miércoles, 25 de julio de 2012

Roberto Paniagua




                                 EL CRÉDITO

Extendió su brazo sobre la mesa y le alcanzó un mate. El joven apenas se movió y comenzó a chupar de la bombilla sin levantar la cabeza.
Le notó el ceño fruncido y algo de rencor en sus labios.
—Bueno, vas a tener que decirme qué te pasa. No me fue bien con el curso de adivino. —Dijo risueño el padre, inclinando el cuerpo hacia su hijo.
Años de distancia, hacían difícil la comunicación.
El sol  de la mañana penetraba por la ventana de la cocina, agregando un calor que los dos necesitaban.
—Quiero comprar una moto —expresó el muchacho con voz  frenada por los dientes.
El padre sintió un temblor en su estómago, pero se cuidó de no expresar el peligro que conlleva esa movilidad.
—Y cómo viene la mano ¿si me podés explicar? —agregó el hombre, luego de hacer chirriar la bombilla.
El silencio contestó la pregunta. Sabiendo que su hijo no encontraba la respuesta, se levantó a poner la pava nuevamente al fuego.
Habían pasado más de diez años de aquella separación. La pareja se fue quebrando de a poco. Nunca tuvo en claro porqué no defendió la pareja. Lo cierto es que la madre se lo llevó a otra provincia, creyendo en un nuevo hombre, que resultó solo un espejismo.
Supo mandarle plata cada vez que se lo pidieran. Su adolescencia no fue fácil. Algunas historias fueron traumáticas. Y esas cosas se notaban en la curvatura de su espalda.
Cambió la yerba y se acercó a la mesa decidido a que su hijo le explicara el proyecto.
—Joven, con moto, para trámites, decía el aviso del diario —comentó el joven mirándolo a los ojos.
Ah, es eso. Se dijo el padre. “Quiere trabajar”
—Me alegra saber que tengas el deseo de ganarte la vida. ¿Y tenés la plata necesaria?  —requirió, tratando de animar el diálogo.
—No. Es por eso que vengo a verlo. Usted: ¿no me la podría comprar?
  A esta altura de la conversación, se notaba que el joven estaba desembuchando lo que traía en su cabeza.
—Y de qué dinero estaríamos hablando —agregó el progenitor, medio contrariado.
—La que yo quiero, sale diez mil ochocientos pesos  —y ratificó la cifra con un papel, que sacó del bolsillo de la camisa.
—Mirá Andrés, yo no tengo esa plata y tardaría por lo menos seis meses para juntarla.
—Pero usted trabaja y podría sacar un préstamo. —Esto lo dijo de un tirón.
¿Cuántas veces deseó abrigarlo en las noches de invierno?  ¿Cuántos cumpleaños pasaron sin que ni siquiera pudiese enviarle un regalo?  Ahora estaba ahí, viendo un futuro, con el pelo revuelto y esa carga de frustraciones de la cual, él no se sentía ajeno.

Días después se encontraron en un bar frente a la estación de Moreno. El padre traía los documentos necesarios. Tampoco se olvidó de las fotocopias requeridas por la financiera.
Una vez aprobado los papeles, le extendieron un cheque para que lo hiciera efectivo en un Banco de la zona. Con el dinero en un sobre, se tomaron un taxi hasta un comercio muy conocido. Sobre la avenida Rivadavia, del lado de la capital.
El vendedor, con la moto en marcha, le explicaba al muchacho el sistema de uso y velocidades. El padre expandía el pecho con orgullo.  Miraba el rostro del hijo. Lo veía estirar los labios, dibujando una sonrisa que, seguramente, no estaba acostumbrado a mostrar. La felicidad, tanto tiempo ausente, al fin se asomaba entre los dos.
Los días fueron pasando y del hijo solo recibió, cada tanto, un breve llamado de teléfono. Jamás tuvo dudas de que se tendría que hacer cargo de la deuda que firmó. Era su crédito y él, quería tener el gusto de pagar.

La cocina recibía el sol agradable de la primavera. La pava comenzaba a hacer el ruido acostumbrado, anunciando la temperatura ideal para el mate. Con todo dispuesto se sentó a la mesa y, chupando la primera cebada abrió el diario. Ese, que compraba, porque traía más informaciones sobre deportes, quinielas y otros juegos de azar.
Rompió los papeles con los números de la jugada de ayer y pasó a las noticias de fútbol. Al no encontrar nada en referencia a su equipo, siguió con las noticias policiales.
La foto era borrosa. Lo que estaba claro era el nombre y el apellido. Se llamaban igual. Lo que no entendió era el título: “Motochorro abatido”.

                                                     Roberto Paniagua
                                                          

5 comentarios:

  1. Tu cuento, Roberto, me llevó a pensar en todos los hijos cuyos padres viven ocupados en sus propios asuntos y creen que comprando los mejores juguetes los compensan. La lucha por la vida de los que trabajan 12 horas para comprar un nuevo TV u otro auto deja otras víctimas en el camino, esos hijos de la clase media "acomodada" que crecen sin padres.

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  2. El padre procede con toda la buena intención de un padre sin ignorar los riesgos, el giro del final convierte al relato en un cuento cruel que conmueve al lector, Carlos Arturo Trinelli

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  3. Primero , hace mucho que quería decir que me encanta tu apellido.
    Y creo que el tiempo pasa por clases sociales, las altas , porque quieren tener más y los pobres porque quieren comer.
    Saludos. Amelia

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    1. Gracias Amelia. La separación de los padres, en buenos o malos términos, siempre acarréa algo pesado sobre los hijos. Este cuento tiene un final cruel, quizás, para pensar qué cosa no pagamos en su momento...
      Roberto

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  4. El cuento me parece extraordinario. La sociedad nos pone en bretes muy difíciles a padres y a hijos.Me hizo acordar a una frase que leí hace poco sobre cuando logras algo, ponte a pensar en lo que pierdes.
    Muy buena la trama, con un final espectacular.
    Felicitaciones al autor.
    MARITA RAGOZZA

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