sábado, 31 de agosto de 2013

Andrés aldao





Esta murga se formó

Buenos Aires practica con fervor la religión
de la piqueta y el olvido. Pero existe en la memoria
o la imaginación, como las ciudades que
Marco Polo le describía a Kublai Kan.
Alvaro Abos – Al pie de la letra



Pienso que recordar anécdotas y vivencias de la niñez forma parte de un periplo ineludible. Revivir aquellas escenas es como regresar al hogar paterno, a los años y los episodios de la infancia, a  repasar las relaciones con los viejos y penetrar en los secretos de aquel mundo olvidado. Por lo general, uno se siente melancólico imaginando coloquios íntimos con vivencias que nos atraviesan como destellos del ayer. Recobramos el tiempo, los amigos, la calle adoquinada, los enojos, los misterios de la luna. Y nos recobramos también nosotros, intactos pero veteranos con una sapiencia que entonces nos hubiera sido muy útil. Apenados por saber que es un anhelo onírico, un deseo amputado de la realidad. Mas un sueño agradable y nostálgico, pese a todo. Son los días que se recuerdan como a un diario íntimo que anda boyando en nuestra memoria. Porque es, también, el barrio chico, la patria íntima, el escenario entrañable que recorrimos estremecidos por la alegría de vivir. Porque anécdotas y lugares están tan imbricados, que no se pueden disgregar. Como si las virtudes de los hechos sólo fueron posibles gracias a la calidez del empedrado, a las baldosas cachuzas de las veredas y la policromía inocente de puertas, balcones y frentes del barrio remoto, de la calle acogedora, testigo de inagotables secuencias de nuestra niñez. A la calle que amábamos como a una tía bonachona que nos consentía sin preguntar ●

