 comentarios:

  1. Las cuerdas como camino de vida y de muerte.Las circunstancias del equívoco entre carrera y vocación. Y el peso del viernes no menos liviano que el dolor.
    Un texto donde la psicología del querer ser anula la del hoy.
    Un relato ameno con juegos inteligentes de palabra...

    Celmiro Koryto

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  2. Atrapante relato , con argucias y planteos históricos como el tema de vocación, que a mi me gusta mas llamarle aptitud. El relato se tensa y vibra al compás del relato.
    amelia

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  3. Yo creo que el relato se refiere al ser uno y no tanto al quehacer diario. Creo que no todos podemos plantar la vida "del otro lado" pero todos podríamos -y deberíamos- aceptar ser como somos. Me gustó lo que cuenta y cómo lo cuenta. Renovador, es como una ráfaga de brisa fresca y nueva.

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  4. La contradicción resuelta con valentía por Oliverio y sus agudas observaciones al tomar distancia componen un entretenido cuento, Carlos Arturo Trinelli

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