domingo, 6 de junio de 2010

GUILLERMO MARTÍNEZ

 paseo del siglo

 Nació en Bahía Blanca, en 1962. Se doctoró en Ciencias Matemáticas. En 1982 obtuvo el Primer Premio del Certamen Nacional de Cuentos Roberto Arlt con el libro La Jungla sin bestias (inédito). En 1989 obtuvo el Premio del Fondo Nacional de las Artes con el libro de cuentos Infierno Grande (Planeta), que este año fue reeditado. En 2003 apareció el libro de ensayos Borges y la Matemática (Seix Barral), y obtuvo el Premio Planeta Argentina con Crímenes imperceptibles, novela que fue traducida a 35 idiomas y ha sido llevada al cine por el director Alex de la Iglesia, con el título Los crímenes de Oxford. Además publicó La fórmula de la inmortalidad (2005), La muerte lenta de Luciana B. (2007) y Gödel ( para todos) (2009). Uno de sus cuentos ha sido publicado recientemente en el New Yorker.  (Recopilado por A.A.)

Billete De Mil

Allá viene el tren de las cinco. Quizá fuese la última vez que viajaba en ese tren, la última vez que Wilde-Don Bosco-Bernal. Y qué. No había ni nostalgia ni alivio, solo un tren frenando, el ventarrón caliente, el antiguo estrépito de fierros, las ventanillas de caras aplastadas.
En el andén los demás levantaban del suelo valijas y bolsas de comida y se amontonaban frente a las puertas aún cerradas.
Miró el reloj de la estación, tratando de no ver qué día era: nunca le habían gustado las fechas ni los aniversarios. Nací en el diecinueve, el viejo murió en el treinta y dos, así que fue en el treinta y tres que empecé a trabajar y hoy me jubilé. Porque las fechas son los bordes de agujeros que dan vértigo: uno puede caerse en el medio y en el medio nunca hay nada. Por eso, mejor olvidar que era seis de diciembre, que lo obligaron a hablar, unas palabras aunque sea, se había puesto de pie para decir algo que inevitablemente terminaría en agradecimientos, él, que no quería agradecer nada, pero ellos esperaban más, vio sus caras ansiosas, sus miradas impúdicas; buitres, que llorase, eso querían; lágrimas rodando por la mejilla arrugada, mocos de empleado fiel que se jubila, para poder decir cómo se emocionó don Pascual, pobre viejo.
La puerta se abrió en una andanada de piernas pero él pudo escurrirse, entrar gente en contra, antes que nadie, el cuerpo de perfil, haciendo palanca con el codo, atropellar, abalanzarse sobre aquel asiento libre. De inmediato sobrevino el reflujo, la muchedumbre que se desparramaba, los brazos izándose para colgar los cuerpos, las caras sudorosas, el aire de pronto espeso y caliente como un caldo.
A su lado se había sentado un pibe de la primaria, con el guardapolvo remendado. En el asiento de enfrente, un conscripto estiraba las piernas y se volcaba el birrete sobre los ojos. Por el pasillo, en sentidos opuestos, una gorda y un viejito trataban de alcanzar el asiento desocupado junto al soldado. No se miraban, aunque ambos sabían dónde estaba el otro y calculaban de reojo los pasos que harían falta, los bolsos que deberían esquivar. El viejito llegó primero y desde el asiento le dirigió a la gorda una mirada triunfal, mientras sacaba un pañuelo del bolsillo para secarse la calva brillante.
Se había acabado el espectáculo. Desvió la vista y en el suelo, junto al hierro del banco, vio el billete. Un billete, Dios, de los de mil. Se le había caído al viejo, seguro, cuando sacó el pañuelo.
Miró a los costados; solo caras ajenas, nadie se dio cuenta, así que bastaría estirar un poco más el pie, así, curvar el empeine, así, haciéndose el desentendido, así, pisar el billete. Así. Levantó los ojos cautelosamente; allí estaba la mirada del viejo. ¿Habría visto el zapato sobre el billete? Pero no, era imposible, todo había ocurrido demasiado rápido. Dio vuelta la cara para esquivar aquellos ojos fijos y casi se sonrió; el tren se había puesto en marcha, solo debería esperar a que el viejo se durmiera, duérmete mi viejo, duérmete mi sol, para recoger el billete del suelo, Pascual solo nomás, el tigre pierde el pelo pero no debía preguntarse por qué. Había aprendido hace mucho a no hacerse preguntas. Su padre decía que la conciencia es un lujo de ricos. Por eso, no pensar que los mil pesos son la jubilación del viejo, no ver la mano del viejo dando vuelta el bolsillo vació, el gesto dolorido e inútil.
Wilde, la primera estación. Ojalá que se baje el viejo, viejito lindo, Wilde está lleno de plazas llenas de palomas. Pero no. Y el colimba y el pibe tampoco. De nuevo el traqueteo, pero algo se había vaciado el vagón, ahora por lo menos se podía respirar. La población iba quedando atrás; otra vez los postes de teléfono en la ventanilla. Entornó los párpados casi hasta cerrar los ojos, para desanimar aquella mirada fija. Se dio cuenta, seguro. Aunque no, tranquilo Pascual, se hubiese revisado los bolsillos, ya hubiera dicho algo. Sintió el mínimo crujir del billete bajo su pie y apretó más la pierna; era suyo, ya nadie se lo quitaría.