De pronto, cabalgando en un imaginario caballito de calesita, me cruzó por los hemisferios cerebrales la palabra carisma. Congelé entonces recuerdos de minas y vagos y me acordé de las murgas y el festejo bochinchero del carnaval porte;o, del Turco Adel, de mi barrio, Caballito. De esa infancia feliz infeliz en que la pobreza era un bastión de dignidad, y los ricos copetudos eran los turros que pasaban a nuestro lado apretándose las fosas nasales, con elegancia tilinga, para no inhalar nuestra roña proletaria. Qué intríngulis, ¿no?
Pero estaba en la murga. Fue en 1940, y lo recuerdo porque ese año los boquenses salieron campeones. En aquellos tiempos las murgas eran una institución barrial, una muestra del talento popular, un fenómeno social de magnitud. Y a un barrio que tuviera una pizca de orgullo no podían faltarle sus murgas.
Figueroa al 1200, entre Paramaribo y Paysandú y sus alrededores, era la capital enana de Caballito, y nuestro barrio una de las pocas calles con barra propia en la que nos trompeábamos y soñábamos juntos hijos de tanos, turcos, gallegos y rusos.
Divagando, pateando cascotes o lo que fuere, decidimos ese año formar una murga. Nos juntamos bajo la ventana de doña Mercedes, la vieja gruñona que siempre nos amenazaba con llamar al vigilante, y terminaba tirándonos un balde de agua jabonosa desde su terraza. Y nosotros, devolviéndole la gentileza, tocábamos el timbre a la hora de la siesta, o con necio deleite golpeábamos sobre las verjas del balcón bien entrada la noche.
La Mercedes, pues, nos piantó. Furiosa. Cambiamos de escenario. Nos fuimos con bronca maestosa hacia la casa del Ñato Millán, que por su labio leporino tenía la voz gangosa y emitía sonidos guturales pasmados antes de salir de su boca. Aunque nosotros entendíamos, lo mirábamos con los ojos en blanco y después lo imitábamos en nuestro vodevil nocturno alrededor de la fogarata en el baldío, cancha y miniteatro de Figueroa y Paramaribo*, en la que carbonizábamos papas confiscadas a nuestras viejas.
Todos los vagos desfilaríamos al rato por la acera resbalosa de la casa de derpas fifis, en la mitad de cuadra, que baldeaba la encargada mezcla de hipopótamo y cara de laucha amargada. ¡Vayan a la escuela, atorrantes! nos gritaba, volcándonos su inquina porque le meábamos todas las noches el noble paraíso que había frente a la entrada del edificio. Y esa mañana en particular, porque restregamos las patas con cariño de papel de lija. Y porque nuestras suelas, pegajosas por un lodo chocolate medio diarreico, enchastraron la vereda, la visión y los nervios de la cascarrabias.
Resumiendo. Los perínclitos miembros de la barra aceptamos participar en la murga. Cuando llegó el momento de ponerle nombre y armar versitos, la que se armó fue la gorda. El gallego Horacio, entusiasmado, sin darnos tiempo a sentarnos, propuso de raje un nombre: Los Pulguientos de Caballito. Los pibes nos miramos. Y todos le pusimos al gaita una jeta de lástima.
–¡Sacale las pulgas a tu hermana, gallego atrasado! –le dijo con sorna Peluca. Casi se agarran... Pero la noerma del gaita no tenía pulgas: todo lo contrario. El muy cachuzo de Peluca se lo largó con envidia tufosa.
El Turco Adel, frunciendo la frente tan ancha como el traste de su vieja, propuso, con finura oriental, el nombre que se le había ocurrido para la murga: Los Piratas de Figueroa. La propuesta del Adel recibió una ovación y el gaita se sintió humillado. Es que el Turco Adel era, sin saberlo, uno de los capos de la barra, un carismático. Nos bastaba su palabra para seguirlo al infierno o hasta el Arroyo Maldonado (hoy entubado debajo de la Juan B. Justo), donde pescábamos chanchonas (mojarritas). Y además, el nombre que propuso el Turco no era casual. En esos días nos pasábamos de mano en mano historietas con aventuras de piratas: El Tigre de la Malasia, Sandokán, Los Tigres de Mompracem y otros libros de Emilio Salgari.
Ya nos disponíamos a ensayar las piruetas del carnaval e inventar nuevos cantitos, bocetar los trajes de arpillera y las gorras para el importante evento (además de los instrumentos de percusión), cuando el malogrado Emilio Pajarito pidió la parola y preguntó, con esa voz de flauta que patina, si él podría proponer un nombre para la murga. Se hizo un silencio fulero. El gallego Horacio, resentido, largó una risa de petardo a repetición. Adel, estupefacto, asesinó a Pajarito con la mirada. Yo me tapé los ojos esperando lo peor; y el Peluca Osvaldo, tragando algo de saliva, echó para atrás su flequillo Calfucurá, y dijo:
–¿Pajarito es parte de la barra, no? Que proponga el nombre de la murga, ¡¡qué tanto joder!
Nos miramos. Adel, finalmente, hizo una seña con el dedo y Pajarito, con un julepe que lo tornó más pálido que nunca, tomó la palabra y berreó con esa vocecita quejumbrosa de gallo despertando al vecindario:
–¿Les gusta Los Machitos de Caballito? ¿Qué les parece? No... ya veo que no les gusta el nombre. Pero viene al pelo –agregó presumido–.
Nadie se atrevió a opinar. Unas moscas jodonas seseaban a nuestro alrededor; el silencio que había en el lugar hizo que los zumbidos parecieran el maullido de gatos en noche de luna llena. Todos los ojos, que se habían achicado, enfocaron al Adel. El Turco exhibió una sonrisa digna de un afiche de pasta dental y, levantándose de su sitial (el escalón de mármol de la casa del flaco Héctor, hijo del botón), anunció con voz solemne que la proposición de Pajarito no era mala, pero que la suya se había aceptado por unaninidad. Sonrisas de alivio. El gaita, que se las tomaba cabrero, regresó; Peluca miraba hacia otro lado; y Pajarito, contento. Esta vez no recibió coscorrones en la zabeca.
Adel, orondo, se fue acompañado de algunos compinches avisándonos que esa tarde jugaríamos un partido de rompe y raja contra el equipo de los fifís de Añasco y Gaona en el potrerito de la esquina. Entusiasmo no se vio, pero prometimos ir. El partido de fulbo ya no le importaba a nadie.
El carnaval se venía y los fifis del nuevo edificio de Gaona y Añasco llegaron empilchaditos con los pantaloncitos, la camiseta y las medias de River, limpitos y planchados.
–El Ruso al arco, el Turco Jíder fulbá, Héctor y el gaita jases, Peluca y yo adelante –nos indicó el Adel.
Pajarito portaba el botellón con agua, que parecía un exótico ánfora, y sus ojos celestones brillaban como dos bolitas barnizadas.
El partido comenzó. Los pitucos se desplegaron como una formación prusiana. Nosotros, reos solitarios sin estrenador. Y antes de que saliéramos de babia, los fifis nos metieron el primer gol. Yo me tiré a la izquierda (¿premonición?) y el rubio con jopo de los fifis pateó a la derecha después de gambetear al Turco Jíder. La situación se complicaba y no prometía nada bueno. Al ratito nomás el mismo jopito se mareó al gaita Horacio y al Turco, y la pasó por debajo de mis patas: 2 a 0.
Adel se hizo un paseo por el área chica y lo mandó al gaita Horacio adelante. El rubio de los fifis, una vez más, se vino con la pelota hacia el arco, Adel le amagó con el cuerpo y se le tiró a los pies con todo. El jopo y la redonda volaron. Cuando el rubio aterrizó tenía tatuado en la canilla un cardenal chillón y violáceo. Ahí quedó, cuán largo, con el jopo desvanecido y las manitas blancuzcas agarrándose la pierna. Y allí terminó el partido, porque las piñas volaban y los fifis, revolcados en el lodazal –que parecía sonreirles con ironía–, decidieron la retirada no sin antes amenazarnos con la vendetta. La pelota de goma (las grandes, de cuarenta guitas) nos quedó como trofeo.
–¿Cómo? –chilló el Adel luego del evento– ¿Nos van a venir a cagar en nuestra cancha? ¿Somos locales, no?.
–Ché, Turco, ellos nos hicieron dos goles sin faul, nosotros nos meamos en los lompas –intentó explicar Peluca. Pero Adel con lo suyo:
–En nuestra cancha no nos gana nadie –tronó. Y a otra cosa

Durante toda la semana nadie de la barra anduvo solo fuera de los límites de Figueroa. La amenaza nos dejó preocupados. Habíamos juntado, sobre el techo del boliche del librero de Paysandú algunos palos y piedras para las legendarias guerras de barrios. Pero la amenaza se desvaneció dada la cercanía del carnaval. Entonces comenzamos a preparar los disfraces.
Mi viejo, el sastre judío manos de oro, nos dijo que podíamos hacernos un disfraz con las bolsas de arpillera que se usaban para envasar las papas. Se ofreció para cortar una media luna para pasar la cabeza, y aberturas en ambos lados para las manos. Prometió regalarnos botones sobrantes de sobretodos y perramus para que los usásemos de adorno. Fuimos a la feria de Pujol y le mangueamos a los paperos las bolsas vacías. La vieja del Adel las fregó y eso le costó al Turco hacer los mandados durante toda la semana. Empezamos a juntar las chirolas, para lo cuál sacrificamos los caramelos, las figuritas, las latitas Starosta, El Tony, y les hacíamos mandados a las señoras fifis de los derpas, con la inocultable bronca de la encargada que nos rajaba, vaya a saber por qué. Tal vez porque no tenía críos y el dolor y la envidia la ponían histérica. O quizás a causa del marido, un batata medio gilún.
Compramos matracas y pitos, nos probamos las túnicas de arpillera y hablamos con la Tana, la madre de Pajarito, convenciéndola de que lo dejara participar en la murga. Aceptó, y el Paja empezó a saltar sobre la pata sana. Él pasaría la gorra y tiraría la manga...
Esa noche ensayamos las coplitas. Conseguimos un tambor para el chueco Armando, cada uno trajo un sombrero astroso, y Pajarito una boina de la madre color violeta rabioso.
Ensayamos un largo rato. A eso de las diez doña Mercedes y otras ilustres matronas de la cuadra nos vinieron a prepear. Era una hermosa noche de luna llena y ellas parecían una comparsa de brujas bailando un fandango. Adel les paró el carro. Entonces, la solterona de los Millán, hermana del Ñato gangoso, nos ofreció una despampanante cacerola de bronce para usarla con la murga a condición de que acabásemos el ensayo. Nos aplacamos, y el Adel, turco rocoso por fuera y blando por dentro, les obsequió su peor sonrisa y nos dio orden de dispersión hasta las ocho de la mañana. Las mujeres empezaron a patalear y entonces cambió la hora del ensayo para las nueve, frente a la casa de la Mercedes. La vieja tragó saliva y nos advirtió, con voz avinagrada: ¡Hasta las doce, ¡ni un minuto más!