Parecía más bien como si el viejo tratara de reconocerlo, una de esas largas miradas que hacen memoria, que recuerdan y comparan para decidir si es o no es.
Escuchó un ruido familiar, de tan antiguo casi olvidado, el crepitar de un envoltorio. El pibe comía caramelos. Un súbito furor le hizo desviar la vista. Él también había tenido caramelos a la salida de la escuela. Bastaba decir nombres a la maestra y ábrete frasco. Se vio en puntas de pie, introduciendo una mano reverente y eligiendo los azules, que son de ananá. Por el pasillo avanzaba el guarda.
Dónde habría  puesto el maldito boleto, aquí estaba: boleto hasta Bernal. Por qué no le pedía también a los demás, al viejo podría pedírselo, entretenerlo un segundo aunque sea, un descuido bastaría para alzar el billete; pero no, el guarda ya se alejaba, bamboleante, haciendo equilibrio entre las dos filas de asientos.
Bernal, su estación. El tren se detuvo y el calor de la tarde entró por la ventanilla como un nudo desatado. Tenía el pie entumecido, dolorosamente apretado contra el suelo para que no asomara la punta del billete. Aguardó casi con desesperación a que bajase el viejo. Sentía sin verla, como si hubiera estado allí desde siempre, su mirada pegajosa, estancada. Tal vez debiera decirle algo, pero tenía miedo, un temor pueril, como en las salas de espera cuando enfrente hay un mogólico.
El vagón había quedado casi vacío. Él tampoco bajaría. Te voy a seguir hasta Quilmes, viejo atorrante, hasta el infierno si es necesario, a ver si bajás o no bajás. Sintió un hormigueo que le subía desde el pie: se le estaba acalambrando la pierna. Tampoco el pibe había bajado. Ni el conscripto, que aún dormitaba. Lo miró por primera vez. Su cara lisa le resultaba vagamente familiar. Todos los soldados son parecidos debajo del birrete. El servicio militar… El cabo Ortiz, izquierdo, derecho, izquierdo. FAL: F de fusil, A de automático y los judíos son todos comunistas. Había aprendido a estar siempre en el medio, a perderse en el montón, ni demasiado tonto porque te toman de punto, ni demasiado vivo porque el más vivo es el cabo. Ni demasiado laburador porque te quedás los catorce meses, ni demasiado vago porque perdés los francos.
El tren aminoró la marcha; ya llegaban. Ahora tenía el sol sobre la cara, como una mano afiebrada. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y sintió la camisa húmeda adhiriéndose a la espalda. Una extraña debilidad, es el calor, lo amordazaba blandamente; ya no sentía la pierna, es el calambre, apenas un calambre. Hubo de pronto el chirrido hiriente de los frenos y al mismo tiempo las miradas confabuladas, golpeando todas juntas. Ellos sabían. Lo había sabido desde el principio: el pibe, que ya no comía caramelos, que ahora miraba con insolencia su pierna temblorosa, la cara extendida como un índice, una cara que él había conocido, señorita, señorita, Pascual tiene un billete que no es suyo; el conscripto, que lo miraba con unos ojos neutrales pero resueltos, él solo cumplía órdenes; y el viejo, sobre todo el viejo.
Pero no, era absurdo, culpa del calor. Era la última estación: solo debía aguardar a que bajen, ¡bajen!, esperar a que se fueran, ¡fuera!, solo un poco más y podría recoger el billete y volver a Bernal, a ser un jubilado inofensivo. Pero no se bajaba.
Todos los demás asientos habían quedado vacíos: solo ellos cuatro seguían allí. Escuchó el ruido seco de las puertas al cerrarse. Una oscura certeza le sitió el cuerpo: el tren no regresaría. El viaje recién había empezado. Habría otra estación más adelante y luego otra y otra y ellos nunca se bajarían. Con sus últimas fuerzas apretó el pie sobre el billete. El tren se puso en marcha.  


3 comentarios:

  1. Ohhhhhhh, increíble, suele suceder. Me gustó mucho el cuento, sólo y debo decirlo, no me gustó lo de la sala de espera y estar frente a un mogólico, disculpen, tal vez sea una pavada, pero en estos casos, pienso que el narrador puede buscar otros ejemplos. Gracias Andrés por este cuento y acercarme un autor que - en lo personal - no conocía.

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  2. un relato soberbio, tensión , trama y epílogo siempre en velocidad aun cuando el tren para la adrenalina se acelera en un viaje sin fin.

    Celmiro Koryto

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  3. olga cabrera ladu7 de junio de 2010, 17:23

    Guillermo Martínez: destacado escritor , de narrativa rica, perfecta. FELICITACIONES!!mi cariño

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