El martes, víspera del carnaval, la gorda Luisa, vieja del Adel (cuyo traste era tan ancho como la frente del hijo), nos hizo pasar de uno en fondo y nos pintarrajeó la cara con pintura de labios (que haría un siglo que no usaba). Algunos impacientes ya disfrazados iban yirando por el barrio: un satanás, una princesa rusa, un zorro, dos cow boys, una bailarina y un grandote boludo con ropa de jermu (Debe ser un puto, aseguró el chueco Armando). El corso de Villa Mitre nos iba a recibir en la soirèe. Y al día siguiente la apoteosis: el corso de Flores.
Todo listo, el cuore brincando con una alegría cretina y nosotros alineados como giles en esa vereda poceada de baldosas partidas, llenas de hormigas negras que incansables transportaban el puchero para el próximo invierno.
Antes de ponernos en marcha, berreamos el nombre de la murga mientras el bombo que llevaba Armando violaba el encanto de la barriada, y la olla de bronce recibía los mandobles de un cucharón manejado por el gaita Horacio. Nos pusimos en marcha, listos para la gran aventura. ¡Por fin! Tomamos por Paysandú hacia Gaona. Unos metros antes de llegar a la avenida un vendaval de fifis se nos vino al humo agarrándonos de sorpresa, desarmados y castos.
Cobramos de lo lindo, nos confiscaron el bombo y la olla, rompieron sombreros, rasgaron arpilleras y nos calcinaron la primera noche del carnaval 1940. Varios de nuestros duros, que también repartieron piñas a granel, piantaron algún lagrimón de mala muerte por el triste final de los Piratas de Caballito hasta que el Adel, vuelto de la sorpresa y con los labios amoratados, nos mandó hasta el techo de la librería del Gallego a buscar los elementos de combate. Esa noche declararíamos la guerra a los fifis. Después se serenó: ya nos vamos a vengar, aseguró Adel. Nos quedamos sin murga. Y la ilusión, pues, quedó amarrada a la bronca, el desencanto y la impotencia, aunque nos extasiamos imaginando el almíbar de la revancha. ¡Y qué linda sería nuestra vendetta, mi madre!

Maltrechos, golpeados y sin ánimo, el carisma del Turco Adel salió a relucir en toda su dimensión heroica. Reunidos en el potrero de la esquina, lo contemplábamos en silencio:
–Che pibes, esta noche la perdimos –dijo Adel con bronca–. Pero mañana tenemos el corso de Flores. ¡Mejor! El de Villa Mitre es un corso de morondanga. Vamos a conseguir lo que nos chacaron y si nos faltan disfraces nos ponemos cualquier trapo... ¡total es carnaval.
–Si no podemos ir todos con el mismo disfraz –arriesgó Osvaldo el Peluca− cambiemos el nombre de la murga. ¿Qué dicen, che ñatos?.
–Sí, se me vino la idea al marote –dijo Adel, siempre pescando al vuelo las ideas de los demás–. Y tengo el nombre, oigan bien: murga Los Rompedores de Fifis.
La barra no dijo ni mu. Yo pensé: Qué nombre más boludo, ¿pero quién se animaría a decírselo al Turco?
Se escuchaban pitos que aturdían, matracas bullangueras, voces y alaridos de pibes que corrían con sus disfraces. Al rato llegó el padre de Héctor con una palangana de chapa y una soga enganchada a las dos asas para colgarla.
–Empiecen con esta palangana y consíganse ollas, o latas de querosén. –nos dijo.
Luego de la bronca y la amargura comenzaron a descolgarse algunas sonrisas. El nombre de la murga ya no preocupó a nadie. Los pibes se dispersaron y al rato llegaron con sus trofeos: Adel encontró una sartén gigante en la cocina de la casa; Horacio trajo una escupidera agujereada, que le costó la burla de toda la pibada.
Sólo al Turco Jíder y a Pajarito les quedó pasable el disfraz de arpillera. Adel nos propuso hacer un ensayo en vivo:
–Vamos a dar una vuelta por Gaona hasta las Diez Esquinas, y vos, Pajarito, usá la gorra de tu javie pa’pedir la contribución. Donde vemos gente nos paramos, cantamos los versitos, todos hacemos baile indio ¡jiri jiri juru juru! –onomatopeyizó –, yo y Armando caminamos cabeza abajo y vos pasás con la gorra. Mañana vamos al corso de Flores y después del Carnaval, ¡leña a los fifis!

Al lado del Social y Deportivo Buenos Aires, en el bar Río de la Plata pegado al cine de igual nombre (con la vitrolera y sus atrayentes gambuzas en el palco), y frente al monumento del Cid Campeador, la muchachada nos aplaudió. Pajarito, con la cara arrugada de jovato y la pata renga mangueaba con la boina violeta, y las chirolas caían que daba gusto. Antes de las diez de la noche terminamos nuestro debut como murgueros y regresamos al barrio. Pese a todo no estuvimos tan mal. Peluca y yo volvimos juntos, porque vivíamos en la misma casa de derpas cajitas de música.*
Nos sentamos en el umbral, cansados y hediondos de sudor. La luna se colaba de vez en cuando entre unas nubes escalofriantes, y gatos hambrientos estaban en plena faena dentro de las latas de basura, maullando y disputándose la carroña. Medio apagado, Peluca me dijo de sopetón:
–Estuvimos bien, Ruso, pero nuestra murga es un estropajo. Mañana yo no voy al corso de Flores. La gente se nos va a reír en la jeta y otros murgueros nos van a correr a pedradas. Hay que hablar con el Turco Adel.
–Pero esta murga es nuestra: tanto que nos rompimos el culo. No sé qué querés, Peluca...
–Somos unos rejuntados, no una murga. No jodamos, Ruso, para andar por Caballito o ir a Primera Junta puede ser. Pero al corso de Flores yo no voy.

Lo vimos venir por enfrente. Una sombra cansina, algo gordita, arrastrando los pies, remedo de pilotes de cemento. Era la figura inconfundible del Adel. Nos vio y cruzó. Lo recibimos sin abrir la boca. Se sentó entre los dos quitándose el antifaz. De pronto, Peluca le largó el rollo. Le dijo que nuestra murga era un rejuntado, que dábamos lástima, que no siguiéramos.
–Lo venía pensando al venir pa’ca. ¡Mejor le hacemos la guerra a los fifis y nos dejamos de joder con la murga. El año que viene la preparamos mejor –pontificó el Adel esbozando su risa siniestra y bonachona.
–¿Lo resolvemos por unaninidad, Adel? –le dije con sorna. Los tres nos largamos a reír yéndonos a nuestras casas. En algunas terrazas del barrio se oían carcajadas con gargajos, el estruendo de pitos y matracas rebotando contra los ajados pliegues de la luna y se escuchaba música de tango y rumbas desde una vitrola. Las nubes, que amenazaban borrasca, ocultaron la luna y yo pensé: Capaz que mañana llueve y chau carnaval. ¡Qué tarro!

La mañana se presentó gris y húmeda. Sin demasiado bochinche nos encaminamos por Figueroa hacia Añasco con antifaces y máscaras, llevando un inocente balde y unas latas. A Pajarito no lo dejamos participar. Parecía que Íbamos a jugar una cándida guerra acuática, típica de aquellos años. Las pibitas que hallábamos al pasar, por las dudas, se escondían al vernos marchar como un pelotón feroz dispuesto a librar un combate de exterminio.
Llegamos y ahí estaban los fifis, ingenuos gilastrones, sentados en rueda y riéndose a carcajadas. Cuando se avivaron fue muy tarde: el líquido de los recipientes cobró color y olor al desparramarse sobre las cabezas de los fifis –una media docena . Nos tomamos el raje…
Alcanzamos a oír los aullidos, las puteadas y los lloriqueos. La guerra había comenzado con un colage 
impresionista. ¡La que vendría luego!... Pero esa será otra historia… ■ 
*Hoy Fragata Sarmiento        

-- 
Andrés Aldao 


8 comentarios:

  1. Que maravilla Pibito !! que sería de nosotros sin "la patria de la Infancia ! Un abrazo fuerteeeeeeeeeeee

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  2. D
    De vuelta leyéndonos…Acabo de leer este cuento el miércoles pasado. El cómo, cuándo dónde, te lo adjunto por mail privado. No me atrevo a editarlo acá en la página, por lo extenso. Que lo disfruten con Nurit. ¡Hermoso reencuentro no anticipado por mail! Este cuento me emociona y moviliza cada vez que lo leo. Abrazo. ElsaJaná.

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  3. Un relato que es como un marco de una postal sepia de aquél Buenos Aires, la murga, el fútbol, la guerra con los otros pibes y el retrato de los protagonistas un crisol repetido en todos los barrios, como siempre, la emoción manejada con maestría, una auténtica foto de la nostalgia y un manejo sublime del idioma, un abrazo, Carlos Arturo Trinelli

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  4. Andrés se interna en el pasado y recupera un sueño recurrente y siempre fresco. Seguimos a la murga saltando por los adoquines calientes. Escuchamos los acentos ancestrales y gozamos al ver a Andrés volverse pibe y sentir y pensar y gozar y sufrir con aquel piberío porteño.
    Andrés sabe que aquel barrio de Caballito no queda lejos por evocarlo desde Israel. Quedó irremediablemente lejos pero él le vuelve a dar vida y es fantástico participar.
    Cristina Pailos

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  5. Ese es el Andrés que hace tambalear otras memorias, sólo el sabe decirlo todo de este modo.

    Lily Chavez

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  6. La infancia o adolescencia es un viaje al origen, a la raíz de nuestro ser. Quien no lo olvida, persiste como elemento fundante en el transcurrir de la vida.
    Rememorar con tanta nitidez, como si fuera ayer, sin esa pátina sepia de los recuerdos, sino con vivacidad, brillo y lenguaje, es uno de los carismas del autor como escritor.
    Asombra la fluidez del hecho narrado y importancia de la tribu barrial con sus acontecimientos urbanos de época.
    Felicitaciones, Andrés y un gran abrazo.
    MARITA RAGOZZA

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  7. QUe bonito Andres. y ahi esta caballito y vos, en un carnaval de ayer nomas. Si al fin el tiempo y la distancia no tienen importancia. Beso grande, hermoso compartir tu adolescencia

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  8. Salve, Gran Capitán: sigo corroborando la madura belleza de este cuento. Por tu parte confirmame si recibiste FUEGOS EN FUGA, please. Y comentando tu comentario, fijate que hay páginas por todo el mundo tituladas con esos términos. Un beso gigante, Lina

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